{

María Cano. La virgen roja

Beatriz Helena Robledo

Fragmento

Agradecimientos

Varias personas aportaron su trabajo, su conocimiento y su paciencia para hacer posible esta biografía. A ellas quiero agradecer: a Olga Lucía Pérez —La Pájara—, quien me acompañó en los inicios en el proceso de investigación en Medellín y con quien compartí los primeros relatos sobre María; a Zully Pardo, quien hizo una laboriosa búsqueda en las bibliotecas de Bogotá, y con juicio me entregó organizados los archivos de prensa.

A Diana Uribe, por ponerme en contacto con Tila Uribe, y a Tila, hija de uno de los protagonistas de esta historia, testigo presencial y quien compartió conmigo anécdotas y opiniones, y cuyo libro Los años escondidos fue buena parte de mi guía; a Camila Loboguerrero, realizadora de la película que existe sobre María Cano, y quien con generosidad me contó mucho de lo que sabía sobre su vida y me entregó incluso recortes de prensa. A Irene Vasco, quien me prestó parte de su biblioteca sobre la historia antioqueña. A Andrés González, por los libros de historia, que me fueron muy útiles; al personal del área de investigadores de la Biblioteca Luis Ángel Arango, por su colaboración; a Patricia Londoño, por sus acertadas orientaciones bibliográficas. A Ana Roda, por su lectura juiciosa y acertada. A Camilo Páez, por contarme sobre el archivo de Ignacio Torres en la Universidad del Valle, y a Alfonso Rubio Hernández, quien generosamente me facilitó su exploración. A Juan Carlos Celis, quien en una corta entrevista me permitió vislumbrar otra faceta de la personalidad de Ignacio Torres. A quienes escribieron antes sobre María, cuyas obras fueron base y ruta a seguir. A Gabriel Iriarte por su paciencia. A Juan Camilo González, quien acompañó el libro en su ruta final, y, por supuesto, a Helena Gómez, por presentarme a María y por confiar en mí.

Me he dado algunas licencias poéticas para poder recrear el ambiente y la época en la que vivió María. También, para darle fuerza a su personalidad. Y aunque he usado todas las fuentes históricas con responsabilidad, no escribo como historiadora sino como literata. Me interesan los pequeños detalles, las atmósferas, las miradas y los sentimientos y pensamientos de sus protagonistas.

“A mi juicio, la tragedia social y cultural de la mujer fue no haber sido interlocutora de Dios. […] Los representantes de Jehová son siempre hombres, como Jeremías o Elías. Como ejemplo de esta exclusión puede apuntarse que, mientras Dios y Abraham establecen la Sagrada Alianza que gana en purificación a través de la circuncisión, Sara no participa, no es escuchada. Dios no consulta a Sara, mujer de Abraham, sino que la excluye rigurosamente del diálogo, de esta decisión”.

Nélida Piñón

“Si no tengo la memoria canónica, la memoria oficial que viene de documentos, papeles, de los registros aprobados por la sociedad, yo tengo que inventar porque no puedo convivir con el vacío”.

Nélida Piñón

I

María de los Ángeles no quería irse. La casa era su mundo. Qué iba a hacer donde María Isabel, su hermana mayor, y su esposo Benjamín Tejada, quien por esos días ejercía como inspector de Instrucción Pública en Antioquia. Le haría compañía a Luis, su sobrino, a quien tanto adoraba, le insistían. Alfonso, su hermano mayor, y Teresita Echandía, la esposa, también se ofrecieron a recibirla. Era el derecho de las cosas, le argumentaban. A los veintitrés años todavía estaba en edad de conseguir un buen hombre, un marido que la protegiera y la cuidara.

No había pasado un mes desde la muerte de sus padres. Rodolfo se fue primero, y al poco tiempo, Amelia. Habían sido tan unidos en vida que quisieron irse juntos al más allá. Quedaron las tres hermanas solteras solas en la casa.

