(R)evolución Pink

María José Martinez Turrini

Fragmento

(R)evolución pink

LA IMPORTANCIA DE UN MANIFIESTO

Este libro habría podido ser una amarga diatriba en contra de la perseverancia de abusos machistas contra las mujeres en los entornos laborales a partir del propio testimonio de María José, desde el lado de las víctimas improbables en los tiempos que corren.

O una nueva taxonomía de hombres indeseables, nutrida por la concurrida pasarela en la que María José ha visto desfilar tantos machitos de pacotilla y desteñidos príncipes azules que no aguantaron ni la primera lavada.

Pero no. Lejos de eso, y después de muchas horas de estudio, páginas de lectura y jornadas de investigación, es, a fin de cuentas, una bella reivindicación de la esencia femenina. Así de sencillo. Así de potente.

Una bella reivindicación de la esencia femenina, insisto, y además de bella, valiente, franca y divertida. Sin complejos sexistas ni pretensiones academicistas, María José da en el clavo a la hora de analizar el saldo a favor y el costo de las facturas a cargo de todas las mujeres tras varias décadas de activismo feminista.

Es respetuosa ante las batallas y el coraje de las mujeres que las han librado, al mismo tiempo que prende las alertas para que, en esta nueva etapa, la lucha por la equidad de género no sea una fábrica de cicatrices y amarguras que incube nuevos dolores en el siglo XXI.

Así entiendo yo esta obra que proclama el renovado despertar del alma femenina que comienza a aflorar tras entender que la lucha eficaz por los derechos de las mujeres no puede partir de una división aritmética de cargas, fardos y yunques que niegue la naturaleza de las mujeres.

Por eso, el libro también es liberador para las mujeres y para los hombres, y contribuye a remover ese absurdo sentimiento de culpa que en las últimas décadas les han sembrado a quienes creen que la verdadera equidad de género no puede partir de tratos y soluciones idénticas para hombres y mujeres.

Y sí. Es un manifiesto, en el sentido más castizo del término, para hacer pública una declaración de convicciones y creencias. Y podré incurrir en un pleonasmo, pero lo diré con todas sus letras… este libro es un manifiesto honrado. Recoge las más profundas y sinceras convicciones de quien ha ido y ha vuelto, procurando comprender el alma femenina hasta que lo logra, redescubriéndola. Y lo ratifica con una dulce notificación… la necesaria lucha por la equidad de género no tiene por qué apagar el alma femenina. Por el contrario, la tiene que activar y reivindicar.

Para María José no debió ser fácil escribir este libro. Se le nota, como a las milhojas, las mil capas de pensamientos, sentimientos y reflexiones que la blindaron de transitar por esos terrenos peligrosos de la cursilería, la obviedad o los lugares comunes.

Es un libro original, divertido e intergeneracional, escrito con buena pluma, buen humor y buena vibra. Se notan los múltiples talentos de María José, se nota su agudeza, se nota que no está dispuesta a quedarse callada, y se nota, por encima de todo, que una mujer talentosa y sensible decidió enriquecer un debate que nos interpela por igual a hombres y mujeres en nuestro recorrido por los amores, los placeres, los gustos, los logros, los fracasos y los sueños, para terminar con la más potente de todas las conclusiones… a fin de cuentas, y para siempre, el amor existe.

 

JUAN LOZANO

INTRODUCCIÓN

Ser mujer parece ser un arte olvidado por la sociedad y, muchas veces, por nosotras mismas. Veo con ilusión que hay un nuevo despertar femenino en el planeta: con la tendencia de volver a la esencia, a los ritmos naturales, a los alimentos biológicos, ancestrales, hechos con amor y a mano; a la conciencia del presente y del medioambiente, del cuidado de la Madre Naturaleza. Todo este movimiento de sincronía con el universo responde al alma femenina que está despertando y reclamando un espacio que había sido oprimido por largo tiempo. Sin darnos cuenta, muchas de nosotras (y me incluyo) también hicimos parte de esa represión, convencidas de que eso nos iba a ayudar a ganar un lugar distinto en la sociedad, donde íbamos a reivindicarnos a la fuerza, tratando de imponernos a lo macho; pero, a mi juicio, por querer liberarnos, nos pusimos más cargas encima. Lo cierto es que tuvimos que aprender a los golpes que esta postura iba en contra del propósito de vida de cualquier ser humano: ser feliz.

Con la intención de reivindicar nuestros derechos, nos pasó como en las discusiones acaloradas con el novio tóxico: empezamos a gritar tan duro para hacer valer el punto que lo perdimos. Al final, él nos mira con cara de locas, ¡y nosotras terminamos pidiendo perdón!

