El camino que abrimos

María Emma Mejía

Fragmento

PRÓLOGO

El lector tiene ante sus ojos un libro de memorias que, como debe ser en un texto del género, consiste en un hilvanado tejido de recuerdos, pensamientos, anécdotas, triunfos y derrotas, alegrías y tristezas. Como en toda urdimbre, cuando el hilo se pierde, quizá por el mismo dolor de lo que se recuerda (como suele ocurrir en nuestro país, hay en este libro muchas muertes violentas), también se acude a algún oportuno remiendo, a alguna omisión compasiva o a un diplomático cambio de tema.

El libro lo escribe una protagonista de la vida nacional, María Emma Mejía, bailarina de ballet, cineasta, promotora cultural, consejera en Medellín, ministra, canciller, embajadora, filántropa, que ha estado expuesta a nuestro escrutinio e imaginación durante medio siglo, y que vivió muy de cerca, en primera persona, acontecimientos fundamentales de la historia reciente de Colombia. Como figura pública que ha sido y sigue siendo María Emma, en su libro se combinan la introspección, los acontecimientos de la vida familiar y privada que puedan explicar, en parte, su personalidad, con la exposición de su vida pública, de la vida política, que como es natural se tiñe de éxitos y fracasos, de revelaciones y silencios, de errores y aciertos.

El lector puede esperarse detalles muy interesantes, pero no infidencias, y mucho menos revelaciones de secretos de Estado. Descubrirá entre líneas la personalidad de varios presidentes del país; asistirá al dolor de atentados y muertes; verá iniciativas formidables que por desgracia se dejaron a un lado; se encontrará con callejones ciegos que no llevan a nada y con desafíos de la mafia que se superan con inteligencia. Como la autora es pudorosa, será discreta en los breves párrafos que dedica a su vida amorosa, privada e íntima, que queda casi intacta al final del libro, aunque mucho se pueda intuir, más en lo que se omite que en lo que se dice.

Estas memorias tejidas con palabras, de cuando en cuando, se sintetizan acertadamente con el regalo de una foto. Las fotos van desde el primer paseo de río de una niña de siete años, en 1960, hasta el trío final de un hijo ya hecho y derecho, Pedro Caballero Mejía, un marido y padre putativo, el doctor Alberto Casas, y la misma monita de la foto inicial, la misma María Emma, ni domada ni indomable, sino simplemente vivida por la vida.

Nada revela tanto sobre la autora de este libro, creo yo, como lo que se ve en esa primera foto: una mirada seria, obstinada, el mentón ligeramente levantado con un gesto que muestra más convicción y seguridad que arrogancia; la belleza suficientemente desaliñada de una niña cuyo padre esperaba un niño, y entre sus brazos una carga pesada, más grande que ella, que representa la tarea por hacer, ante la cual no teme ni se amilana. Detrás de ella, la corriente de un río que nadie sabe adónde la llevará, ni a ella la inquieta.

Unas memorias como estas quieren representar el curso de ese río que no ha llegado al mar, pero sí a las menos turbulentas aguas del delta, cuando ya se adivinan, no demasiado lejos, las lagunas y brazos de la desembocadura. La última foto, la de la madurez conquistada, no es un punto de arribo, pero sí una pausa importante y serena: la niña monita de la foto, solitaria, sin dejar de ser el centro, ha llegado a una imagen en compañía: la boca obstinada se permite una sonrisa satisfecha, abraza y se deja abrazar y rodear por dos hombres de gafas redondas, amorosos, e incluso su mano de casada es capaz apoyarse en algo, en el muslo del hijo, no porque necesite ayuda de nadie, pero sí comprobar la consistencia firme del que ya ha crecido. Una mujer que sabe que no es menos, ni más, que ningún hombre, y que ya no necesita demostrárselo a nadie, porque es evidente.

No pretendo, por supuesto, resumir ni espoilear estas memorias. Lo que sí quiero señalar es que yo presencié, como espectador niño, cinco años menor que la adolescente protagonista, uno de los orígenes fundamentales de la vida de María Emma Mejía. Había en mi casa un gran entablado que estaba al frente de las vidrieras que daban al patio y que tenía la longitud de la sala y del comedor. En ese tablao doméstico María Emma intentaba enseñarle pasos de ballet a mi hermana Vicky. Y para enseñarle, la recta y delgada María Emma, primero, caminaba con un diccionario encima de la cabeza. Después la misma joven grácil y flexible, en zapatillas, hacía las fascinantes posiciones de un arte para nosotros desconocido, pero lleno de belleza y atractivo. Las manos y los brazos, las piernas, los pies, el cuello, el mentón, el rostro, la cintura: era necesario tener un dominio y control completo de todo el cuerpo, y moverlo con la mayor armonía posible, una armonía alcanzada por siglos de cultura. El misterio y el arte de la danza fueron la revelación que esa joven de doce o trece años introdujo brevemente en mi casa, y sus pasos, sus saltos, sus movimientos, sus caídas, nos decían más cosas que muchos libros.

Creo que la disciplina temprana del ballet, la fortaleza física que requiere, la aspiración a la belleza (casi siempre conseguida), la capacidad de superar el dolor y el esfuerzo disimulándolos tras una sonrisa configuran una parte fundamental de la personalidad de esa niña que nunca jugó con muñecas, que le creyó a su padre cuando le insistió en que nunca tuviera miedo, ni a la oscuridad ni a nada, y que fue capaz, con estas cualidades heredadas y cultivadas, de abrir caminos en Medellín, en el cine, en la diplomacia del país, en el feminismo firme y tranquilo, en la filantropía y en la educación. Son estos logros los que, de algún modo, le hacen honor al ídolo familiar, a la presencia ausente que, aunque nunca conocida, era el ejemplo que ella quería seguir, el del pionero que abrió la carretera al mar: don Gonzalo Mejía. Su nieta, María Emma Mejía, quiso honrarlo, y lo ha honrado, abriendo otros caminos. Los caminos abiertos que leemos en este hermoso y generoso acto de memoria compartida.

Héctor Abad Faciolince

Julio de 2021

LA MUERTE EN LAS MANOS

Puse sus manos entre las mías, mientras trataba de que no se me notaran las lágrimas, pues, aunque estaba inconsciente, tal vez podría presentir que la estaba despidiendo. Los médicos habían hecho lo posible para mantenerla con vida, pero al final tuvieron que aceptar que el impacto de la bala explosiva de alta velocidad le había fracturado la columna vertebral y le había perforado el riñón y el hígado. Diana Turbay fue tra

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