Dios vuelve en una Harley

Joan Brady

Fragmento

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Soy la primera en admitir que nunca he entendido por qué lo llaman el «Estado jardín». Y sobre todo no entendía por qué, después de siete años sabáticos en la Costa Oeste, me sentía feliz de estar de vuelta en Nueva Jersey. Al fin y al cabo, todo el mundo asocia Nueva Jersey con los malsanos humos industriales que flotan sobre el nudo de la autopista Turnpike en Newark y no con el frondoso follaje otoñal que transcurre a ambos lados de la Garden State Parkway. Nuestro estado es blanco de todas las burlas en las tertulias televisivas nocturnas, aunque nunca se menciona el gran sentido del humor con que encajamos todos esos comentarios despectivos. También es un error frecuente asumir que nosotros, los de Jersey, sufrimos un complejo de inferioridad colectivo por vivir justo al lado de Nueva York, la ciudad que nunca duerme. No importa. Tampoco somos nosotros quienes sufrimos atentados terroristas. Quizá, por fin a alguien se le ocurrió que bastante desgracia teníamos.

Allá ellos. Tenemos algo que los neoyorquinos no tendrán nunca: la costa de Jersey. Quien haya pasado aquí siquiera una hora a la luz de la luna o bajo el sol reconocerá que nuestro litoral podría despertar el romanticismo latente enterrado en el fondo del neoyorquino más cínico. La pandilla de la tele puede hacer todos los chistes que quiera sobre «Chersy», pero probablemente esto se deba a que estos tipos nunca han presenciado el instante en que la blanca espuma hace estallar la sal en el aire del atardecer y la Luna parece un bollo inglés de color naranja saliendo de golpe del tostador de las nubes.

Así es como yo lo vi la primera noche que conduje por la interestatal 95 hasta aparcar por fin delante de la urbanización de mi nuevo apartamento, a tan sólo cinco manzanas de la playa. Había hecho todos los preparativos por teléfono desde Los Ángeles y luego había cruzado el país en coche en tan sólo cuatro días. Por algún motivo sentía una necesidad urgente de regresar a todo lo que me era familiar, y las tarjetas de crédito y los sistemas de fax volvían ese tipo de gestiones increíblemente sencillas. Caras quizá, pero muy sencillas.

En cierto modo, casi era estimulante estar de nuevo en los conocidos pasillos de siempre del Centro Médico Metropolitano. A pesar de las nefastas advertencias de los amigos de la Costa Oeste que profetizaban lo mucho que me costaría conseguir un puesto de enfermera, conseguí un empleo de inmediato merced a la reducción generalizada de plantilla llevada a cabo en los hospitales durante los últimos tiempos. Tiene gracia que volvieran a contratarme para mi antiguo puesto de 3 a 11 como enfermera jefe de la Unidad Quirúrgica de Traumatología. Pese a que padecía un caso típico de desgaste profesional, hallaba cierto consuelo en la familiaridad de las escaleras y pasillos concurridos que tanta historia contenían para mí. Me sentía algo así como un soldado hastiado de guerra que, sin él explicárselo, se encuentra arrastrado a los campos de batalla donde, en otro tiempo, había luchado por su vida.

Durante mis quince años de enfermera, he trabajado en hospitales de todo el país en una búsqueda incesante por un puesto que no consumiera mi alma. Nunca he encontrado ese trabajo que pudiera soportar de manera permanente y, por lo visto, volvía a encontrarme en el punto de partida. Estaba de nuevo donde todo había empezado, y los recuerdos, la mayoría desagradables, se inmiscuían como huéspedes a los que nadie había invitado. Debía de haber caminado como mínimo un millón de kilómetros por aquellos viejos pasillos de paredes desconchadas, y subido las escaleras de atrás las veces suficientes como para dar la vuelta a la Luna. Las paredes grises, de bloques de cemento, eran las mismas contra las que tantas noches me había apoyado, con los huesos de la espalda tan doloridos como los de una mula de carga y los pies como dos masas de carne muerta pegadas a los tobillos.

Pero también había cosas buenas. Me las arreglé para enamorarme un par de veces en esta vieja y destartalada casa de desgracias. Qué tiempos aquellos. Besos furtivos en ascensores vacíos. Arrebatos de pasión en escaleras desiertas. Ojos que asomaban por encima de mascarillas quirúrgicas y que decían cosas que los labios nunca podrían expresar. Amor entre las ruinas. Amor irreprimible que brotaba entre el drama y la agonía de un hospital del centro de una gran ciudad como briznas de hierba que consiguen multiplicarse y crecer en las grietas de una acera de cemento. Yo era joven y romántica por aquel entonces. Soñaba con enamorarme locamente y casarme. Sueños que encontraron una muerte lenta y dolorosa.

Y aquí estaba yo otra vez, de vuelta en el ring para el segundo asalto, pero en absoluto preparada para ello. Me consolaba el hecho de que, como mínimo, tenía más años y, según era de esperar, sería más juiciosa. Nunca permitiría que nadie me pisoteara otra vez el corazón, como Michael había hecho tiempo atrás. Hacía mucho que había hibernado todos aquellos sentimientos, siete años para ser exactos, y no quería que nadie intentara reanimarlos. Nada de heroicidades para este viejo corazón. Mejor dejarlo tranquilo y que muriera por causas naturales. Al menos, ya no dolía. Eutanasia cardiaca, supongo.

Cada vez que empiezo un nuevo trabajo, me obligo a mí misma a no ser dejada y cenar cada noche en una mesa como un ser humano civilizado, en vez de engullir apresurados bocados de comida entre vistazos a monitores cardiacos, firmas gráficas de control y carreras en busca del médico. Este programa nunca se cumple más allá de la primera semana, pero las intenciones son siempre buenas al principio.

Sólo llevaba tres días trabajando, así que tenía el firme propósito de aprovechar en serio la «hora» de treinta minutos de que disponía para comer. Doblé una esquina y entré en la cafetería del hospital, a la que entonces llamaban «comedor» en un patético intento administrativo de competir con otros hospitales para conseguir pacientes, o «clientes» como ahora se les denominaba. Aunque el letrero sobre la puerta y el mobiliario fueran nuevos, por lo que yo pude ver, el plato principal era el mismo e inidentificable guiso de pollo de siempre. Miré con pasividad cómo un hombre joven de obesidad morbosa, con granos en la cara y un sombrero de chef en la cabeza, dejaba caer con un paf aquella bazofia en mi plato. Pagué por mi veneno y me lo llevé a un asiento junto a la ventana en el extremo más apartado de la sala, contenta para mis adentros de que el ajetreo de las seis de la tarde hubiera pasado hacía rato y de que no tuviera que mostrarme agradable con nadie. No estaba de humor, sencillamente.

Miraba ensimismada por la ventana llena de manchas de la cafetería y no sé con seguridad si me sentí temporalmente transportada o sufrí una especie de ataque leve de epilepsia. El caso es que no fui capaz de desviar aquella mirada que se dilataba a través de la bochornosa noche de junio hasta que sentí una mano bastante grande que irrumpió sin pedir permiso sobre mi hombro, acompañada de una

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