Hombre invisible

Ralph Ellison

Fragmento

Prólogo

Prólogo

Soy un hombre invisible. No, no soy un trasgo de esos que atormentaban a Edgar Allan Poe ni uno de los ectoplasmas de vuestras películas de Hollywood. Soy un hombre real, de carne y hueso, con músculos y humores, e incluso podría afirmarse que tengo una mente. Soy invisible simplemente porque la gente se niega a verme. Al igual que las cabezas carentes de tronco que a veces veis en las barracas de feria, es como si estuviera rodeado de espejos de endurecido cristal deformante. Cuando alguien se acerca a mí tan solo ve lo que me rodea, a sí mismo o productos de su imaginación... en definitiva, todo, cualquier cosa, menos a mí.

Mi invisibilidad no se debe a una alteración bioquímica de mi piel. La invisibilidad a la que me refiero se produce a causa de una peculiar predisposición de los ojos de aquellos a quienes trato. Tiene que ver con sus ojos interiores, aquellos con los que ven la realidad mediante sus ojos físicos. No me quejo, ni tampoco protesto. En ocasiones es una ventaja no ser visto, aunque por lo general resulta exasperante. Además, quienes padecen ese defecto visual tropiezan continuamente conmigo. A menudo uno llega a dudar de su propia existencia. Se pregunta si no es más que un espectro en la mente de los otros, algo así como una imagen de pesadilla que el durmiente intenta con todas sus fuerzas aniquilar. Cuando tiene esa sensación, comienza a devolver, por puro resentimiento, los empujones que la gente le propina. Y debo confesar que uno tiene esa sensación la mayor parte del tiempo. Sufre con la necesidad de convencerse a sí mismo de que en efecto existe en el mundo real, de que forma parte del ruido y la angustia de todos, y la emprende a puñetazos, maldice y blasfema para obligar a los demás a reconocer su existencia. Y por desgracia rara vez lo logra.

Una noche tropecé sin querer con un hombre que, quizá debido a la penumbra, me vio y me insultó. Me abalancé sobre él, le agarré por las solapas y le exigí que se disculpara. Era un hombre alto y rubio; cuando acerqué mi rostro al suyo, me lanzó una mirada insolente con sus azules ojos y me maldijo, y noté su aliento ardiente en la cara mientras forcejeábamos. Le bajé el mentón hasta colocarlo sobre mi coronilla y comencé a darle cabezazos como había visto hacer a los antillanos. Advertí que se le rajaba la carne y que manaba sangre, y entonces grité: «¡Pídeme perdón! ¡Pídeme perdón!». Pero siguió maldiciendo y luchando, así que le di cabezazos una y otra vez hasta que se desplomó de rodillas sangrando profusamente. Le pateé repetidas veces, furioso porque todavía mascullaba insultos aunque tenía espumarajos de sangre en los labios. ¡Sí, le pateé! Llevado por la ira, saqué la navaja y me dispuse a rebanarle el pescuezo allí mismo, bajo la farola, en la calle desierta; le agarré por el cuello de la camisa con una mano mientras intentaba abrir la navaja con los dientes, y en ese momento se me ocurrió pensar que en realidad el hombre no me había visto, que desde su punto de vista era un sonámbulo en medio de una pesadilla. Cerré la navaja, cuya hoja tan solo cortó el aire, al tiempo que arrojaba al hombre al suelo de un empellón. Lo miré de hito en hito cuando los faros de un coche rasgaron la oscuridad. Gemía tendido en el asfalto; un hombre al que por poco asesina un fantasma. Sentí repulsión y vergüenza. Me flaqueaban las piernas cuando eché a andar con paso vacilante, como un borracho. Y tuve una idea divertida. En la cabeza hueca de ese hombre había saltado algo que lo había vapuleado hasta casi quitarle la vida. Este descubrimiento disparatado me dio risa. ¿Tal vez se había despertado estando al borde de la muerte? ¿Acaso la muerte había tenido la facultad de liberarle para permitirle vivir despierto? No me detuve a pensarlo. Corrí hacia la oscuridad soltando tales carcajadas que temía descoyuntarme. Al día siguiente vi su foto en el Daily News, con un pie en el que se decía que lo habían «asaltado». Pobre imbécil, pobre ciego imbécil, asaltado por un hombre invisible, pensé con sincera compasión.

Casi nunca —aunque no pretendo negar como en el pasado la violencia de mi vida por el procedimiento de pasarla por alto— soy tan agresivo. Recuerdo que soy un hombre invisible y camino silenciosamente para no despertar a los durmientes. A veces es mejor no despertarles; pocas cosas hay en el mundo más peligrosas que los sonámbulos. No obstante, hace tiempo descubrí que es posible empeñarse en una lucha contra ellos sin que se den cuenta. Por ejemplo, llevo años empeñado en una batalla con la empresa Monopolated Light and Power. Utilizo sus servicios sin pagarles ni un centavo y todavía no se han enterado. Naturalmente, sospechan que alguien les roba electricidad, pero ignoran quién. Solo saben que, según el contador principal de la central eléctrica, una formidable cantidad de corriente desaparece en algún lugar de la jungla de Harlem. Lo gracioso es que yo no vivo en Harlem, sino en una zona limítrofe. Hace varios años, antes de descubrir las ventajas de ser invisible, me plegué al método habitual de contratar los servicios de la empresa y pagar sus abusivas tarifas. Pero eso se acabó. Dejé de hacerlo al mismo tiempo que abandonaba mi piso y mi antigua forma de vida, que se basaba en la falsa presunción de que yo, al igual que los demás hombres, era visible. Ahora, consciente de mi invisibilidad, vivo sin pagar alquiler en un edificio reservado exclusivamente a los blancos, en una parte del sótano que fue cerrada y olvidada en el siglo XIX y que descubrí la noche que intentaba escapar de Ras el Destructor. Pero eso ocurrió en un momento muy avanzado de la historia, casi al final, aunque el final está en el principio y todavía queda muy lejos.