La calma y la dulzura son las herramientas femeninas más poderosas, resaltando que, lógicamente, debemos tener siempre nuestras otras armas de defensa listas; pero más con inteligencia que por la fuerza, como esos guerreros japoneses que sacan una daguita diminuta de la manga y, cuando sus enemigos se dan cuenta, están en el piso y ni se enteraron cómo.

Al violentar nuestra esencia también violentamos nuestro cuerpo, nuestra descendencia, nuestros seres queridos y nuestro planeta, porque, como nos estamos dando cuenta, todo está conectado.

En estas páginas haremos un recorrido por nuestra anatomía física y emocional, entendiendo cómo se conecta nuestra vida interior con nuestro cuerpo y con el mundo; también hablaremos de las heridas de nuestra infancia, pues el autoconocimiento es la llave maestra que abre la puerta de la libertad, lo que nos permite entendernos, comprender al mundo y tomar decisiones realmente autónomas.

Además, les quiero hablar de ciertos condicionamientos femeninos que nos impiden acceder a otra poderosa herramienta femenina: la intuición, nuestra fabulosa brújula interna, ¡que anda más perdida que la de Jack Sparrow! Esto se debe, en parte, a la gran cantidad de información contradictoria que recibimos a diario, pero también a que estamos sumergidos y a punto de ahogarnos en nuestros propios egos e intereses; como si todos y cada uno fuéramos pequeños emperadores llenos de positivismo tóxico y de una retórica espiritual enfocada únicamente en la superación personal y muy poco en la práctica del amor en el contexto de la comunidad. Todo este ejercicio de autosuperación nos lleva a hacer lo que nos da la gana, sin pensar en los demás, cada uno convencido de que “lo mío es más importante”, y como consecuencia nos desconectamos de lo esencial. Como dijo nuestro amado Principito, “Lo esencial es invisible a los ojos”. ¿Se imaginan su carita de desilusión al ver que todo su paso por este sistema solar fue en vano? ¡No lo hagamos llorar!

El cuerpo también es un tema clave de estas páginas, pues es el puente que conecta nuestra vida interior con nuestra existencia física, se vincula con la intuición y nos alerta sobre lo que pasa. El poder del cuerpo está subestimado, reducido a un mero objeto de trabajo, de placer y de vanidad; desconfiamos de su funcionamiento, torturándolo con miles de dietas y programas de ejercicios, y ciertas personas también lo usan como una declaración de alguna postura ideológica. Nuestro cuerpo está, en todo caso, desconectado de nuestras emociones y dolores, pero recordemos que el cuerpo es la habitación de nuestro espíritu, por eso debemos honrarlo, cuidarlo y amarlo. Mi intención es que, como mujeres creadoras de vida, milagrosas por naturaleza, honremos nuestro cuerpo y aprendamos que cuidarlo y protegerlo es vital para que podamos ser realmente libres.

Por supuesto, hablaremos también de las relaciones de pareja modernas y de por qué el amor parece más escurridizo que nunca: ¡porque no encuentra dónde hacer nido! El amor no es un capricho o una mera reacción hormonal, es un trabajo arduo y continuo que requiere de comunicación, vulnerabilidad, honestidad, y cosas que escasean en estos tiempos: paciencia, humildad y estrategia a largo plazo.

No podemos dejar por fuera la maternidad, que es, lógicamente, un tema esencial en la vida de las mujeres, seamos madres o no, puesto que todas somos “madres en potencia”, y nuestro útero, hormonas y cerebro nos lo recuerdan cada día del mes. Gracias a la píldora hemos logrado poner en pausa a la mujer fértil, pero no a la mujer biológica con necesidades emocionales y físicas claras, que hemos negado y reprimido en aras de complacer a los demás y ser supermujeres, en teoría “tan fuertes como los hombres”. Negar esas necesidades no ha beneficiado a nadie; antes, nos hicimos un flaco favor: estamos agotadas y solas, muertas de hambre de amor, negando nuestros instintos. Los hombres no saben cómo tratarnos, muchos se han vuelto fríos e insensibles, y los que quieren un hogar no encuentran con quién construirlo a largo plazo, pues nos hemos vuelto un poco como la potra Zaina. ¿Se acuerdan de esa novela? Era la historia de un hombre que se obsesionó con la protagonista: una mujer guapa, independiente, algo salvaje, muy caprichosa y temperamental; justamente como una potra que el galán se empeña en “domar” hasta que, por supuesto, lo consigue. Es una historia entretenida para una telenovela, pero en la práctica una potra necesita un domador recio, como podemos ver en la serie Yellowstone, y ahí ya nos estamos alejando de lo que vendría siendo un romance sano y nos vamos acercando a la popular y temida relación tóxica.