Carmen Luisa —la tía Mavisa—, callada y sensata, tenía ya treinta y tres años y estaba acostumbrada a trabajar. Había estudiado pintura con su pariente, el maestro Francisco Antonio Cano, y fotografía con su primo, Melitón Rodríguez. Era muy buena retocando fotografías. Se dedicaría de lleno al oficio, y Melitón le daría trabajo en su taller.

María Antonia —la Rurra—, misteriosa y sabia, de quien decían que recitaba el Padrenuestro con una gracia admirable, tenía treinta años y no iba a dejar sus palomas queridas, con quienes tenía una estrecha comunicación, y, además, quería seguir profundizando en el espiritismo, como médium, pues, de todas, era la que más había asimilado las enseñanzas de su padre y la que estaba dotada de ese misterioso don. Había aprendido de él todo el conocimiento que tenía sobre los espíritus y sabía con certeza que los muertos conviven con los vivos, en un plano que ella lograba percibir cada vez más.

María de los Ángeles se negó rotundamente. Les pidió a sus hermanas que no la dejaran ir. Ayudaría en los oficios de la casa y cuidaría el jardín de su madre. ¿Quién iba a velar por las flores de mamá? Aunque sus hermanas sabían que poco haría María en las tareas domésticas, pues siempre estaba ocupada leyendo y escribiendo, la tranquilizaron y la acogieron. María era la niña consentida por su extrema sensibilidad.

Recorrió la casa con ojos nuevos. Los ojos de la ausencia de sus seres más queridos. Ya no escucharía más la dulce voz de su padre explicándole las enseñanzas profundas de sus maestros. Recordó las lecturas en voz alta que hacían, junto con su madre y sus hermanas, en el salón de la biblioteca. El libro que más le gustaba era El libro de la Naturaleza de Ralph Waldo Emerson. Después de escucharlo de labios de su padre, lo convirtió en su libro de cabecera. Emerson le reveló el valor de la soledad en contacto con la naturaleza. “Si el hombre ha de estar solo, que mire las estrellas”. Sí, al mirar al cielo, se sentía la presencia de la divinidad, la presencia de lo sublime. Gracias al Maestro —como le decía su madre a Emerson, pues era su principal seguidora—, pudo comprender y compartir con ella el cuidado del jardín de una manera distinta. La divinidad se manifestaba en cada hoja, en cada pétalo, en el canto de los pájaros, en la corteza rugosa y milenaria del samán, en el perfume intenso de los azahares. Sí, era cierto que había una oculta relación entre el hombre y las plantas. Ella lo había sentido cada vez que recorría el jardín o cuando hacían caminatas al cerro de El Salvador o iban a pasear a los bosques de Santa Helena. Se sentía protegida y libre. Entre el balanceo de las ramas de los árboles más altos y delgados que movían sus hojas como abanicos, y entre ese claroscuro que se formaba con los rayos del sol atravesando la espesura, se sentía libre de cualquier preocupación, de cualquier temor.

¡Luz y sombra! El contraste perfecto de la belleza, la materia prima de los pintores. Cómo admiraba el talento de su pariente Francisco Antonio, con quien tenía largas conversaciones acerca de esa misteriosa necesidad que tiene el hombre de buscar la belleza. Ella luchaba con las palabras. La poesía hacía parte de esa magia de la creación divina. En esos momentos en que se paraba en medio de la naturaleza, comprendía de verdad las enseñanzas de sus padres, que eran a la vez las de los maestros. El hombre no está solo, hace parte de la naturaleza. Sí, la naturaleza sirve a la necesidad que tiene el hombre noble: la belleza. No en vano, los antiguos griegos llamaban al mundo Kosmos, belleza.

La poesía la hacía entrar en un estado de ensoñación, desde muy pequeña. María recuerda lo que sentía en su infancia cuando le leían a los grandes poetas, y le otorgaba a José Asunción Silva un lugar privilegiado en su recuerdo:

Fue José A. Silva quien despertóme a la belleza. Oía yo a un amigo de mis hermanas recitar su poesía dolorida. Era todavía muy joven para recibir visitas y estábame quietecita en la sombra de la alcoba vecina, escuchando ávida. Y amé a este poeta torturado siempre por una bella forma que él veía huir en su ansia. Sus versos fueron mi exquisito jardín: después Becquer, Heine, Amado Nervo. Así en esa edad en que la niña se esfuma1.