El caso es que encontré un hogar o, si lo preferís, un hoyo en el suelo. No os apresuréis a concluir que llamo «hoyo» a mi hogar porque es frío y húmedo como una tumba. Hay hoyos fríos y hoyos cálidos. El mío es cálido. Recordad que los osos se retiran a su hoyo para pasar el invierno y viven en él hasta la primavera; entonces salen a pasear como un polluelo que rompe el huevo de Pascua. Digo esto para demostraros que es erróneo suponer que, dado que soy invisible y vivo en un hoyo, estoy muerto. No estoy muerto ni en estado de muerte aparente. Llamadme Jack el Oso, porque me encuentro en período de hibernación.

Mi hoyo es cálido y luminoso. Sí, está inundado de luz. Dudo que haya un lugar más iluminado que mi hoyo en todo Nueva York, sin exceptuar Broadway; tampoco el Empire State Building en una noche de ensueño para un fotógrafo. Pero os estoy engañando. Esos dos sitios se cuentan entre lo más oscuro de toda nuestra civilización —perdón, de toda nuestra «cultura» (una distinción importante, según he oído)—, lo cual puede parecer una patraña o una contradicción, pero así —por contradicción, quiero decir— es como se mueve el mundo: no como una flecha, sino como un bumerán. (Desconfiad de quienes hablan de la «espiral» de la Historia: se están preparando para lanzar un bumerán. Tened a mano un casco de acero.) Lo sé porque el bumerán me ha dado tantas veces en la cabeza que ahora puedo percibir las tinieblas de la luminosidad. Amo la luz. Quizá os extrañe que un hombre invisible necesite la luz, la desee y la ame, pero tal vez se deba precisamente a que soy invisible. La luz confirma mi realidad, me da forma. En cierta ocasión una hermosa muchacha me contó una pesadilla recurrente en la que yacía en el centro de una gran habitación a oscuras y sentía que su rostro crecía y crecía hasta llenar todo el cuarto y convertirse en una masa informe, mientras sus ojos, rodeados de gelatina biliosa, ascendían por la chimenea. Lo mismo me ocurre a mí. Sin luz no solo soy invisible, sino también informe, y no conocer nuestra propia forma equivale a la muerte en vida. Yo mismo, tras haber existido durante unos veinte años, no comencé a vivir hasta que descubrí mi invisibilidad.

Por eso libro mi batalla con la Monopolated Light and Power. Es la razón última: me permite darme cuenta de que estoy vivo. También lucho contra ellos por haberme sacado tanto dinero antes de que aprendiera a protegerme. Mi hoyo del sótano tiene exactamente mil trescientas sesenta y nueve luces. He llenado de cables eléctricos hasta el último centímetro del techo. No son tubos fluorescentes, sino bombillas de las antiguas, de filamento, que consumen más. Se trata de un sabotaje. Ya he comenzado a colocar cables en las paredes. Un trapero que conozco, hombre de gran perspicacia, me ha proporcionado los cables y portalámparas. Nada, ni tormentas ni inundaciones, deberá ser obstáculo para nuestra necesidad de luz, de más luz y de luz más brillante. La verdad es la luz, y la luz es la verdad. Cuando termine con las cuatro paredes, comenzaré con el suelo. No sé cómo me las arreglaré. Cuando se ha vivido durante tanto tiempo en estado de invisibilidad, se aguza el ingenio. Solucionaré el problema. Y quizá invente un artilugio para poner la cafetera al fuego mientras estoy tumbado en la cama, y puede que incluso invente un aparato para calentarme la cama... como aquel hombre que vi en una revista ilustrada, que había creado un artefacto para calentarse los zapatos. Pese a ser invisible, sigo la gran tradición norteamericana de los hojalateros. En esto me asemejo a Ford, Edison y Franklin. Puesto que he desarrollado una teoría y un concepto, llamadme «pensador-hojalatero». Sí, me calentaré los zapatos; falta me hace, pues siempre los llevo agujereados. Haré eso y muchas otras cosas.