A través de estas páginas les voy a abrir mi corazón. Les contaré episodios de mi vida que vienen al caso, como si fuera un antes y después de entender y conectar con mi hermosa energía femenina. Por ejemplo, en mi libro El príncipe azul se destiñe con la primera lavada, no hace falta ser Einstein para darse cuenta de que estaba de pelea con los hombres; lo irónico es que me sentía más macha que el Macho Camacho.

Pero así es la vida y mi lado femenino empezó a tocar la puerta de mi alma de manera tan fuerte que tuve que deponer las armas. Por eso también les hablo de los errores que cometí, de experiencias que me marcaron y me hicieron cuestionarme si valía la pena luchar en contra de la corriente o si debía dejarme llevar. Aunque los nombres han sido cambiados, todas las anécdotas que aquí cuento son reales. También hay muchas cosas que me guardo porque, mujeres, hay experiencias que solo deben ser nuestras. Todos tenemos episodios que compartimos solo con el psicólogo, el abogado o el sacerdote, ¡y está bien que se queden allí!

Por otro lado, quiero hablarles de cómo creo que, a partir de buenas intenciones, nos hemos condicionado, amaestrado y muchas veces deshumanizado; escribo este libro con la ilusión de que valoremos y atesoremos la MARAVILLA que es SER MUJER, que nos reencontremos con esa esencia femenina sagrada, que entendamos nuestros tiempos, nuestros deseos, nuestra naturaleza, y podamos tomar decisiones informadas, planear nuestras vidas y no ir como veletas al viento, buscando lo que en el fondo creo que todas queremos: amar y ser amadas de manera bonita y sana.

Así que, como dicen por ahí, empecemos por el principio.

(1)
“NO HA NACIDO CABALLO QUE ME TUMBE, NI HOMBRE QUE ME DOMINE”

A. D. (amigo que prefiere permanecer en el anonimato)

 

Durante muchos años, sentí que desentonaba con el significado o consenso general de lo que se entiende por “ser mujer”. Aclaro que no estaba confundida con mi género; menos mal no me pasó en esta época, porque probablemente me habría llenado la cabeza de ideas como la de estar en el cuerpo equivocado, y no era así. Lo que pasaba era que, por mis circunstancias, había desarrollado una manera de ser mucho más “fuerte” que las demás.

Las mujeres de voz suave y que se escandalizaban por todo me parecían aburridas y estereotipadas, falsas, “mosquitas muertas”. A las que usaban escote, minifalda y pestaña sobre pestaña las encontraba excesivamente necesitadas de atención y de despertar pasiones, como pescando con dinamita.

Yo me sentía diferente: me gustaba estar entre mi grupo de amigos hombres, que me llevaban unos añitos, a los cuales conocí en el ambiente al que me expuso mi carrera. Más adelante les contaré cómo fue que nos hicimos amigos, pero por el momento solo diré que terminaron siendo mentores en mi trabajo y consejeros sentimentales. Me gustaban los temas de los que hablaban, cómo se comportaban, cómo se relacionaban y su manera práctica de ver el mundo sin tanto rollo, sin tanto misterio; se decían las verdades y nadie se emputaba, se peleaban y luego estaban como si nada. Era una dinámica que me intrigaba por ser opuesta a la que suele presentarse entre las mujeres, a veces tan enredada, compleja y dramática. Ahora que lo pienso: ¡yo tampoco entendía a las mujeres!

Con ellos aprendí cosas del universo masculino que a veces se nos escapan. Por ejemplo, que todas les parecen divinas y, la que les para bolas, esa es la más hermosa de todas. ¡Jajaja! Así son. Puedes salir con sudadera y chanclas y te dicen que estás preciosa, si te pones una camisa de botones te dicen que te ves interesante, si te pones escote ya no te los quitas de encima, y así. Todo les sirve, ¡qué maravilla!

En cambio, las dinámicas entre nosotras a veces son turbias, y lo tenemos tan normalizado que a veces ni nos damos cuenta: nos damos palo, criticamos, nos fijamos en la cartera, las cejas, el delineador mal puesto y la resequedad en las puntas del pelo. Las hijas de los años ochenta sabemos que el peso era fundamental, tanto que hasta entre amigas, si uno decía, “Mk, me subí 1,5 kilos”, la otra respondía, “Oye, sííí, ¡cuidado! La otra semana hacemos dieta juntas”. O si una mujer que tiene un marido churro o buen partido no está bien arreglada, empieza la ola de miradas entre nosotras y vienen las levantadas de ceja, como diciendo, “Esta está descuidando al marido”, y si el tipo llegara a dejarla o serle infiel, nos ponemos de parte del man, ¿¿ah?? ¡Hágame el favor!

