Rodolfo Aicardi. El idolo de siempre

Diego Alejandro Londoño Molina

Fragmento

La música de los colores

Nota familiar

Se abre la puerta del cuarto y se prende una luz. Mientras seguimos medio dormidos, entra y nos da un beso de despedida. “Chao, Rodo; chao, Quitos; chao, Giannito”. Siempre tranquilo, sereno, sin preocupación. El olor de la loción se nos pega en las mejillas. “Chao, mi Carota”, se escucha desde el otro cuarto. “Hasta luego, mija, yo estoy llamando”. Luego se escucha la puerta del apartamento que se cierra y todos, tranquilamente, volvemos a dormir, creyendo, tal vez, que era un sueño.

Y así empezaban los viajes, las presentaciones, los compromisos. Días y semanas sin orden y sin rutina. Una llamada de vez en cuando y una razón apenas llegábamos del colegio, en la que mamá nos decía que todo estaba bien y que él llegaba el domingo, “si Dios quiere”.

Y así se iba la vida. Un viaje tras otro, adonde fuera.

Luego la bocina del carro, o del taxi, o del bus. Un grito seco, potente: “¡Gianni, Mariela!”. ¡Dormidos, despiertos, como fuera! Una sensación que queda en la mente. Y después el tropel bajando las escalas. Los besos, los abrazos. Los bultos de frutas, el olor a carne fresca, a cebolla, a papa, o a ropa nueva o a juguetes. El olor. Y de nuevo, ese olor de la loción en las mejillas. Y un tono acelerado y gracioso, contando las historias que traía del viaje. Buenas historias, malas historias, pero siempre con una voz sorprendida, alterada, ansiosa. “¡Mija, imagínate la que me pasó!”.

Finalmente, un baño turco y a dormir, a descansar. Cortinas que parecen trapos, las dos almohadas de siempre y los ventiladores, que no pueden faltar. Ese cuarto oscuro, bien oscuro.

Después, no hay más música. “Muchachos, silencio, que estoy cansado. Pongan eso pasito”. Mamá baja el volumen del radiecito. Aún hoy sigue con el mismo volumen, ese que apenas hace notar que hay música.

Y es que, después de tanta música, solo hay ganas de silencio. Ese silencio de las montañas de San Carlos y del amado mar del golfo de Morrosquillo. Esa música de pájaros, de olas, de viento. “Muchachos, ¿ya comieron fruta?”… “¡No se paran de ahí hasta que no se coman el mango!”… “Mija, ¿cuándo será que me vuelvo a comer ese mango de chupa de San Zenón?”.

Y es que allá, en San Zenón, tampoco había música. La música era el río Magdalena y su paso majestuoso, lento y eterno. Las casas viejas, las calles viejas y una música vieja, que no sonaba sino que se veía.

Tiempos sin “picós”, sin computadores, celulares, ni televisión.

“Muchachos, por acá pasaban de noche los barcos de vapor, y nos quedábamos mirando esas luces y escuchando esas orquestas que tocaban esos viejos foxes, mientras jugábamos fútbol con una bola de trapo con candela”.

Y es que esa música no sonaba.

En la casa, la música siempre fue la música de los colores, de los sabores, de los olores. “Mija, ¡pruebe ese pescado, para que vea!”… “Muchachos, ¡no me vayan a despreciar esa comida!”… “¡Eh, qué guanábanas tan ricas, hombre!”.

De esos viajes siempre traía música, música de todas las regiones y de todos los países.

Montañas de casetes, de manuscritos, de cartas de compositores. Miles de canciones que sonaban y no sonaban. Imágenes, sabores, texturas y olores de tantas partes de Colombia y el mundo, que resultaba imposible escucharlas todas.

Y esas canciones se veían como esos barcos de vapor del río Magdalena, con sus luces y sus orquestas. Imágenes y sonidos viejos de un mundo de ensoñación y de nostalgia que cobra vida al cantar. “Y es que me da pena empezar a ser viejo, y pensar que la muerte muy pronto me ha de llegar”. Esas lágrimas corren como ese río Magdalena de San Zenón, y aún esperamos a que vuelvas del último viaje, para poder escuchar un último grito seco, potente. Salir corriendo a abrazarte y besarte para siempre.

Un rodolfista más

Nota del autor

Era inevitable no bailar. A mis escasos cuatro años, cuando sonaba esa cadencia sin igual de la música de Rodolfo, ya me apoyaba encima de los pies de Fina y seguía sus pasos al compás. Josefina Uribe, la extraordinaria cantante de tango, la bailarina de congas y bongós que alzaba los pulgares como saludando a la distancia a quien disfrutó viéndola bailar. Una abuela alcahueta, una consejera y maestra musical que hoy hace falta. Ella fue la encargada de presentarme la vida en armonías, en tango, en bolero, en salsa, en la infaltable música tropical y el chucuchucu callejero.

“¿Podemos hacer parranda hoy?”, decía yo entusiasmado, cuando los vecinos de arriba me abrían la puerta. Aunque la propuesta viniera de un niño de apenas siete años, de ojos brillantes y saltones, los adultos me hacían caso. Sacaban los muebles a la calle y un equipo de sonido de inmensos bafles. Ponían a calentar el sartén para freír trozos de chicharrón, mientras sonaba el güiro y el bajo inconfundible de esa música dorada, de esa música que acompañaba como un rompecabezas perfecto y colorido esa voz enamoradora y parrandera de Marco Tulio Aicardi Rivera, el niño que partió completamente solo desde Magangué, Bolívar, para hacer camino desde el azar, para jugarse a suerte la vida con su voz y crear aquel nuevo, inolvidable y heroico nombre: Rodolfo Aicardi.

Esa voz se ha convertido, con el pasar de los años, no solo en recuerdos nostálgicos, alegres e inolvidables, sino en la realidad de vida de muchos, en la voz de los niños y los jóvenes, de los abuelos, de familias enteras y, también, de los más solos. Un refugio de alegría momentánea, con la compañía que se esfuma cuando acaba una canción.

Este corto relato al lado de mi abuela en la niñez fue quizá uno de mis primeros acercamientos a esa voz, a esa cadencia picarona y festiva, a una historia que en esta oportunidad les quiero contar, pero que, con seguridad, cada uno de ustedes tiene en la cabeza, en los recuerdos, en el corazón y, sin lugar a dudas, en la forma de bailar. La historia personal y musical de Rodolfo Aicardi tiene tantos matices como notas musicales; alegrías, fama, caídas, triunfos, aplausos, enfermedad, humildad, pobreza, familia, pérdidas y todas las situaciones que hacen de la vida un trasegar difícil pero hermoso.

Las canciones de este músico colombiano son la banda sonora para un viejo cansado con un costal al hom

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