Ahora tengo una radio-tocadiscos; pienso tener cinco. En mi hoyo hay cierta opacidad acústica, y cuando oigo música quiero sentir su vibración no solo con el oído, sino con todo mi cuerpo. Me gustaría escuchar cinco grabaciones de Louis Armstrong tocando y cantando «What Did I Do to Be so Black and Blue»... las cinco a la vez. En ocasiones escucho a Louis mientras tomo mi postre favorito: helado de vainilla con licor de endrinas. Echo el líquido rojo sobre la blanca montaña y contemplo su brillo y el vapor que se eleva mientras Louis doblega el instrumento militar hasta convertirlo en un haz de lirismo. Tal vez me guste Louis Armstrong porque de su invisibilidad ha hecho poesía. Creo que es probable que se deba a que ignora que es invisible. Y mi conocimiento de la invisibilidad me ayuda a comprender su música. Cierta vez que pedí un cigarrillo, unos bromistas me dieron uno de marihuana. Cuando llegué a casa, lo encendí y me senté a escuchar el tocadiscos. Fue una velada extraña. Dejad que os explique que la invisibilidad proporciona un sentido del tiempo un tanto distinto; uno nunca va sincronizado. Unas veces va por delante, y otras, retrasado. En lugar de tener conciencia del veloz e imperceptible fluir del tiempo, advierte sus nodos, esos puntos en que el tiempo se detiene o en los cuales salta hacia delante. Y uno se desliza en esos resquicios y mira a su alrededor. Esto es lo que se percibe vagamente en la música de Louis.

Una vez vi un combate entre un boxeador profesional y un palurdo. El púgil era veloz e increíblemente científico. Su cuerpo era un violento raudal de rápida acción rítmica. Golpeó una y mil veces al palurdo mientras este, sorprendido y atontado, se cubría la cabeza con los brazos. Pero inesperadamente el palurdo, tambaleante en medio de la tormenta de golpes, descargó un puñetazo y derribó a aquel prodigio de ciencia, velocidad y juego de piernas, que cayó redondo. El favorito besó la lona. El previsible perdedor se llevó el premio. El palurdo se había limitado a penetrar en el sentido del tiempo de su adversario. De este modo, bajo el influjo de la marihuana, descubrí una nueva manera analítica de escuchar música. Percibía los sonidos inaudibles y cada línea melódica existía por sí misma, se destacaba claramente del resto, decía su mensaje y esperaba con paciencia a que otras voces hablaran. Esa noche oí no solo en la dimensión del tiempo, sino también en la del espacio. No solo me metí en la música, sino que además descendí, como Dante, a sus profundidades. Y bajo la celeridad del tempo rápido había otro tempo más lento y una cueva, entré en ella, miré alrededor y oí a una anciana que cantaba un espiritual tan preñado de Weltschmerz como el flamenco, y debajo había incluso un nivel inferior en el que vi a una hermosa muchacha del color del marfil que suplicaba, con una voz como la de mi madre, ante un grupo de propietarios de esclavos que codiciaban su cuerpo desnudo; y debajo encontré un nivel más hondo y un tempo más rápido, y oí a alguien gritar:

Hermanos y hermanas, el texto de esta mañana es «La negrura de la negrura».

Y un grupo de voces contestó:

—Esa negrura es lo más negro, hermano, lo más negro...

—En el principio...

—En los mismísimos comienzos —gritaron.

—Predica...

—... y el sol...

—El sol, Señor...

—... era rojo como la sangre...

—Rojo...

—Ahora lo negro es... —vociferó el predicador.

—Como la sangre...

—He dicho que lo negro es...

—Predica, hermano...

—... y lo negro no es...

—Rojo, Señor, rojo: ¡ha dicho que es rojo!

—Amén, hermano...

—Lo negro te poseerá...

—Sí...

—Sí...

—... y lo negro no te poseerá...

—¡No, no me poseerá!

—Me posee...

—Me posee, Señor...

—... y no te posee...

—Aleluya...

—Y te pondrá, ¡gloria, gloria, oh, Señor!, en el vientre de la ballena.

—Predica, hermano, predica...

—Y te tentará...

—¡Oh, Dios todopoderoso!

—¡Tía Nelly!

—Lo negro te hará...

—Lo negro...

—... o lo negro te quitará el ser.

—¿No es cierto, Señor?

Y en ese instante una voz con timbre de trombón me gritó:

—¡Sal de aquí, idiota! ¿Estás dispuesto a traicionar?

Me marché y oí la voz de la anciana cantante de espirituales, que gemía:

—Muchacho, maldice a tu Dios y muere.

Me detuve y le pregunté qué le pasaba.

—Hijo, yo quería mucho a mi amo —contestó.

—Deberías haberle odiado —dije.

—Me dio varios hijos —repuso— y, como yo amaba a mis hijos, aprendí a amar a su padre, aunque también le odiaba.

—También yo sé lo que es la ambivalencia. Por eso estoy aquí.

—¿Qué significa eso?

—Nada, una palabra que no lo explica. ¿Por qué gimes?

—Gimo porque se ha muerto —dijo.

—Dime, ¿quiénes son los que se ríen arriba?

—Son mis hijos. Están contentos.

—Sí, lo entiendo —dije.

—También yo río, pero también gimo. Prometió liberarnos, pero nunca llegó a hacerlo. Aun así le quería...

—¿Le querías? ¿Quieres decir que...?

—Sí, pero todavía quería más otra cosa.

—¿Qué?

—La libertad.

—La libertad —dije—. Quizá la libertad consista en odiar.

—No, hijo; consiste en amar. Le quería y lo envenené y se marchitó como una manzana con las heladas. Y los muchachos querían despedazarle con navajas hechas con sus propias manos.

—En algún lugar se ha cometido un error —dije—. Estoy confuso. —Y habría querido decir más cosas, pero las risas de arriba arreciaron y se volvieron demasiado parecidas a gemidos y quise huir de ellas, pero no pude. Cuando me disponía a marcharme, sentí el deseo imperioso de preguntar a la anciana qué era la libertad y di media vuelta. Tenía la cabeza entre las manos y sollozaba muy bajito; su rostro color cuero reflejaba una gran tristeza.

