Diario 1911-1925

Andre Gide

Fragmento

Prólogo. El mandato de la felicidad

PRÓLOGO

El mandato de la felicidad

Contra la madurez

El 6 de enero de 1911, fecha con la que se abre este volumen de su Diario, André Gide acaba de cumplir cuarenta y un años. Se halla en el ecuador de su vida, por así decirlo. De puertas afuera es un ciudadano respetable, acomodado, bien relacionado, que ocupa un lugar destacado en los medios literarios que cultiva. De puertas adentro, sin embargo, en el ámbito al que pertenece el Diario, es un hombre en permanente estado de construcción; que al mirarse en el espejo contempla, consternado, cómo envejece; que nota cómo el tiempo se le escurre a toda prisa y constata lo lejos que su personalidad sigue quedando de estar «resuelta». «Pero ¿acaso ya cumplidos los cuarenta años aún se pueden tomar resoluciones?», se preguntará en enero de 1912. «Se vive según costumbres que tienen ya veinte años. ¿A los veinte años sabía yo lo que hacía? Cuando tomé la decisión de mirarlo todo, de no preferirme a mí a nada y de dar siempre la preferencia a lo que más distinto sea de mí mismo...»

Los años comprendidos en este volumen –los que van de 1911 a 1925– abarcan los de la madurez de Gide, o cuando menos los de la plenitud de su madurez. Pero es precisamente este concepto, el de «madurez», el que una personalidad como la de Gide pone en entredicho. De hecho, puede que éste sea el argumento íntimo de las páginas que siguen: no tanto la dificultad como la resistencia a madurar por parte de quien siente la madurez misma como una especie de claudicación.

Lo observó hace ya mucho Roger Shattuck en su admirable panorámica de la Belle Époque (La época de los banquetes, 1955). Si por un lado los románticos «reafirmaron la virtud y la felicidad de la infancia como algo inevitablemente asfixiado por la educación y la sociedad, las generaciones posteriores empezaron a advertir en qué estribaba el verdadero desafío: en una reevaluación de la propia idea de madurez».

«¿Cuál es el hombre completo?», se pregunta Shattuck. «Ha habido diversas respuestas, desde el partidario de la areté griega hasta el honnête homme del siglo XVII, pasando por el asceta cristiano y el cortesano renacentista. En todos ellos predominan las cualidades adultas de dominio de sí mismo sobre las del niño. Pero, después del romanticismo y mucho antes de Freud, surgió la disposición de ánimo a reexaminar con el candor de un niño nuestros valores más fundamentales: la belleza, la moralidad, la razón, el saber, la religión, el derecho. Con Rimbaud aparece un personaje nuevo: el “hombre-niño”, el adulto que se ha negado a abandonar el mundo de la infancia.»

Es en este marco en el que se despliega la personalidad de Gide, que ilustran ejemplarmente estas palabras, si bien lo hace sin el terco y provocador enquistamiento en la niñez que será la marca de un autor como Alfred Jarry (el creador de Ubú rey, apenas cuatro años más joven que Gide) y de las nacientes vanguardias, muy en particular de dadá.

Quienes lo conocieron de cerca coinciden en destacar los aspectos infantiles del carácter de Gide, de su característica avidez, de su propia actitud ante la vida. Y es bien conocida su genuina afición a los niños, que no cabe poner sólo a cuenta de su declarada pederastia. Pero no es propiamente la infancia, sino la juventud, más bien, el territorio en el que se juega para Gide la batalla con el mundo adulto y los imperativos de la madurez. Es en el anclaje de Gide a su propia juventud donde se encuentra el centro de gravedad de toda su existencia.

En la extensa y a menudo citada parrafada con la que concluye la entrada del Diario correspondiente al año 1921 se lee: «Creo que la verdad está en la juventud; creo que siempre ha tenido razón contra nosotros. Creo que, en vez de intentar educarla, nosotros, los mayores, tenemos que intentar aprender de ella […] Creo que lo que se suele llamar “experiencia” a menudo no es más que fatiga inconfesada, resignación, desencanto […] Muy pocos de mis contemporáneos se han mantenido fieles a su juventud. Casi todos han transigido […] De ahí esa acusación de indecisión, de incertidumbre, que algunos me echan en cara precisamente porque he creído que a quien es importante mantenerse fiel es a uno mismo».

En el caso de Gide, mantenerse fiel a sí mismo significa abandonarse a la propia multiplicidad. Él mismo observa con desaprobación los esfuerzos que hacen algunos jóvenes «para reducir las contradicciones que han sentido alzarse en ellos». Al contrario que ellos, Gide piensa que «tenemos que proteger en nosotros mismos todas las antinomias naturales y comprender que si vivimos es gracias a su irreductible oposición» (enero de 1925). Lejos de producirle «inquietud y sufrimiento», esa cohabitación de tendencias opuestas abona en él «una intensificación emocionante del sentimiento de existir, de vivir». «Yo nunca he sabido renunciar a nada», declara orgullosamente el 20 de enero de 1919. El precio a pagar, añade, es haber vivido como «un hombre escindido».

Entre Villa Montmorency y Cuverville

Nada ilustra mejor esta condición «escindida» de la personalidad de Gide que el doble escenario en que se desarrolla su vida privada. En 1911, hace ya seis años que el matrimonio Gide ha establecido su domicilio parisino en Villa Montmorency, en el barrio entonces periférico de Auteuil (XVIe arrondissement): un distinguido recinto residencial –hoy refugio de millonarios– al que se retiraron en su momento personalidades como Victor Hugo o Sarah Bernhardt. Allí, con los beneficios que le había supuesto la venta, en 1900, del castillo familiar de La Roque, Gide se hizo construir en 1904 un chalet modernista, situado en el número 18 bis de la avenue des Sycomores. Los planos fueron encomendados a Louis Bonnier, un renombrado arquitecto solicitado por la burguesía ilustrada de la época. Gide y Bonnier no se entenderían bien, y después de tres años de disputas terminaron rompiendo relaciones, por lo que Gide tuvo que ocuparse personalmente de los últimos arreglos de la casa. El suntuoso chalet, al que el matrimonio se trasladó oficialmente a finales de 1905, sería una fuente constante de problemas y disgustos para el escritor, que lo consideraba «poco menos que inhabitable». Gide se quejaba de su deficiente iluminación, del defectuoso sistema de calefacción, de la enrevesada distribución de los espacios, de tantos pasillos y escaleras que convertían la casa en un laberinto oscuro y gélido. El escritor Roger Martin du Gard, que en 1914 conoció a Gide, convirtiéndose en uno de sus más grandes amigos, describe así una visita que le hizo el mes de octubre de 1920 a Villa Montmorency:

Ha dejado la puerta entreabierta. Lo llamo. Su voz me responde desde muy lejos. Todas las puertas están abiertas […] me da la impresión de que, mientras me esperaba, vagaba, solo, por esa serie de habitaciones deshabitadas y sonoras, como el último superviviente de un navío abandonado. Extraña, fabulosa vivienda en la que

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