María se escondía en la penumbra del salón, sumida en la ensoñación, imaginando palacios de cristal, flores exóticas, nubes plateadas, imágenes prestadas de la poesía modernista que escuchaba. Su madre se desesperaba y le pedía que no perdiera el tiempo, que hiciera algo útil. Pero María no le hacía caso. Ella vivía en su interior una vida intensa, que los mayores confundían con pasividad. Callaba y se limitaba a sonreír.

María no había nacido en esta casa sino en la plazuela de Veracruz, al frente de la casa en que más de un siglo atrás nació el prócer Atanasio Girardot. Años más tarde, en una nota autobiográfica evocaría este recuerdo, convencida de que el espíritu del prócer había tocado su alma:

Mi primer recuerdo: Tenía seis años cuando alguien dijo delante de mí, que yo había nacido en la plazuela de la Vera-Cruz, frente a la casa en que nació Atanasio Girardot. Levanté la cabeza con el altivo ademán y en mis ojos fulguró extraña luz, ¿por qué? ¿Acaso mi subconsciente sabía de la irradiación de esa vida y lo que el cerebro incomprensivo no sabía percibir, el alma encendida en llama de noble orgullo? ¿Acaso de esa grandiosa vida podría recibir el hermoso anhelo de darse?

María estaba convencida de que las emociones rozaban las cosas inanimadas y dejaban en ellas huellas invisibles. Esta convicción la hacía percibir el mundo inanimado como algo mágico. El yo se trascendía en los objetos que lo rodeaban, dejando su propio sello. Creía en la permanencia de la energía de los seres humanos, la cual se quedaba impregnada en los lugares y las cosas que les eran más familiares. Con esta certeza, María se preguntaba si su alma no habría recogido la esencia, la vibración de la vida de Girardot.

“[…] Plasmóse mi cerebro, bajo la caricia de una huella invisible?”2.

María creía comprender el lenguaje de los espíritus. Había crecido con un mundo interior muy rico, poblado de seres encantados, un mundo protegido por el amor de sus padres y de sus hermanos. Su padre y su madre habían sido sus pilares y habían tejido a su alrededor una vida llena de conversaciones, música, imágenes, intercambio de ideas.

La decisión estaba tomada. Las tres hermanas solteras se quedarían en la casa del barrio Oriente, al frente de la iglesia San Francisco. La convicción de que sus padres continuaban presentes les dio fuerzas para enfrentar a la sociedad tan conservadora en la que vivían. ¿Qué hacían tres mujeres solas en el Medellín de 1910? Bueno, era de esperarse —comentaban las lenguas chismosas y maledicentes—, con semejante papá, que se dedicaba al espiritismo, ¡hasta pacto con el Diablo debía tener!

Rodolfo Cano había sido un pedagogo de carrera y principios. Estudió Docencia en la Escuela Normal de Varones de Antioquia y luego fue director de esta y otras escuelas normales durante la apertura liberal, entre 1877 y 1885. Esta fue una época dorada no sólo para don Rodolfo sino para los maestros y periodistas de la familia, que luego sufrieron varios reveses y restricciones durante la Regeneración conservadora de fin de siglo.

La Constitución de 1886, promovida por los conservadores, le devolvió a la Iglesia católica su poder sobre la educación tanto pública como privada. Le otorgó el derecho de censurar los libros y regular las lecturas de sus fieles. El país se declaró católico, apostólico y romano. Y aunque el sufragio universal se alcanzó en el país muchos años más tarde, en 1958, la Constitución del 86 limitó los derechos individuales de tal manera, que sólo podían votar los propietarios de grandes extensiones de tierra, la gente con dinero y las personas que supieran leer y escribir. Esto era grave en un país con un alto índice de analfabetismo; los votantes debían escoger a los electores, uno por cada mil habitantes, quienes a su vez designaban al presidente y al vicepresidente de la República para un período de seis años.