—Anciana, ¿qué es esa libertad que tanto amas? —Fue una pregunta repentina, sin previa meditación.

Se quedó sorprendida, después pensativa, luego perpleja.

—Lo he olvidado, hijo. Está todo embarullado. Primero pienso que es una cosa, luego pienso que es otra. Hace que me dé vueltas la cabeza. Y ahora me parece que no es más que saber cómo decir lo que pienso. Pero es muy difícil, hijo. Me han pasado muchas cosas en muy poco tiempo. Es como si tuviera fiebre. Cada vez que empiezo a andar, se me va la cabeza y me caigo. Y si no es eso, son los hijos: se ponen a reír y quieren matar a los blancos. Están amargados, eso es lo que les pasa...

—Pero ¿qué es la libertad?

—¡Déjame en paz, hijo! Me duele la cabeza.

Me marché sintiéndome yo también mareado. Pero no llegué muy lejos.

De repente uno de los hijos, un hombre corpulento de un metro setenta, surgió de la nada y me dio un puñetazo.

—¿Qué pasa? —exclamé.

—¡Has hecho llorar a mamá!

—¿Cómo? —le pregunté tras esquivar otro golpe.

—Haciéndole preguntas. Lárgate y no vuelvas, y la próxima vez que quieras preguntar cosas así, pregúntate a ti mismo.

Me agarró con manos que parecían frías piedras y me apretó el gaznate con los dedos, tan fuerte que pensé que iba asfixiarme, antes de que por fin me dejara marchar. Me tambaleé aturdido; la música tronaba histéricamente en mis oídos. Reinaba la oscuridad. Se me despejó la cabeza y avancé vacilante por un estrecho pasillo a oscuras mientras me parecía oír sus pasos presurosos tras de mí. Estaba dolorido y se apoderó de mí un deseo intenso de quietud, paz y silencio que intuía que jamás podría alcanzar. La trompeta era ensordecedora y el ritmo, trepidante. Oí un redoble de tam-tam, como latidos del corazón, que ahogó el sonido de la trompeta. Necesitaba beber agua y la oía correr por la fría cañería que palpaba para guiarme, pero no podía detenerme porque seguía oyendo los pasos a mis espaldas.

—¡Eh, Ras! —grité—. ¿Eres tú, Destructor? ¿Rinehart?

No obtuve respuesta. Tan solo oí los rítmicos pasos detrás de mí. Quise cruzar la carretera, pero un automóvil que pasaba a toda velocidad me derribó y me hice un rasguño en la pierna.

Entonces, no sé cómo, logré escapar. Ascendí rápidamente de ese mundo subterráneo de sonido y oí a Louis Armstrong preguntar inocentemente:

¿Qué he hecho

para ser tan negro

y estar tan triste?

Al principio me asusté. Esa música bien conocida había exigido acción, una clase de acción de la que era incapaz, pero si hubiese permanecido más tiempo bajo la superficie quizá habría intentado actuar. De todas formas, ahora sé que muy poca gente escucha de verdad esa música. Estaba sentado en el borde de la silla, empapado en sudor, como si cada una de mis mil trescientas sesenta y nueve bombillas fuese un potente foco dispuesto para un interrogatorio brutal a cargo de Ras y Rinehart. Era extenuante, como si hubiera contenido la respiración durante una hora seguida con la aterradora serenidad que proporciona haber pasado varios días con un hambre canina. Con todo, para un hombre invisible era una experiencia extrañamente satisfactoria oír el silencio del sonido. Había descubierto impulsos desconocidos de mi ser, aunque no era capaz de responder «sí» a sus invitaciones. Sin embargo, desde entonces no he vuelto a fumar marihuana; no porque esté prohibido, sino porque me basta con ver a través de rendijas (algo habitual en los seres invisibles). Oírlo todo es excesivo; impide actuar. Y a pesar del hermano Jack y de aquel triste tiempo perdido en la Hermandad, solo creo en la acción.

Por favor, una definición: hibernación es una preparación encubierta para la acción a cara descubierta.

Además, las drogas destruyen por completo el sentido del tiempo. Si eso llegara a ocurrir, tal vez una mañana radiante me olvidase de esquivar y un imbécil me atropellara con un tranvía amarillo y naranja o un autobús color bilis. O tal vez olvidara salir de mi hoyo cuando se presentase el momento de actuar.

Entretanto disfruto de mi vida gracias al amable obsequio de la Monopolated Light and Power. Puesto que no me reconocéis ni siquiera cuando estoy a unos pasos de vosotros, y como sin duda apenas creéis que existo, da igual que sepáis que hice un empalme en la instalación eléctrica del edificio y lo llevé a mi hoyo. Antes vivía en la oscuridad en la que había tenido que buscar refugio, pero ahora veo. He iluminado las tinieblas de mi invisibilidad, y viceversa. Y de este modo interpreto la música invisible de mi aislamiento. Esta última afirmación no parece atinada, ¿verdad? Sin embargo lo es; esa música se oye sencillamente porque la música se oye y rara vez se ve, salvo en el caso de los músicos. ¿Este impulso de poner la invisibilidad negro sobre blanco podría representar por lo tanto una necesidad de hacer música de la invisibilidad? Soy un orador, un agitador. ¿Lo soy? Lo fui, y quizá vuelva a serlo. ¿Quién sabe? No todas las enfermedades duran hasta la muerte, ni la invisibilidad tampoco.

