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Dedicatoria
Lema
La travesía
El diccionario
El flechazo
El exilio
Las conversaciones
La renuncia
Leer con el diccionario
La recogida de palabras
El diario
El relato
El intercambio
El refugio frágil
La imposibilidad
Venecia
El pretérito imperfecto
El adolescente peludo
El segundo exilio
El muro
El triángulo
La metamorfosis
Sondear
El andamio
Penumbra
Epílogo
Agradecimientos
Créditos
Para Paola Basirico,
Angelo De Gennaro
y Alice Peretti
Necesitaba una lengua diferente:
una lengua que fuera un lugar de afecto
y de reflexión.
ANTONIO TABUCCHI
La travesía
Quiero cruzar un pequeño lago. Es realmente pequeño, pero aun así la otra orilla me parece demasiado distante, más allá de mis capacidades. Me consta que es un lago muy profundo y, aunque sé nadar, me da miedo encontrarme sola en el agua, sin ningún apoyo.
El lago del que hablo se encuentra en un lugar apartado, aislado. Para llegar hay que caminar un rato por un bosque silencioso. Al otro lado se ve una cabaña, la única vivienda en toda la orilla. El lago se formó inmediatamente después de la última glaciación, hace milenios. Su agua es límpida, aunque oscura; más pesada que el agua salada, ninguna corriente la surca. Una vez dentro, a pocos metros de la orilla ya no se ve el fondo.
Por la mañana observo a los que, como yo, visitan el lago. Contemplo cómo lo cruzan de manera desenvuelta y relajada, cómo se detienen unos minutos delante de la cabaña y luego vuelven. Cuento sus brazadas. Los envidio.
Durante un mes sólo me atrevo a nadar bordeándolo, sin alejarme de la orilla. Es una distancia mucho mayor, la circunferencia respecto al diámetro. Tardo más de media hora en dar la vuelta completa, pero con la seguridad de que puedo pararme en cualquier momento, hacer pie si me canso. Es un buen ejercicio, aunque nada emocionante.
Una mañana, hacia el final del verano, quedo allí con dos amigos: me he decidido a cruzar el lago con ellos para llegar por fin a la cabaña del otro lado. Estoy cansada de limitarme a ir por la orilla.
Cuento las brazadas. Sé que mis compañeros están en el agua conmigo, pero también que estamos solos. Tras casi ciento cincuenta brazadas llegamos al medio, la parte más honda. Continúo. Después de cien brazadas más diviso el fondo de nuevo.
Llego al otro lado. Lo he conseguido sin problemas. Por primera vez, veo la cabaña a unos pasos de mí y, a lo lejos, las distantes y pequeñas siluetas de mi marido y de mis hijos. Parecen inalcanzables, aunque sepa que no lo son. Después de una travesía, la orilla conocida se convierte en la margen opuesta: aquí se convierte en allí. Cargada de energía, exultante, vuelvo a cruzar el lago.
Durante veinte años he estudiado italiano como si nadara por la orilla de aquel lago: siempre al lado de mi lengua dominante, el inglés; siempre bordeando la ribera. Ha sido un buen ejercicio, beneficioso para los músculos y el cerebro, aunque nada emocionante. Estudiando una lengua extranjera de ese modo, uno no se puede ahogar: el otro idioma está siempre allí para sustentarte, para salvarte. Pero no basta con flotar sin posibilidad de hundirse: para saber una nueva lengua, para sumergirse en ella, hay que alejarse de la orilla. Nadar sin salvavidas, sin contar con la tierra firme.
Unas semanas después de haber cruzado aquel lago pequeño y escondido, hago una segunda travesía, mucho más larga, pero nada fatigosa. Será la primera vez en mi vida que parto de verdad. Esta vez en barco, cruzo el océano Atlántico para instalarme en Italia.
El diccionario
El primer libro en italiano que compro es un diccionario de bolsillo con definiciones en inglés. Es 1994 y estoy a punto de ir a Florencia por vez primera. En Boston, voy a una librería de nombre italiano: Rizzoli, una librería preciosa y refinada que ya no existe.
No compro una guía turística, aunque sea mi primera visita a Italia, aunque no conozca Florencia en absoluto (gracias a un amigo, tengo ya la dirección de un hotel); soy estudiante, tengo poco dinero y creo que un diccionario es más importante.
El que elijo tiene una cubierta de plástico verde. Es impermeable, indestructible. Es ligero y cabe en mi mano. Tiene, más o menos, las dimensiones de una pastilla de jabón. En la contracubierta pone que contiene alrededor de cuarenta mil palabras italianas.
Cuando, paseando por la Galería de los Uffizi, mi hermana repara en que ha perdido su sombrero, abro el diccionario. Voy a la sección en inglés para averiguar cómo se dice sombrero en italiano. De alguna manera, seguramente equivocada, le digo a un guardia que hemos perdido un sombrero. Milagrosamente, entiende lo que digo y en breve encontramos la prenda.
Desde entonces, durante muchos años, cada vez que voy a Italia me llevo ese diccionario. Lo llevo siempre en el bolso. Busco palabras cuando estoy en la calle, cuando vuelvo al hotel después de un paseo, cuando intento leer un periódico. Me guía, me protege, me lo explica todo.
Se convierte tanto en un mapa como en una brújula: sin él estaría perdida. Se convierte en una especie de madre o padre en quien confío y sin el cual no puedo salir. Lo considero un texto sagrado, lleno de secretos, de revelaciones.
En algún momento escribo en la primera página: «provare a = cercare di» (tratar de = intentar).
Esta anotación casual, esta ecuación léxica, puede ser una metáfora de mi amor por el italiano, que, finalmente, no es más que una obstinación, una continua prueba.
Veinte años después de haber comprado ese primer diccionario decido trasladarme a Roma para una larga estancia. Antes de partir