Los secretos del vallenato

Julio Cesar Oñate Martinez

Fragmento

Prólogo

El país vallenato, territorio no precisado con exactitud matemática, es una vasta planicie o valle comprendido entre el borde suroriental de la Sierra Nevada hasta Perijá o Montes de Oca (Cordillera Oriental), en tierras de Curumaní (vocablo chimila); y desde el río Calancala (Ranchería) en el municipio de Fonseca, hasta las regiones pantanosas de la ribera oriental del río Magdalena, a la altura de las localidades de Chimichagua y Plato.

En esta vastísima región, desde la época de la Colonia, se fue dando la fusión racial y cultural de tribus indígenas (itotos, cariachiles, tupes y chimilas) con hispanos, criollos y africanos traídos para descuaje de selvas, cultivos y vaquerías, que por el mestizaje surgió un tipo humano singular y distinto de los pobladores costeros del Caribe colombiano.

Desde esos días distantes, algunos pueblos hacían presencia como San Lucas del Molino, San Agustín de Fonseca, Santo Tomás de Villanueva, San Juan del Cesar, Becerril del Campo, Espíritu Santo (Codazzi), San Antonio de Badillo, San Isidro de Atánquez, Santa Cruz de Urumita, Valencia del Dulce Nombre de Jesús, El Paso del Adelantado, Tamalameque, San Francisco de la Paz, San Diego de las Flores, Sabanas de Patillal, Chiriguaná, Chimichagua y la ciudad de los Santos Reyes de Valle de Upar. Hasta estos núcleos distantes y separados del resto del mundo por selvas de densa maraña y ríos de desbordado empuje, de vez en cuando llegaban con los muleros del correo las noticias siempre viejas ya de las lejanas guerras de Europa, la llegada de un virrey, el nacimiento de un príncipe, la muerte de un papa, el naufragio de un buque, la llegada de la armada de los galones a Cartagena o un asalto de los piratas por los puertos caribes.

En tan extensa comarca se fueron creando hábitos comunes, mitos, leyendas, uso de plantas medicinales, costumbres alimenticias y domésticas, músicas y danzas que en las familias, cuyos apellidos se volvieron tradicionales, se quedaron y hasta se les dio un espontáneo y particular acento a las palabras, muchas de ellas sobrevivientes del castellano arcaico o de regionalismos que bien supo acopiar Consuelo Araújo Noguera en su Lexicón vallenato.

En el siglo XIX, cuando el federalismo se impuso en los Estados Unidos de Colombia, como pasó a llamarse nuestra República, en el Estado Soberano del Magdalena se crearon unas provincias para facilitar el gobierno y la administración de villas, pueblos y aldeas. Entonces el país vallenato, o Valle de Euparí, se divide en las provincias de Padilla y de Valle de Upar.

Hace cuatro décadas, aproximadamente, lo que fue la provincia de Padilla pasó a ser parte del nuevo departamento de La Guajira y la provincia del Valle de Upar quedó integrada al nuevo departamento del Cesar.

Cesarense, guajiro o de una localidad municipal cualquiera son gentilicios de división política. Vallenato es un gentilicio geográfico y sociológico. Ambas categorías de gentilicios no se excluyen; por el contrario, se complementan.

En lo tocante a Valledupar como urbe, los oriundos de allí son valduparenses, y además vallenatos, como también, como lo hemos precisado, lo son los nacidos en los pueblos de las antiguas provincias de Padilla y del Valle de Upar.

Hechas estas aclaraciones, que hemos considerado pertinentes para fijar las lindes donde se disuelven los temas de esta obra, nos aplicaremos a escribir sobre el autor, dado que respetaremos el espacio para que sea el lector quien descubra un paciente trabajo de investigación, amplio y sabio, sobre el principal exponente cultural del país vallenato: su música folclórica.

Es el autor un pintor de las costumbres del amplio Valle de Euparí, desde muy atrás en el pasado de esta comarca. Aun cuando no pretendemos hacer paralelos comparativos con la Edad Homérica de que nos habla la historia, los rapsodas de aquel pretérito eran poetas errantes por las cortes de las polis griegas, cantando con una cítara las epopeyas guerreras, o las tragedias de hombres y dioses que llevaban además noticias de lo ocurrido en otras latitudes del mundo griego, así también nuestros poetas silvestres vagaban por nuestros pueblos —como lo describe con vívidos trazos el autor— llevando en sus cantos los sucesos ocurridos en lugares distantes, haciendo de pregones informativos, a falta de otro tipo de comunicación en aquel entonces.

El hombre del país vallenato lo pincela Julio Oñate Martínez en la plenitud del goce íntimo de su música autóctona. Es fácil adivinar el porqué de los altibajos de su ánimo que expresa a través de su poesía musical. Todo porque de un amasijo de razas, somos aquí. De los hispanos rapaces, jactanciosos y devotos de sus crucifijos hasta el fanatismo; de los indios taciturnos e indolentes que llevan en el alma la punzada del despojo; de los negros bozales cazados en la floresta africana con las espaldas curvadas por la penitencia de una servidumbre de todas las horas. De ellos nace nuestro hombre del país vallenato. Nacen los pescadores y bogas que, sobre las ondas de nuestros ríos y ciénagas, atardecieron sus vidas con atarrayas de ilusiones mientras domaban el lomo de las aguas con sus canaletas cantando trovas de profunda poesía dolorosa; de allí nacieron los mestizos serranos que recogían el fruto de los cafetales enrojecidos por los grumos de sangre en los crepúsculos murientes, entonando versos para aliviar penas, recordando amorejos, nostalgias y alegrías rencorosas; de allí nacieron los macheteros que se fueron cantando décimas de desesperanzas a las trifulcas armadas llamadas guerras civiles, a tomar trincheras por ideas que no entendían, en el ajetreo inacabable de causas grandes y menudas intrigas de otros, en el aturdido siglo XIX.

En fin, somos hijos de la montaña apretada del Valle de Euparí, imperio del jején y de las fiebres tercianas, que antaño fue violada por las trillas de las herraduras que llevaban a algún hato del confín, entre las mil cruces volantes de sus pájaros flautistas; montes propicios a la emboscada de la saeta vengativa del indígena o de los machetes de los salteadores de caminos; manigua donde acechaba paciente la pupila del tigre; refugio de libertad de los negros fugitivos; sendas ocultas de los contrabandistas de rones de caña; abras perdidas por donde transitaba la soldadesca en las contramarchas inútiles de las contiendas civiles de Colombia para pagar a los dioses de la guerra su diezmo de sangre.

Julio Oñate ha dedicado un espacio de su vida en una paciente labor de años, a costo de su reposo, de su tiempo y de su peculio, desentrañando el pasado regional que palpita en las estrofas cantadas de nuestros poetas aldeanos, para saber de dónde venimos, quiénes somos y para dónde vamos en nuestro norte cultural.

Esta obra es una variada acuarela que con despreocupada maestría nos boceta el autor de dos antiguas provincias, que, aun cuando hoy estén en entidades territoriales diferentes de dos departamentos (norte del Cesar y sur de La Guajira), son el país vallenato, en consagrada frase de Aníbal Martínez Zuleta. Aquí se historia la llegada del instrumento rey, el acordeón, de

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