Me parece oíros decir: «¡Qué horrible e irresponsable es este canalla!». Y tenéis toda la razón. Me apresuro a estar de acuerdo con vosotros. Soy uno de los seres más irresponsables que han pisado la tierra. La irresponsabilidad forma parte de mi invisibilidad; se mire por donde se mire, es una negación. ¿Ante quién voy a ser responsable y por qué he de serlo si os negáis a verme? Y esperad a que os muestre lo verdaderamente irresponsable que soy. La responsabilidad se basa en el reconocimiento y el reconocimiento no es más que una forma de acuerdo. Pensemos por ejemplo en el hombre al que estuve a punto de matar: ¿quién fue responsable de aquel casi asesinato? ¿Yo? No lo creo; es más, lo niego. No me tragaré la píldora. No podéis atribuírmelo. Aquel hombre me empujó, me insultó. ¿No tendría que haber reconocido, por su propia seguridad personal, mi histeria, mi «peligrosidad»? Digamos que estaba perdido en un mundo de ensueños. Pero ¿acaso no controlaba aquel mundo de ensueños —que, ay, era bien real— y no me tenía prohibida la entrada en él? Y si hubiera pedido auxilio a un policía, ¿no habría sido yo considerado el agresor? ¡Sí! ¡Sí, sí, mil veces sí! Estoy de acuerdo con vosotros. Yo fui el irresponsable, ya que debería haber utilizado la navaja para proteger los altos intereses de nuestra sociedad. Algún día esa clase de estupideces acarreará trágicas consecuencias. Todos los soñadores y los sonámbulos deben pagar un precio, e incluso la víctima invisible es responsable del destino de todos. Sin embargo eludí esa responsabilidad; estaba embarullado con mil ideas incompatibles que bullían en mi mente. Fui un cobarde...

Pero ¿qué he hecho para estar tan triste? Esperad, tened paciencia conmigo.

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Se remonta a mucho tiempo atrás, unos veinte años. Toda mi vida he buscado algo y, allí hacia donde me volvía, siempre había alguien que intentaba decirme de qué se trataba. Aceptaba sus respuestas, pese a que se contradecían entre sí e incluso a sí mismos. Era ingenuo. Me buscaba a mí mismo y formulaba a todo el mundo salvo a mí mismo preguntas que solo yo podía contestar. Me costó mucho tiempo, y el dolor de ver frustradas mis esperanzas, llegar a comprender algo que al parecer todos saben al nacer: que tan solo soy yo. Pero antes tuve que descubrir que soy un hombre invisible.

Y, aun así, no soy un monstruo de la naturaleza ni de la Historia. Mi destino quedó determinado, al igual (o al contrario) que tantas otras cosas, hace ochenta y cinco años. No me avergüenzo de que mis abuelos fuesen esclavos. Únicamente me avergüenzo de mí mismo por haberme avergonzado en otro tiempo. Hace unos ochenta y cinco años les dijeron que eran libres, que estaban unidos a los demás de nuestro país en todo lo relacionado con el bien común y, en todos los aspectos sociales, separados como los dedos de la mano. Y se lo creyeron. Y se alegraron. Se quedaron donde estaban, trabajaron mucho y criaron a mi padre para que hiciera otro tanto. Pero vayamos a mi abuelo. Era un anciano extraño, y según dicen me parezco a él. Fue él quien creó el problema. Cuando estaba a punto de morir, llamó a mi padre y le dijo: «Hijo, quiero que prosigas la lucha cuando yo ya no esté. No te lo he dicho nunca, pero nuestra vida es una guerra y yo he sido un traidor todos y cada uno de mis días, un espía en territorio enemigo desde que entregué mi rifle cuando la Reconstrucción. Vive con la cabeza en las fauces del león. Quiero que los venzas a base de síes, que los socaves con sonrisas, que les des la razón hasta la muerte y la destrucción, que les dejes hincharse hasta que vomiten o revienten». Pensaron que el viejo había enloquecido. Siempre había sido un hombre de lo más sumiso. Sacaron de la habitación a los niños, cerraron las persianas y bajaron tanto la llama de la lámpara que crepitó en la mecha como la respiración del viejo. «Inculcádselo a los pequeños», dijo con vehemencia; luego expiró.