María, que había nacido el 12 de agosto de 1887, presenció de niña los afanes y preocupaciones de su padre por las persecuciones y represiones que cayeron sobre su familia, y fue víctima directa de este horror: con el inicio de la Regeneración y el cambio en las políticas educativas, su padre fue destituido por liberal y por espiritista, y tuvo que montar su propio colegio en casa, donde impartió sus lecciones de humanista y librepensador a sus hijos y a otros niños de la familia.

El primo de su papá, Fidel Cano, también había sido víctima de las persecuciones del régimen conservador. Se habían criado juntos en Anorí, cuando sus familias se trasladaron a esta tierra en busca de mejores condiciones de vida, en la época del auge de las minas de oro. Rodolfo era ocho años mayor que Fidel, y con su profunda vocación pedagógica, lo instruyó en las ideas liberales a través de las lecturas de los autores franceses más radicales. El periódico El Espectador, fundado por Fidel en 1887, fue cerrado varias veces por el Gobierno. En una ocasión, le aplicaron la ley 61 de 1888, conocida como “Ley de los caballos”, a raíz de una matanza de caballos que se atribuyó a los liberales. La ley decía que el poder ejecutivo podía castigar y reprimir supuestos delitos contra el Estado sin más norma y sujeción que la de su propia voluntad.

Fidel Cano, en editorial del 4 de julio de 1888, escribió:

Tal es la ley 61; un acto inconstitucional que autoriza al Presidente de la República para privar a los vencidos de todo derecho y de toda garantía, en nombre de unos cuantos caballos muertos violentamente, cuyo trágico fin se atribuye de la manera más injusta al partido liberal […] Hay quienes hablan de la ley 61 con grandísima sorpresa: los tales son cándidos de marca o extranjeros en su propia tierra. La ley 61 es genuinamente regeneradora, y la Regeneración está en Colombia hace ya diez años. Ese injusto y grave ultraje lanzado contra todo el partido liberal, a quien se trata oficialmente de mata caballos, es regenerador de cabo a rabo; el lenguaje es la comunidad, así como el estilo es el hombre3.

María recordaba la anécdota que su padre contaba sobre el obispo de Medellín, Bernardo Herrera Restrepo, quien había declarado pecado mortal la lectura de las hojas impresas de El Espectador. En algunas parroquias se ordenó la quema de ejemplares y se efectuó una suerte de persecución a todo lo que oliera a dicho periódico. Cano se sintió provocado e indignado y escribió un editorial titulado “Impenitencia”:

La censura del señor Herrera, como pena eclesiástica, no toca con nosotros porque no pertenecemos a la grey que el señor Obispo apacienta; y como sanción social, no nos hiere tampoco, porque aunque es verdad que su santidad nos llama calumniadores y declara pecado mortal cualquier contacto con nuestra hoja, no acompaña pruebas de lo uno ni fundar podría en razones de moralidad lo otro4.

Fueron años muy duros para la familia y los amigos, y para todos aquellos que se atrevieran a pensar diferente. Los masones fueron perseguidos y tratados como al mismo demonio encarnado. Muchos fueron excomulgados, entre ellos Melitón Rodríguez Roldán, el viejo, el marmolero, padre del otro Melitón, el fotógrafo, por hacer sesiones de espiritismo en su taller y cultivar el estudio de las ciencias ocultas y de la sabiduría. Contaban en la familia que Melitón publicó un aviso diciendo que tenía mármol pero no trabajo, porque los fieles católicos debían abstenerse de emplear a un excomulgado.

Y es que para muchos católicos, el espiritismo era cosa del Diablo. Desde hacía años circulaban folletos que explicaban la tesis de Roma, en especial uno que algún viajero trajo desde España y que los católicos más fanáticos reprodujeron, del presbítero Félix Sardá. Este afirmaba que Dios no puede responder a la llamada de toda esa gente tan diversa que invoca a los espíritus. Por lo tanto, quien aparece en las sesiones espiritistas es el Diablo.

