Desde el fondo del mar

María Carolina Hoyos Turbay

Fragmento

Me encontraba almorzando en un restaurante cuando escuché la noticia en la televisión. Aunque la información era confusa, los medios decían que habían rescatado a Diana Turbay y que estaba herida.

Salí corriendo para el aeropuerto y tomé el primer vuelo a Medellín. Aún hoy, tantos años después, tengo recuerdos pavorosos de esa carretera de Las Palmas, a donde bajaba en un taxi acompañada de Piedad Holguín Sardi, la esposa de mi papá. El conductor, como muchos en Colombia, escuchaba las noticias de la liberación de mi mamá. Pedían sangre con urgencia, decían que estaba grave, y yo temía lo peor.

Acababa de cumplir 18 años, y desde que secuestraron a mi mamá tenía mi vida en pausa. Todo lo posponía: las celebraciones, las decisiones, el estudio, esperando que ella volviera. Cuando entré al hospital y supe que había muerto, mi vida, como la conocía, dejó de existir.

Pensé que no iba a ser posible superar un dolor tan grande, pero es ahí, en esos momentos de enorme pérdida, donde comprendemos quiénes somos.

Creo que a lo largo de mi vida, como cualquier otra persona, he sufrido y he reído. He perdido seres queridos y he visto nacer a otros. Y siempre, en todas las situaciones, trato de aprender. Así duela infinitamente, así me equivoque en el proceso —porque no todas las decisiones que he tomado han sido acertadas—, así a veces me sienta sola en el camino. No tengo mi vida resuelta, pero lo que sí resolví fue no quedarme detenida en el dolor o en la pena, sino sacar una enseñanza de cada cosa que ocurre en la vida y seguir adelante. Cuando comencé a bucear, aprendí que, en todo, el buceo es como la vida. Para empezar, es el único deporte que no se puede practicar de manera individual. Uno pensaría que el fútbol tampoco, pero en el fútbol se ven individualidades, mientras que en el buceo no. Bajo el agua es cuando en realidad se aprende a jugar en equipo para sobrevivir. A ayudarse, a acompañarse. Como la vida. Si uno no tiene con quién celebrar sus triunfos, ¿valen la pena? Si uno no tiene con quién llorar sus tristezas, ¿es capaz de superarlas? El apoyo, la ayuda, el amor, son la base de todo. Crear equipo, evitar el individualismo, trabajar por un bien común.

Y además el buceo te da pequeñas lecciones cotidianas para resolver los problemas. Parece increíble, pero si uno identifica diferentes señales del buceo, y aprende su significado, puede aplicarlas a la vida, y eso es lo que yo hago, y hasta ahora han tenido una eficiencia sorprendente.

Una de las primeras lecciones que aprendí en el buceo fue la de respirar. Afuera, en la superficie, no somos conscientes del acto cotidiano de respirar. Lo damos por sentado, nos parece algo normal. Pero abajo no solo se escucha la respiración, sino que un buzo debe saber cuándo soltar aire para volver a aspirar. Dejar ir una cosa para agarrar otra nueva. Así es la vida, como el buceo. Hay que aprender a soltar, hay que empezar a dar y ser consciente de que solo entregando se puede recibir.

Pero como en la vida, en el buceo también hay dificultades que es necesario resolver. Una de las señales más importantes que se aprenden al bucear es “bajo de aire”. La falta de oxígeno puede hacer que el buzo entre en pánico y quiera subir a la superficie enseguida, pero al no hacer la descompresión correctamente, puede morir. Por eso, un buzo que está bajo de aire debe buscar una opción, calmarse, crear un plan de navegación que le permita salir del agua.

Al igual que el buceo, la vida tiene estas situaciones. A veces uno siente que se ahoga, que no puede respirar. Y es ahí donde uno necesita buscar opciones, trazar un plan de vida. Así me ocurrió a mí. Ese plan de vida, ese camino, lo comencé a recorrer —aún sin saberlo— el 25 de enero de 1991, cuando asesinaron a mi mamá.

Entré a ver su cuerpo cuando todavía estaba en la sala donde habían tratado de salvarle la vida. Lo primero que miré fueron sus pies. Estaban lacerados, llenos de cortadas, producto de su huida por el monte. Me impactó mucho verlos porque era en lo que más nos parecíamos, en los pies. Y los de ella mostraban todo el sufrimiento que había tenido durante los meses de cautiverio.

Mi mamá era una mujer hermosa, pero en su pelo largo y descuidado y en su rostro se veía cómo la transformaron los meses de cautiverio y todo el dolor que sintió.

Fue tanta mi tristeza que, frente a su cuerpo sin vida, hice la promesa de no volver a sonreír. Por fortuna no la cumplí, pero pasó mucho tiempo antes de que tuviera el valor de romper aquel juramento que emití cuando vi sus pies, cuando vi su cara irreconocible, cuando me di cuenta de lo sola que me había quedado.

Lo primero que hice fue preguntarme: ¿Por qué yo? Pero en retrospectiva puedo ver que la vida me preparó para ese momento, y ahora me doy cuenta también de que de ahí se derivan las grandes lecciones que me han permitido seguir adelante y ser una persona exitosa a pesar de las adversidades.

Mi infancia fue bastante particular. Al mes de nacida, mis papás me llevaron una tarde donde mis abuelos maternos. Bogotá era en ese entonces una ciudad distinta. Llovía más, hacía más frío. Ese día en particular, según me cuentan, estaba lloviendo, y mi abuela Nydia —que en ese entonces era muy joven, de unos cuarenta años— le dijo a mi mamá que me dejaran en su casa, que no convenía sacar a un bebé a la calle con semejante clima. Mis papás entonces se devolvieron a su apartamento y yo me quedé en manos de mi abuela durante varios días. Ahí comenzó una relación que aún hoy es una piedra angular de mi vida.

Cuando mis padres se separaron, yo tenía dos años y un universo enorme de abuelos y tíos, y desde muy pequeña viajaba a uno y otro lado para estar con ellos.

Desde que estaba en el jardín infantil sabía que mi vida era distinta a la de los otros niños. Yo era la única que andaba tan custodiada y era la que tenía un entorno familiar más diverso.

A los seis años, cuando mi abuelo Julio César Turbay fue elegido presidente de la República, me mudé al Palacio de San Carlos con mi abuela, que creyó que era una solución práctica para que estuviera cerca de ellos, cuidada y protegida.

Apenas pisamos la residencia, mi abuela dijo unas palabras que jamás olvidé: “Todo esto que está aquí no es tuyo. Pertenece a los colombianos y nosotros simplemente vamos a cuidarlo”.

Fue tan impactante que esa primera Navidad le escribí una carta al Niño Dios en la que le pedía de regalo una casa chiquita, donde pudiera vivir sola con mi mamá, y sobre todo, donde todo fuera mío.

Cualquiera podría pensar que estos años fueron maravillosos. Una niña en un palacio es como una historia de cuento de hadas, pero lo cierto es que, si bien fue una experiencia formadora, no siempre resultó afortunada.

Tenía más lugares que cualquier niño para jugar a las escondidas, pero nadie me buscaba. Me compraron la bicicleta más hermosa que he visto en mi vida, pero no podía salir a la calle para montar en ella. Podía hacer un viaje en helicóptero, pero nunca me dejaron ir a casa de una ami

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