Hijos de madre tierra

Celso Román

Fragmento

1

El sueño del Payé

Ha caído la noche sobre el planeta Tierra.

Un leve murmullo recorre el universo, y es al mismo tiempo una luz que se desplaza como si buscara afanosamente un lugar en medio de la miríada de astros en la noche de verano, formada por la anaconda creadora cuando —después de darle vida al mundo y de trazar el cauce de los ríos— subió al firmamento y se disolvió en el reguero de estrellas conocido como la Vía Láctea.

La fosforescencia parecía buscar un destino, como cuando un animal de la selva persigue con desesperación el aroma del rastro dejado por el alimento o el amor. Súbitamente, sintió que hallaba su rumbo al localizar en un extremo del gran camino de estrellas un sol con varios mundos girando a su alrededor. Con total determinación se dirigió hacia el cuarto planeta, una pequeña esfera azul bordeada de nubes.

Era la Tierra, que rotaba con un movimiento casi imperceptible hacia el amanecer.

La luminosidad descendió segura hacia América del Sur, pues quería llegar antes del comienzo del día, ya que por fin había localizado su destino: la floresta amazónica. Recorrió con afán el dosel de la cálida selva y se detuvo al divisar una aldea indígena. Allí percibió los murmullos de los insectos, los cantos de los animales nocturnos y los perfumes de las flores que se abrían durante la noche.

Entró al enorme espacio de la maloca, la gran casa construida según la orientación de las estrellas donde dormía la gente de la aldea. Se acercó al leve resplandor del fuego donde ardía la madera de bursera1, el árbol cuyo aroma intenso y penetrante, sutilmente cítrico, pero a la vez dulce, alejaba los malos espíritus.

Allí buscó el sueño tranquilo del Payé, el sabio hombre-de-medicina, conocedor de los secretos de las plantas sagradas. El cuerpo del anciano —todavía fuerte a pesar de su avanzada edad— se agitó en la hamaca tejida con la fibra de cumare, la palma sagrada, cuando el resplandor entró en su pensamiento haciéndole un llamado:

—Payé, ven conmigo, Madre Tierra te necesita —dijo la voz, transformándose en un águila harpía hecha de luz.

El cuerpo del viejo permaneció dormido con una sonrisa en la boca, mientras su espíritu alzaba vuelo con el aleteo firme y constante de la fuerte rapaz amazónica, que se remontó hacia las estrellas.

Abajo quedó la maloca, el recinto sagrado construido por la comunidad en minga —el trabajo de todos—, el cual personificaba a la Madre Tierra ancestral, ya que sus columnas y sus vigas representaban el esqueleto; los amarres de bejuco yaré eran sus venas, y la cubierta de hojas de palma real simbolizaba su piel. El Payé sabía que la maloca era la casa del universo, pues estaba orientada sobre los puntos cardinales, y a la vez era el vientre donde se formaba la vida, al contener en ella los elementos rituales masculinos y femeninos: el fuego, el ambil —la esencia del tabaco—, la sagrada hoja de coca, el almidón de yuca y el casabe, amasado en forma de tortilla, junto con el ají y el maní, que recreaban entre ellos el orden del cosmos.

El Payé-águila-harpía-de-luz ascendió, y allá abajo él divisó la inmensa extensión de la selva, hasta ver la curvatura de la Tierra, y el planeta que giraba lentamente, aproximándose a los primeros rayos del sol al amanecer.

Desde el cielo de verano, pudo ver al planeta entero, que con sus móviles mantos de nubes empezó a hablarle, y su imagen era la de una hermosa mujer de rasgos indígenas, en cuyos cabellos navegaban peces y la túnica de su cuerpo estaba formada por animales y plantas:

—Soy tu Madre Tierra, la misma Pachamama de los Inga del Sur, y he recorrido el universo entero buscándote, pues necesito tu ayuda… —dijo con una dulce voz hecha de canto de pájaros y rumores de agua.

—Madre, pero ¿cómo voy a auxiliarte si soy apenas un anciano que pronto va a reencontrarse contigo, cuando vuelva a mi origen al llegar el final de mis días? —respondió el espíritu del chamán con su aleteo de águila.

—Porque precisamente tú eres un gran conocedor de mis secretos y quiero que viajes en busca de ayuda para los seres que están en peligro de desaparecer —afirmó la hermosa mujer, señalándole en su manto y en su cuerpo varias heridas y cicatrices donde habían desaparecido aguas, praderas, árboles y animales.

—Pero soy el más viejo de mi aldea y ya casi ni para moverme tengo fuerzas suficientes… —se quejó el anciano Payé.

—Te daré mi fuerza y mi poderío para buscar a otros como tú que en este instante también estoy convocando. Míralo con tus propios ojos —dijo la bella Madre Tierra presentándole varios personajes entre mágicos destellos.

El Payé comprendió que jamás estaría solo, pues pudo ver a quienes encontraría en esta misión: el profesor de una escuela rural con sus niños y un sacerdote con sus feligreses, ambos de la Zona Cafetera; un palabrero wayúu, rodeado por la intensa luz del desierto guajiro; un piache o chamán indígena del pueblo guahibo, que habitaba las llanuras orientales; un jaibaná del pueblo embera del Pacífico, con su rostro dibujado con geométricas líneas pintadas con la tinta del árbol de jigua; un pescador del Caribe con su alegre comunidad, y el guardabosques de un parque nacional.

—Nunca estarás solo, porque también te acompañarán otros hijos míos. Quiero que los conozcas y los recibas con cariño —expresó con su voz de manantial Madre Tierra, y al mover sus manos diversos seres mágicos desfilaron volando alrededor del Payé: la Madremonte de la Zona Cafetera; el Curupira del Amazonas; el duende de las llanuras orientales; Pulowi, la diosa wayúu de los vientos guajiros; la Sirena del Arco del océano Pacífico; Anansi, la pícara araña del mar Caribe, y la Mapalina de los páramos.

—Es hora de partir —dijo Madre Tierra, y de ella surgió un resplandor que envolvió al Payé y a la Madremonte con su vestido de hojas y flores de la selva. El anciano cerró sus ojos y cuando los abrió se encontró de nuevo en su hamaca dentro de la maloca. El cielo nocturno ya decía adiós a las estrellas, y en la semipenumbra del amanecer escuchó una suave voz que lo invitaba a viajar.

—Debemos salir ya. Nos esperan el loro orejiamarillo y la palma de cera. Se acerca la Semana Santa y hay angustia en la Zona Cafetera. Vamos cuanto antes —dijo la Madremonte extendiéndole su mano para ayudarle a salir de la hamaca.

Al tomar sus dedos nervudos semejantes a bejucos nudosos con largas uñas, el Payé sintió todo el amor y toda la angustia de esa mágica aparición, preocupada por el destino de la vida. Notó que volaba de nuevo. Este era el comienzo de la primera aventura.

1 Ver al final del libro el GLOSARIO con la descripción de las palabras que aparecen en gris.

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