Pero a mi familia le preocuparon más sus últimas palabras que su muerte. Era como si no hubiera fallecido, tal angustia les causaron. Me advirtieron de que las olvidara, y de hecho esta es la primera vez que las cito fuera del ámbito familiar. Sin embargo me produjeron un efecto tremendo. Nunca he sabido muy bien qué significaban. El abuelo había sido un anciano callado que jamás se metía en líos y, no obstante, en su lecho de muerte se calificó de traidor y espía y habló de su sumisión como si fuera una actividad peligrosa. Para mí se convirtió en un enigma insoluble que siempre me rondaba la cabeza. Y cada vez que las cosas me iban bien, me acordaba del abuelo y me sentía culpable e incómodo. Era como si siguiera su consejo contra mi voluntad. Y para colmo todos me querían por eso. Me alababan los hombres blancos más segregacionistas de la ciudad. Se me consideraba un ejemplo de conducta deseable, al igual que le había ocurrido a mi abuelo. Y lo que más me intrigaba era que el anciano había calificado de traición ese comportamiento. Cuando alguien elogiaba mi conducta, me sentía culpable al pensar que hacía algo contrario a los deseos de los blancos, que si ellos se dieran cuenta, querrían que hiciese lo opuesto, que fuera hosco y malo, y que eso era lo que en realidad querían, pese a que, engañados, creían desear que yo actuara tal como lo hacía. Temía que algún día me consideraran un traidor y que eso me condujese a la perdición. De todos modos, más miedo me daba obrar de cualquier otra forma porque sabía que no les gustaría en absoluto. Las palabras del anciano eran una maldición. Cuando terminé la secundaria, en la ceremonia de entrega de títulos pronuncié un discurso en el que mostré que la humildad era el secreto, la verdadera esencia, del progreso. (No es que lo creyera —¿cómo iba a creerlo habiendo oído las palabras del abuelo?—, pero pensé que gustaría.) Fue un gran éxito. Todos me alabaron y fui invitado a repetir el discurso en una reunión de blancos prominentes de la ciudad. Representaba un triunfo para toda nuestra comunidad.

La reunión se celebró en el salón principal del mejor hotel. Al llegar, me enteré de que se trataba de una fiesta solo para hombres y me dijeron que, ya que estaba allí, podía participar en la batalla campal que iban a disputar unos muchachos de mi escuela para amenizar la velada. Tendría lugar antes del discurso.

Todos los peces gordos de la ciudad estaban allí, vestidos de esmoquin, devorando la comida del bufet, bebiendo cerveza y whisky y fumando cigarros. Era una sala amplia de techo alto. Se habían dispuesto ordenadas hileras de sillas en torno a tres de los cuatro lados de un ring desmontable. El cuarto, que estaba despejado, permitía ver un reluciente espacio de suelo encerado. Tenía ciertos recelos respecto a la batalla campal, no porque me repugnara pelear, sino porque no me gustaban demasiado los muchachos que iban a participar en ella. Eran unos chicos duros que al parecer no se calentaban la cabeza con la maldición de un abuelo. Su dureza era evidente. Además, temía que el hecho de pelear en la batalla campal menoscabara la dignidad de mi discurso. En aquellos tiempos previos a la invisibilidad, me consideraba un Booker T. Washington en potencia. Tampoco yo gustaba demasiado a los otros muchachos, que eran nueve. Me sentía superior a ellos, y me molestó que nos apretujaran a todos en el ascensor de servicio. A ellos tampoco les entusiasmaba mi presencia. Mientras el ascensor subía y atisbábamos la cálida iluminación de los pisos, cruzamos unas palabras y me dijeron que yo, al participar en la lucha, había privado a un amigo suyo de la ocasión de ganar algún dinero aquella noche.

Cuando salimos del ascensor nos llevaron a través de un salón rococó hasta una antesala donde nos dijeron que nos cambiáramos. Nos dieron un par de guantes de boxeo a cada uno y nos condujeron al gran salón con espejos, en el que entramos mirando cautelosamente alrededor y hablando en susurros, no fuera a ser que por casualidad nuestras voces se oyesen por encima de aquella barahúnda. El humo de los cigarros enturbiaba el ambiente. Y el whisky ya comenzaba a surtir su efecto. Me sorprendió ver achispados a algunos de los hombres más importantes de la ciudad. Estaban todos allí: banqueros, abogados, jueces, médicos, jefes de bomberos, profesores, comerciantes. Incluso uno de los predicadores más en boga. En el otro extremo del salón ocurría algo que no podíamos ver. Se oía el sonido sensual de un clarinete y los hombres se levantaban y avanzaban entusiasmados hacia delante. Nosotros formábamos un grupito compacto, los torsos desnudos muy juntos y brillantes ya de sudor, mientras los peces gordos parecían excitarse cada vez más por algo que todavía no veíamos. De pronto oí al director de mi escuela, que era quien me había invitado, gritar: «¡Señores, traigan ya a los morenos! ¡Traigan a los morenos!».

Nos condujeron a la parte delantera del salón, donde el olor a tabaco y a whisky era aún más fuerte. Después nos empujaron al ring. Casi me orino encima. Nos rodeaba un mar de rostros, algunos hostiles, otros con expresión divertida, y en el centro, frente a nosotros, había una espléndida rubia en cueros. Reinaba un silencio sepulcral. Creí sentir una ráfaga de aire frío que me dejó helado y quise irme, pero no podía porque aquella gente me cercaba. Algunos de mis compañeros habían bajado la cabeza y temblaban. Me invadieron un miedo y un sentimiento de culpa irracionales. Me castañeteaban los dientes, tenía la piel de gallina y se me doblaban las rodillas. No obstante, sentía una fuerte atracción y no podía dejar de mirar. Si el castigo por mirar hubiera sido la ceguera, habría mirado. Tenía el cabello dorado como esas muñecas que dan en las barracas de feria, el rostro muy empolvado y pintado como una máscara abstracta, los ojos hundidos y embadurnados de un azul frío, el color del culo de los babuinos. Mientras deslizaba lentamente la vista por su cuerpo, sentí el deseo de escupirle. Sus pechos eran firmes y redondos como las cúpulas de los templos hindúes, y yo estaba tan cerca de ella que veía la delicada textura de su piel y las gotitas de sudor perlado que bordeaban sus erectos y rosados pezones. Quería al mismo tiempo salir corriendo, que la tierra me tragara y aproximarme a ella para ocultarla a mi vista y a la vista de los demás con mi cuerpo; palpar la suavidad de sus muslos, acariciarla y destruirla, amarla y matarla, esconderme de ella, pero también tocar el lugar donde, debajo de la banderita norteamericana tatuada en el vientre, los muslos formaban una uve mayúscula. Y tenía la impresión de que, entre todos cuantos estábamos en el salón, solo me veía a mí con sus ojos inexpresivos.

