El golpe posmoderno

Daniel Gascón

Fragmento

cap-1

INTRODUCCIÓN

Un golpe posmoderno

La deriva ilegal del independentismo catalán ha sido el mayor desafío que ha tenido que afrontar la democracia española contemporánea. Es un fenómeno complejo, emparentado con casos como el Brexit, que se desarrolla en un contexto de repliegue identitario y de rechazo al establishment. Combina muchos elementos e inspira visiones polarizadas e inevitablemente simplificadoras.

Como escribió Miguel Aguilar en la revista Letras Libres, existía un malentendido en la cuestión catalana:[1] consistía en la confusión entre dos problemas diferentes. Por un lado, estaba el asunto de la financiación y el encaje de Cataluña en España. Por otro, la aventura ilegal en la que se metió el Gobierno catalán. Esa aventura ilegal y sus consecuencias son el tema de este libro.

Ya hemos podido ver algunos efectos de la deriva anticonstitucional: la quiebra de la convivencia, las pérdidas económicas, la tensión política y social, un grave desgaste de las instituciones autonómicas y estatales. Todavía no podemos calcular con precisión la gravedad de los hechos, ni sabemos lo fácil —o posible— que será recomponer lo que se ha roto, apagar las pasiones que se han alzado o gestionar la frustración de muchas personas que creyeron honestamente en las bondades de una mercancía averiada, pero parece claro que el episodio ha sido muy negativo para Cataluña y para España.

En este descalabro se han cometido muchos errores, a lo largo de mucho tiempo. Quizá el Gobierno español ha hecho demasiado poco y demasiado tarde, tras desdeñar el problema durante años. Posiblemente José Luis Rodríguez Zapatero sobreestimó, como sucedió en otras ocasiones, la capacidad de las buenas intenciones para arreglar problemas complejos, e infravaloró el daño que pueden causar las consecuencias inesperadas. El Gobierno del Partido Popular reaccionó en el último momento y dio a veces la sensación de minusvalorar el conflicto o de abordarlo con una rigidez excesiva: lo de Cataluña, parecían pensar algunos, era una algarada. Ha habido en España líderes irresponsables, declaraciones imprudentes y campañas estúpidas. Pero que los errores estén repartidos no significa que todos los implicados tengan la misma responsabilidad: quienes rompieron la legalidad fueron las autoridades independentistas catalanas. Hablar de esa vulneración de la ley no es defender el statu quo o parapetarse en el inmovilismo: esa ruptura entrañaba la violación de los derechos de quienes no pensaban como ellos.

Con todos sus efectos negativos, lo que ocurrió en los últimos meses de 2017 también tiene un aspecto pedagógico y casi fascinante. Era algo inédito: una rebelión contra una democracia liberal en una región donde la renta per cápita supera los 25.000 euros. Fue un curso de política en tiempo real, un experimento en el que se debatía quién tiene la autoridad legítima y en el cual se enfrentaban dos concepciones de la democracia: una liberal pluralista, la otra iliberal y plebiscitaria. Una apelaba a la separación de poderes; la otra, a la voluntad general de «un solo pueblo». Se discutía qué es un golpe de Estado, cuál es la comunidad política y de solidaridad, quién tiene el monopolio de la violencia legítima. ¿Una revuelta posmoderna, líquida, sería capaz de vencer a un Estado moderno?

Hemos visto la rebelión, revestida de todas las convenciones y la retórica de la lucha por la dignidad de los pueblos oprimidos, de una minoría rica contra una democracia liberal. El desafío es abierto, claro, pero en apariencia pacífico. Se quebraron las leyes, se denunció a los críticos en las redes sociales y se atacaron sedes de partidos contrarios a la independencia, pero no hubo violencia física explícita. Esto a menudo contrastaba con un lenguaje extremadamente inflamado y emocional.

Las revoluciones de los ricos no son infrecuentes, pero una particularidad de esta rebelión es que a mucha gente le parecía que poseía un componente progresista, aunque por medio del procés los ricos trataban de librarse de los pobres. Algunos factores tienen que ver con la historia de la península, así como con la mitología nacionalista, pero, del mismo modo que presentar este fenómeno como una discusión entre Cataluña y España es falaz porque oculta el conflicto entre catalanes, también sería un error verlo en coordenadas meramente hispánicas. En su génesis y en su resolución confluyen asimismo factores globales, como la crisis económica, el debilitamiento de la soberanía política y la pérdida de confianza en el futuro que han experimentado muchas sociedades occidentales. A su vez han desempeñado un papel importante el rechazo a las instancias mediadoras, la importancia de la identidad, la promesa demagógica y una visión maniquea potenciada por los mecanismos de la conversación digital. En muchos sentidos —desde las apelaciones a la democracia directa y el rechazo a la mediación, desde el uso fraudulento de los datos, hasta la demonización de las normas que vienen de otro lugar, pasando por la esperanza en una combinación de aislamiento y globalización— el procés recuerda al Brexit, y ambos acontecimientos comparten la paradoja de que una población alabada por su sensatez y su rechazo al aventurismo se transforma de pronto en romántica.

El episodio, que alcanzó su punto culminante en el otoño de 2017 tras cinco años de proceso, con la declaración de una República que no llegó a ser, ha sido un golpe posmoderno. Para Hans Kelsen, un golpe de Estado se produce cuando un orden legal es anulado y sustituido de forma ilegítima, es decir, de una manera no prescrita por el primer orden. Eso es lo que ocurrió en el Parlament el 6 y el 7 de septiembre.

Pero el golpe, o el intento, también ha sido ambiguo, no declaradamente violento, siempre negable. La forma de cruzar una línea roja es hacerlo muy despacio, de manera que no se sabe exactamente cuándo la has atravesado: ¿el 6 y el 7 de septiembre, cuando la escuálida mayoría secesionista pasó por encima del Estatut, de la Constitución, de los derechos de los diputados de la oposición y del propio reglamento parlamentario, aprobando una Ley de Transitoriedad y una Ley del Referéndum con menos del 48 por ciento del voto popular y poco más de la mitad de los escaños, menos de lo necesario para una reforma de menor importancia como una modificación del Estatut, o simplemente cambiar al Síndic de Greuges (el Defensor del Pueblo)? ¿El 1 de octubre, con la celebración (o no) de una votación ilegal, obstaculizada por la policía? ¿El 10, cuando el presidente de la Generalitat Carles Puigdemont declaró la independencia y la suspendió ocho segundos después? ¿Esa madrugada, cuando los diputados secesionistas firmaron una carta sin membrete que proclamaba la independencia? ¿El lunes siguiente, cuando ante el requerimiento del Gobierno español para que confirmase si había habido declaración unilateral o no, Puigdemont evitó dar una contestación clara, sabiendo que todo lo que no fuera un «no» se entendería como una admisión? ¿El 19, cuando el president escribió a Mariano Rajoy que si no había diálogo el Parlament podía votar la declaración de independencia, lo que daba a entender que no se había declarado nueve días antes, y al mismo tiempo era una forma de amenazar al Estado? ¿O cuando los secesionistas la votaron el día 27, de nuevo sin la oposición en la sala, de manera s

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