Pero ellos no; ellos son adoradores de mujeres por naturaleza, a veces demasiado. Son galanes, les gusta hacer sentir bien a sus amigas y consentirlas, así que ¡claro que me sentía más cómoda en medio de ellos! ¡Ni boba que fuera! Podía tomarme mis tragos sin miedo a que se quisieran sobrepasar o que me fueran a echar los perros; al contrario, me sentía protegida. Podía decir cuanta barbaridad pensaba, hablar abiertamente de muchos temas y aprender de otros. Nadie me juzgaba.

Oigan, no crean que solo parchaba con hombres. Lo que pasa es que cuando las mujeres somos jóvenes y solteras, nos vemos entre nosotras como competencia; pero cuando conocía mujeres que me producían admiración, escuchaba sus consejos. Un día, mi amiga Mayra me dijo, “Majo, si a los treinta no tienes casa, ya no vas a tener, y antes de comprarte la cartera de diseñador, deberías también tener tu buen carro”. Y esa frase se me quedó grabada en la cabeza como un mantra. Yo estaba en un medio donde ganábamos mucha plata y éramos muy jóvenes, además de hippies: veía a mis colegas actores en tremendos carros, con carteras y zapatos de diseñador, pagando arriendo de apartamentos carísimos, ofreciendo parrandas monumentales, y a las mujeres insistiendo en pagar las cuentas de toda una mesa para demostrar su capacidad económica e igualarse con los hombres, y a ellos, aprovechándose o sintiéndose incómodos ante estas situaciones.

Pero yo no; yo tenía en mi cabeza el mantra, así que trabajé duro, durísimo, de sol a sol, en radio y en televisión para lograr mi objetivo. Otra gran motivación que tenía era que, como hija de padres divorciados, los vi discutir por dinero y a mi mamá estirar el sueldo mes a mes, y me prometí que iba a ser independiente económicamente toda la vida. Pero no podemos olvidar que estaba en mis veinte, era soltera, conocía mucha gente y estaba pasando por una tusa que, de solo pensar en ella, me erizo. Así que, a la par, rumbeaba: work hard, play hard, como dicen los gringos.

Todo esto con la profunda añoranza de que el verdadero amor me sorprendiera cualquier día, que me tocara el turno de la felicidad, que, sin darme cuenta, como en un cuento de hadas o una comedia romántica de Hollywood, encontrara a mi alma gemela y estuviéramos juntos para siempre, verbigracia del destino, porque éramos el uno para el otro. ¡Uff, cuánta ingenuidad!

Aunque los manes de mi edad me aburrían, me gustaban físicamente, y con ellos era que rumbeaba. Y es que a esta reina le gustaba el peligro, la calle. “Regenerar gamín” era mi hobby. Los hombres mayores me parecían súper interesantes, pero no me atraían, y todavía no lo hacen. De hecho, tengo amigas que tienen relaciones buenas y serias con hombres que les llevan entre ocho y doce años de diferencia, y yo digo, “Qué belleza de relación, pero no podría”.

Me acuerdo de una vez que me interesó románticamente un francés quince años mayor que yo. Era el tipo más churro, un “viejo” sabroso; empezamos a salir y todo eran carticas, mensajitos y miraditas llenas de chispas , hasta que luego de un par de meses de cortejo, me trató de dar el primer beso. Ni yo misma esperaba mi reacción: me entró un pánico que no sé cómo explicarles, fue como si el man se hubiera acercado a sacarme un ojo con un destornillador. Salté hacia atrás y todo. El pobre hombre estaba todo desconcertado, y con toda la razón. Me preguntó, “¿Qué pasa?”, y yo, que no tenía ninguna respuesta racional para darle, hice lo que todo cobarde hace: tirar la toalla para que se la pisen. Luego de un par de veces en que me pilló diciendo mentiras para evitarlo, quedé en ridículo, avergonzada, y el tipo lógicamente se rindió.

Años más tarde intenté un Shakirazo: un hombre, más bien un pelao, de veintitrés, diez años menor que yo. Mi ingenuidad romántica consideró que era una buena idea. “Majo —me dije—, tienes treinta y tres, quieres una relación seria, quieres construir, amar y sentirte amada, aquí está este pelao de veintitrés que parece muy maduro para su edad, ¿qué podría salir mal?”. El pelao era un tipo churrísimo, inteligente, y fue muy especial a la hora de la conquista, tenía las mejores intenciones. Pero es que una cosa es lo que pasa en la cabeza de uno y otra la realidad. Y a los dos años esa realidad se cayó por su propio peso cuando me dijo que no estaba listo para una relación tan seria. Sentí un dolor en

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