Y comenzó a bailar, un movimiento lento y sensual; el humo de un centenar de cigarros se pegaba a su cuerpo como el más fino de los velos. Semejaba una hermosa mujer pájaro envuelta en velos que me llamaba desde la agitada superficie de un mar gris y amenazador. Estaba extasiado. Luego oí el sonido del clarinete y los gritos que nos dirigían los peces gordos. Algunos nos amenazaban si mirábamos y otros si no mirábamos. Vi que un muchacho se desmayaba a mi derecha. Un hombre cogió de una mesa una jarra de plata, se acercó y le arrojó el agua helada a la cabeza, lo puso en pie y nos ordenó a otro y a mí que sostuviéramos al muchacho, que tenía la cabeza caída y lanzaba gemidos entre sus gruesos labios azulados. Otro chico comenzó a decir que quería irse. Era el más alto del grupo y llevaba unos calzones de boxeo rojo oscuro que le quedaban demasiado estrechos para ocultar la erección que su cuerpo proyectaba como una respuesta al insinuante gemido del clarinete. Intentaba ocultarla con los guantes de boxeo.

Y entretanto la rubia continuaba su danza esbozando leves sonrisas a los peces gordos que la contemplaban fascinados, y esbozando leves sonrisas por lo asustados que estábamos nosotros. Me fijé en cierto comerciante que la seguía con mirada ávida, los labios entreabiertos y cubiertos de baba. Era un hombre fornido, con botones de diamantes en la pechera de la camisa ceñida a su abultada panza; cada vez que la rubia contoneaba las caderas, se pasaba las manos por los escasos cabellos de la calva y, con los brazos alzados, en una postura desgarbada como la de un oso panda borracho, imprimía un movimiento lento y obsceno a su barrigota. Aquel hombre estaba totalmente hipnotizado. La música se había acelerado. Cuando la bailarina se abandonó a evoluciones más rápidas con una expresión de indiferencia en el rostro, los hombres estiraron los brazos para tocarla. Yo veía sus dedos amorcillados hundirse en la suave carne. Algunos trataron de contener a sus compañeros y la mujer avanzó por el salón describiendo gráciles círculos, perseguida por hombres que resbalaban en el suelo encerado. Era una locura. Caían sillas y se derramaban bebidas mientras corrían tras ella soltando risotadas y alaridos. La atraparon cuando estaba junto a la puerta, la auparon y la lanzaron al aire como hacen los escolares en las novatadas, y sobre los labios rojos de la mujer, petrificados en una sonrisa, vi el terror y el asco reflejados en sus ojos, un terror casi igual al mío y al que percibía en algunos de mis compañeros. Mientras observaba la escena, la lanzaron dos veces hacia arriba, y sus senos parecieron aplastarse por la presión del aire y sus piernas se agitaron desmadejadas. Los que estaban más sobrios la ayudaron a escapar. Bajé del ring y me encaminé hacia la antesala con el resto de los muchachos.

Algunos todavía estaban histéricos y gritaban. Cuando los hombres vieron que intentábamos marcharnos, nos detuvieron y nos ordenaron volver al cuadrilátero. Solo cabía obedecer. Pasamos los diez bajo las cuerdas y dejamos que nos vendaran los ojos con una tela blanca. Uno de aquellos hombres pareció compadecerse un poco y trató de animarnos mientras aguardábamos con la espalda apoyada en las cuerdas. Algunos intentamos sonreír.

—¿Ves a aquel muchacho? —me dijo un hombre—. Quiero que en cuanto suene la campana vayas derecho a él y le atices en la barriga. Si no lo machacas, te machacaré yo a ti. No me gusta su pinta.

A todos nos dijeron lo mismo. Ya teníamos los ojos vendados. Pero en ningún momento había dejado de repasar mi discurso. Cada una de sus palabras destellaba como una llama en mi mente. Advertí que me apretaban la venda y fruncí el ceño a fin de que se aflojara un poco cuando lo desarrugase.

Repentinamente experimenté un terror ciego. No estaba habituado a la oscuridad. Era como si me hubieran encerrado en una habitación a oscuras infestada de serpientes venenosas. Oía voces indistintas que pedían a gritos que diera comienzo la batalla campal.

—¡Vamos, que empiece de una vez!

—¡Dejadme a mí ese negro grandote!

Agucé el oído para distinguir la voz del director de mi escuela, como si ese sonido más conocido fuera a proporcionarme cierta protección.

—¡Dejadme a mí todos esos negros hijos de puta! —gritó alguien.

—¡No, Jackson, no! —exclamó otra voz—. Ayudadme a agarrar a Jack.

—Quiero cargarme a ese negro de color jengibre, despedazarlo —chilló la primera voz.

Temblé apoyado contra las cuerdas. Yo era lo que en aquella época llamaban un negro de color jengibre y el hombre que vociferaba parecía capaz de destrozarme a dentelladas como si fuera una galleta de jengibre.