Para los contertulios del taller de Melitón, los argumentos de Sardá eran bastante descabellados: decía que la prueba de que era el Diablo el gestor de todo esto era que el espiritismo tenía mayor difusión en los pueblos incrédulos como Estados Unidos y Francia. Explicaba además que en Alemania los espíritus eran protestantes; en Francia, frívolos y volterianos, y en Sevilla, uno de ellos dado a la poesía se desahogaba en odas a la divinidad; otro, de Jeréz de la Frontera, debía ser de ideas muy republicanas porque no hablaba sino de la tiranía del capitalista sobre el jornalero5.

Fue tan fuerte la campaña de los curas contra la masonería, que hasta se inventaron una oración a María Auxiliadora que decía “Líbrame de los masones”. Y muchos, sin saber siquiera qué era eso de la masonería ni qué era un masón, la repetían como borregos, dándose bendiciones, convencidos de estar viendo al Diablo en persona.

Sin embargo, en la casa de los Cano-Márquez se mantuvo la libertad de pensamiento. Se conversaba sobre temas filosóficos, se deliberaba sobre políticas y se hacían animadas tertulias literarias. María creció en ese ambiente de estímulo espiritual e intelectual, pero desde niña supo que afuera había un mundo muy diferente: cerrado, intolerante, fanático, represivo y, sobre todo, injusto.

Por eso no quería dejar la casa. Allí se sentía protegida, tanto por sus hermanas como por el espíritu de sus padres, que habían hecho de la casa un refugio, una fortaleza, su mundo. Así lo dejó registrado en una nota autobiográfica:

De mi padre aprendí la noble entereza, la persistencia en la línea recta, que el paso firme sigue los ojos de un horizonte cuyo albor percibe. Los libros con que quiso aquilatar mi espíritu y enriquecer mi cerebro fueron las serenas almas de iluminados: Emerson, Kempis y Smiles. Mi madre, exquisitamente sensible, arpa de vibraciones sutiles, recogía las más leves armonías de belleza. Entendía la voz del viento y la rumorosa del arroyo que borda las sendas del huerto. Cuántas veces la sorprendí diciendo a las flores tiernas palabras. Su alma fue sonrisa suave; en la mía beso, llama que ilumina con extrañas claridades la arcilla de mi vaso6.

Ahora, a los veintitrés años, estaba convencida de que su orfandad no era tragedia. Extrañaba las conversaciones con su padre, sus consejos y su afecto cálido pero también sabía que él le había dejado la ciencia, la prudencia y la bondad. Pensó que en el más allá conservaría estas cualidades, lo que lo hacía un espíritu superior. Y por ser superior, la acompañaría a todas partes, pues ella sabía que sólo los espíritus superiores tenían la cualidad de ver el conjunto y no tenían necesidad de trasladarse de un lugar a otro, como las personas, sino que tenían el don de la ubicuidad.

Y su madre, espíritu bondadoso y prudente, la acompañaría en el cuidado del jardín, pues en vida había sido una mujer sensible y compasiva frente al sufrimiento de los demás.

SU PRIMO, TOMÁS URIBE MÁRQUEZ

Otro personaje de su vida fue Tomás Uribe Márquez, hijo de su tía Tila Márquez y de Luis Uribe Latorre, primo hermano de Rafael Uribe Uribe. María era muy cercana a Tomás y lo lloró cuando él, el primo animoso y rebelde, tuvo que irse a escondidas a Europa, después de haber sido excomulgado con apenas once años. María lo quería y lo admiraba porque se atrevió a desafiar la autoridad a través de hojas que firmaba y fijaba en las paredes del colegio y en las esquinas del barrio, denunciando las normas injustas y los castigos férreos a los que los alumnos eran sometidos. Lo tacharon de anticlerical, de rojo, y lo que fue peor, el Obispo de Medellín lo excomulgó públicamente en 1901. La excomunión puso a la familia Uribe Márquez en una situación difícil, pues mucha gente empezó a rechazarlos, al extremo de negarse a venderle víveres a su mamá, la tía Tila.