Fuera del cuadrilátero se desarrollaba una pelea. Oía dar patadas a sillas y resoplidos de hombres que parecían realizar un esfuerzo titánico. Quería ver, ver más desesperadamente que nunca en mi vida. Pero la venda estaba bien apretada, pegada como una costra de piel arrugada, y cuando levanté las manos enguantadas para apartar la tela blanca una voz chilló:

—¡No hagas eso, negro hijo de puta! ¡Deja la venda en paz!

—¡Toca la campana antes de que Jackson mate a ese negro! —bramó alguien en el repentino silencio que se produjo.

Oí la campana y ruido de pasos.

Un guante se estampó contra mi cabeza. Me di la vuelta y descargué con torpeza un puñetazo en el momento en que alguien pasaba a mi lado; noté cómo la sacudida recorría la longitud de mi brazo hasta el hombro. Entonces pareció que los nueve muchachos me atacaran a la vez. Me llovían golpes por todas partes mientras trataba de arremeter lo mejor que podía. Recibía tantos golpes que llegué a pensar que era el único luchador con los ojos vendados o que al final el tal Jackson había logrado subir al ring.

Con los ojos vendados no podía controlar mis movimientos. Había perdido la dignidad. Me tambaleaba como un niño de un año o como un borracho. El humo era más denso y, con cada golpe que me asestaban, parecía quemarme los pulmones y limitar más mi respiración. La saliva era como un pegamento caliente y amargo. Un guante me dio en la cabeza y sentí que se me llenaba la boca de sangre. Estaba en todas partes. No sabía si la humedad que notaba en el cuerpo era sudor o sangre. Recibí un golpe en la nuca y caí de bruces al suelo. Unas listas de luz azul penetraron el mundo negro tras las vendas. Me quedé tendido boca abajo fingiendo que había perdido el conocimiento, pero advertí que me cogían y me ponían en pie. «¡Sigue, muchacho! ¡Pelea, negro!» Los brazos me pesaban como si fueran de plomo y me dolía la cabeza a consecuencia de los golpes. Conseguí llegar a tientas hasta las cuerdas, donde me detuve para tratar de recuperar el aliento. Me propinaron un puñetazo en el estómago y volví a desplomarme, y fue como si el humo se hubiera convertido en un cuchillo clavado en mis entrañas. Empujado de aquí para allá por las piernas que se movían a mi alrededor, por fin logré levantarme, y entonces descubrí que podía ver los cuerpos negros y bañados de sudor que se desplazaban en la atmósfera de humo azulado cual bailarines balanceándose al rápido ritmo de tambor de los puñetazos.

Todos luchaban como histéricos. Era la anarquía total. Todos peleaban con todos. Los grupos se deshacían rápidamente. Dos, tres o cuatro luchaban contra uno, después luchaban entre sí y luego eran atacados por otros. Se propinaban golpes bajos, incluso en los riñones, tanto con los guantes abiertos como cerrados, y ahora que tenía un ojo parcialmente abierto ya no estaba tan aterrado. Me movía con precaución a fin de evitar los golpes, aunque no tantos como para llamar la atención, e iba de un grupo a otro. Los muchachos avanzaban a tientas cual cautelosos cangrejos ciegos, doblados por la cintura para protegerse el estómago, con la cabeza hundida entre los hombros, los brazos extendidos nerviosamente al frente y los puños tanteando el aire cargado de humo como las esferas en que terminan las antenas de los caracoles. En un rincón atisbé a un muchacho que lanzaba violentos puñetazos al aire y le oí gritar de dolor cuando su puño chocó contra el poste del cuadrilátero. Durante un instante le vi doblarse, agarrándose la mano, y acto seguido se desplomó tras recibir un golpe en la cabeza desprotegida. Me dediqué a enfrentar a un grupo contra otro. Me metía en uno, descargaba un puñetazo, me apartaba y empujaba a los otros para que recibieran los golpes dirigidos a ciegas contra mí. El humo era insoportable y no había asaltos, no sonaba la campana cada tres minutos para que nos recuperáramos del agotamiento. El salón daba vueltas a mi alrededor, era un torbellino de luces, humo, cuerpos sudorosos rodeados de crispados rostros blancos. Sangraba por la boca y la nariz, tenía salpicaduras de sangre en el pecho.

Los hombres seguían gritando.

—¡Atízale, negro! ¡Destrípalo!

—¡Pégale un gancho! ¡Mátalo! ¡Mata al gordo!

Fingí que me desplomaba y vi que un chico caía pesadamente a mi lado como si nos hubiese tumbado un mismo golpe, y vi que un pie calzado con zapatilla de deporte le daba una patada en la ingle cuando los dos muchachos que le habían derribado tropezaron con él. Me aparté rodando y sentí el espasmo de las náuseas.

Cuanto más encarnizadamente luchábamos, más amenazadora era la actitud de los hombres. No obstante, yo volvía a pensar en mi discurso. ¿Qué tal me saldría? ¿Reconocerían mi talento? ¿Qué me regalarían?

Peleaba mecánicamente cuando de repente advertí que los muchachos abandonaban el ring uno tras otro. Me quedé sorprendido y aterrorizado, como si me hubieran dejado solo ante un peligro desconocido. Enseguida comprendí lo que pasaba. Los chicos lo habían convenido así. Era

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