Luis no quiso exponer a su esposa a las burlas y envió a Tomás a pelear a la guerra civil bajo el cuidado de su primo, el general Uribe Uribe. Nunca se imaginaron que esta sería una guerra de mil días y la más sangrienta de las tantas que había tenido el país. Para Tila fue duro llegar al filo de la montaña y darle el último beso a su hijo antes de que partiera con un campesino que había venido por él para llevarlo a las filas del General.

María nunca le contó a su tía, por respeto, que Tomás, al despedirse de ella y sus hermanas, había jurado: “Aquí volveré pero a echarle mierda a la caverna”.

Tomás estuvo un año en la guerra al lado del general Uribe Uribe como estafeta y muchacho de su confianza, aprendiendo de él, que fue un maestro de la estrategia militar y un valiente como ninguno. María siguió de cerca las noticias de la guerra, pues parte de su corazón estaba en las montañas con su primo, de quien apenas sabía noticias. Pasaba muchas veces la noche en vela imaginándose cómo sería estar en un campo de batalla, sin ser un soldado entrenado y siendo apenas un adolescente, o pasando hambre y frío, como narraban las crónicas en los periódicos. Al fin y al cabo, el Ejército liberal no era más que un puñado de revolucionarios que peleaban contra el Ejército oficial, que contaba con más recursos: mejores armas, caballos briosos, uniformes y comida. La tranquilizaba saber que Tomás estaba bajo el mando y cuidado del general Uribe Uribe, pues sus hazañas eran comentadas en voz baja por los liberales y por los amigos y parientes que discutían con su padre en la sala de la casa. Se decía que en San Andrés, población liberal que acogió al ejército del General, este le ordenó a la tropa que se acuartelara para impedir que desertaran llevándose las armas. Pero muchos no le obedecieron y se fueron a buscar refugio en las tiendas. Decían que el General había repetido la orden, y, como no le obedecían, había desenfundado el machete y empezado a repartir cintarazos. De inmediato, algunos de los hombres reaccionaron y le apuntaron al pecho. Cuentan que Uribe Uribe los miró fijamente a los ojos, y parece que de alguna manera los dominó y al menos los detuvo el tiempo suficiente para que sus ayudantes les arrebataran las armas.

María quería entender las razones de una guerra que cada vez se hacía más sangrienta y se llevaba por delante niños, hombres y mujeres. Decían que eran muchos los niños que estaban en el campo de batalla. Bueno, como Tomás, que no pasaba de los doce años. No era fácil enterarse de las noticias desde Medellín, fortín conservador y además alejado del escenario principal de la guerra. Esta se había concentrado en Cundinamarca, Boyacá y Santander, pero todos los días se reclutaban voluntarios en todas partes para apoyar a los ejércitos liberales. Desde muy joven, María había aprendido el valor de la lucha por defender la libertad; había comprendido que esa guerra, que se había llevado a Tomás y que todos los días cobraba más voluntarios, no era otra cosa que la explosión de tantos atropellos: excomuniones, persecuciones, periódicos cerrados, maestros y educadores destituidos, sermones que incitaban a la violencia desde los púlpitos, encarcelamientos y torturas.

A su regreso, Tomás se refugió en casa de los Cano. Don Rodolfo lo acogió como alumno y le abrió las puertas de su biblioteca. Entre las anécdotas sobre la guerra y sus lecturas, María estrechó la amistad con su primo y completó su educación literaria al calor del diálogo y la discusión.

El regreso de Tomás fue para ella la oportunidad de estudiar los clásicos de la literatura. Con él discutía y analizaba episodios del Quijote y de la Divina Comedia; leyeron a Dostoievski y a Tolstoi, la vida de san Francisco de Asís, las enseñanzas de san Agustín y la filosofía de los trascendentalitas e iluministas.

Al año siguiente, Tomás partió para Europa, donde se formó como ingeni

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos