El cristal de la Guardiana (Meridia I)

Paula Cristina Cuellar Soares

Fragmento

DÍA 1: LUNES

1

Era temprano en la mañana cuando el piloto sobrevoló lo que, según el mapa, debía ser un conjunto de tres islas pequeñas, pero que en realidad eran cuatro, y se dirigió a una de ellas, buscando el lugar en donde, según las coordenadas, debía aterrizar. Una mujer joven, de unos veintiocho años, lo acompañaba en el helicóptero y le señalaba con la mano hacia dónde debían ir mientras su posicionador satelital mostraba un archipiélago cerca de la Isla de Pascua, en el océano Pacífico. Su largo cabello castaño oscuro, aunque lo llevaba recogido en una cola de caballo, revoloteaba para todos lados con el viento. Debía llegar hasta el interior de la isla, en donde predominaba una densa vegetación sobre las colinas, pero ya se daba cuenta de que el helicóptero no iba a poder aterrizar allí. Después de volar alrededor, el piloto encontró un sitio en la costa en el cual podría descender.

—¡Esto es lo más cerca que te puedo dejar! —dijo hablando a su micrófono.

—¡Es perfecto! —le contestó ella, haciendo un gesto de aprobación con la mano.

El helicóptero descendió y el piloto, de unos cincuenta años, ayudó a bajar todo el equipo de la joven: carpa, víveres, neverita y varios maletines.

—Debo regresar ahora. ¿Seguro que vas a estar bien? Existen historias de civilizaciones enteras que han desaparecido por estos lados —comentó el piloto, un poco preocupado, pues la zona se veía salvaje.

—Eso son precisamente… historias. Estaré bien. Nos veremos en cinco días —se despidió Antonia, tranquilizándolo. Llevaba puesta una camiseta, tenis y un pantalón lleno de bolsillos, al cual se le podía desprender el último tramo para convertirlo en bermuda. Por su cara sin maquillaje, sus brazos bronceados por partes y su aspecto relajado, se notaba que no era la primera vez que la dejaban en un sitio similar.

Caminó lo más que pudo, alejándose de la costa, y pasó el resto de la mañana organizando su campamento. Cuando la carpa estuvo lista, exploró un poco alrededor en busca de madera para hacer una fogata y hacerse algo de comer. Después de recoger todos los restos y guardarlos para no llamar con olores de comida a algún animal, se dedicó a recorrer el lugar, empezando por bordear la playa pues, aunque ella sabía que sus mapas eran bastante inexactos dado lo inhóspito de la región, veía una pequeña isla al frente que no aparecía para nada en ellos. Al parecer, la zona era un punto muerto para las radiaciones de ondas, pues no tenía señal en su teléfono, su posicionador se volvía loco cada tanto y a veces se apagaba del todo.

—A ti te reviso luego —dijo, mirando el islote con curiosidad. Estaba tan cerca que seguramente podía llegar allá con su bote inflable, pero el mar estaba demasiado agitado.

Se alejó de la costa, caminando hacia el interior, parando de vez en cuando para tomar muestras de tierra en sitios donde se alcanzaban a diferenciar las diferentes capas geológicas. La tierra que soltaba con una pequeña pica la echaba en unos recipientes de vidrio, que luego guardaba en un maletín que llevaba en su espalda. Sin embargo, se quedó observando un poco decepcionada la última muestra que había tomado. Regó una porción en su mano, queriendo ver si brillaba al sol y le ennegrecía los dedos al frotarla, pero no lo hizo.

—Tú no eres a quien busco —dijo como si el puñado de tierra pudiera entenderle—. Pero eres muy parecido —agregó guardando la muestra en su maletín, esperanzada de poder encontrar algo interesante también en ese mineral.

Siguió caminando y, al llegar a la parte más alta, casi en medio de la isla, encontró un espacio con poca vegetación desde donde podía ver todo alrededor. Mientras sonreía y disfrutaba del sol y el viento en su cara, se quedó maravillada con la vista que tenía. Veía el pequeño grupo de islas, solas, enfrentando la furia del océano y sobre las cuales el mar golpeaba con tal fuerza que no le extrañaba que ninguna ruta de barcos pasara por allí. La isla más pequeña parecía terminar abruptamente, como si hubiese perdido un pedazo, como si le hubiesen cortado una tajada con un cuchillo gigante. Imaginó el mar devorándosela poco a poco a lo largo de los años. Al anochecer empezó su camino de regreso, señalando en un mapa la zona que había recorrido. Descansó al lado del fuego que acababa de encender, cerrando con cansancio sus ojos castaño oscuro. Cruzó los brazos frente a ella y vio cómo, en la argolla de oro que llevaba en su mano izquierda, se reflejaba el fuego que la calentaba.

DÍA 2: MARTES

2

Al amanecer, cuando estuvo lista, salió en otra dirección con mapa en mano y su maletín medio vacío, en espera de llenarlo con nuevas muestras de tierra, pero, al observar la isla de en frente, vio que el agua que las separaba estaba tan tranquila que decidió abrir su bote y explorarla de una vez. Se veía pequeña y estaba segura de que en una mañana la recorrería. Llegó al otro extremo y aseguró el bote junto a unos troncos. Al contrario de la otra isla, esta era principalmente rocosa y en poco tiempo se encontró ascendiendo mientras buscaba la cima. Un par de horas después, estaba agachada al lado de unas rocas, organizando en su maletín las muestras que había recogido hasta el momento, cuando de repente sintió que el suelo bajo sus pies se estremecía. Tratando de mantenerse en pie, tropezó con un tronco que estaba en el suelo, perdió el equilibrio y soltó un grito sabiendo que iba a caer al mar. Pero, en vez de eso, empezó a rodar cuesta abajo sobre una colina no muy empinada. Aterrizó boca abajo y, aún sintiéndose muy mareada, levantó la cabeza para ver dónde estaba.

«Una vuelta más y creo que me vomito».

Se encontraba en medio de una planicie al lado de un bosque tupido de árboles espinosos y a su alrededor podía ver montañas. «¿O son islas?». Empezó a preguntarse cómo era posible que no las hubiese notado antes. «¿Dónde estoy? ¿Una parte de la isla que no había visto? No es posible…». Miró hacia atrás y vio la cima desde donde resbaló, pero no encontró rastro alguno de la pared plana y rocosa sobre la que había estado. «No rodé tanto… ¿De dónde salió todo esto?». Se levantó lentamente y al revisar su posicionador lo encontró apagado. Ninguno de sus aparatos recibía señales ahí. Los guardó y empezó a masajear sus brazos, en los que sentía ya los moretones que seguramente le iban a salir en poco tiempo y, mientras revisaba si había alguna herida de cuidado, notó algo volando en el cielo.

«¿Un águila?», pensó mientras organizaba de nuevo su cabello ondulado, pero ya empezaba a darse cuenta de que debía haberse golpeado la cabeza más duro de lo que pensaba. Era un águila enorme y tenía cola y cuatro patas, pero eso no era lo que le extrañaba más. Llevaba un jinete y estaba aterrizando. El ave se acercó cada vez más al suelo y, cuando estuvo a pocos centímetros de él, batió sus alas intentando permanecer en un solo sitio y se sacudió un poco para dejar caer su jinete. Este se escurrió hasta el piso aparentemente inconsciente. El ave siguió su vuelo y el jinete permaneció inmóvil, tal como había caído.

Saliendo un poco de su estupor, se acercó corriendo hacia el cuerpo, que desde la distancia podía distinguir que era de una mujer. Tendida en la grama, su aspecto la hacía ver como un personaje salido de un cuento de fantasía. Tenía unos cincuenta y cinco años y su cabellera castaña oscura se expandía en largas ondas por el suelo. Llevaba una blusa blanca amplia hasta los puños y un pantalón color marrón, en el área del pecho llevaba una especie de armadura, botines de cuero hasta los tobillos y, clavada en su pierna, una flecha.

—Oh, pero ¡¿qué es esto?! ¿Estás bien? —le dijo arrodillándose a su lado y, al sentirla cerca, la mujer la miró—. ¿Estás bien?

—Ayúdame… —dijo con lo poco que le quedaba de vida señalando la flecha en su pierna.

—¡¿Te la quito?! —preguntó con su voz marcada entre terror y compasión, y la mujer asintió. Antonia tomó la flecha con su mano temblorosa y tiró fuerte de ella. De la punta ensangrentada de la flecha se veía fluir un líquido verdoso, como si brotara de su interior.

Arrojó la flecha a un lado y miró a la mujer, que en ese momento trataba de encontrar algo dentro de un pequeño bolso que llevaba colgado en su pecho. La mujer respiraba rápido y entrecortado, como tratando de no olvidar cómo hacerlo. Antonia tomó el bolso para ayudarle y en su interior encontró una pequeña envoltura de terciopelo rojo, sellada con una cinta dorada. Casi sin fuerza, la mujer extendió su mano y Antonia se la entregó. De su interior la mujer tomó un cristal, algo parecido a un cuarzo tallado del tamaño de un dedo meñique, tomó la mano izquierda de Antonia, puso el cristal en ella y con ambas manos la cubrió.

—Escóndelo… Mantenlo a salvo… No dejes que lo tomen… —murmuró con dificultad. Luego, respiró profundo y su mano ahora buscaba algo por encima de su hombro—. Mi espada…

Antonia, confundida, haló de una empuñadura que asomaba en su espalda por entre su cabello. Una espada con grabados ilegibles y varias piedras preciosas salió de la parte de atrás de su peto.

—Defiéndelo… —dijo con lo poco que le quedaba de voz y, soltando un último suspiro, sus ojos empezaron a cerrarse.

—¿Qué? —dijo Antonia mirando sus manos, un cristal en una y una espada en la otra—. ¿Qué dices? —preguntó mirando la insignificante piedra—. ¿Quieres que proteja un pedazo de cuarzo? ¿Que no lo tome quién? ¿Qué clase de broma es esta? —reclamó y, al mirar a la mujer a los ojos, su desespero se volvió tristeza al ver que ellos se cerraban definitivamente dejando caer una última lágrima.

3

Por unos segundos, contempló a la mujer que estaba en el suelo, pero luego escuchó un ruido, volteó su cabeza y vio un grupo de hombres a lo lejos que salían del bosque y se acercaban rápidamente. Con las palabras de la mujer dando vueltas en su mente, empezó a buscar en dónde poner a salvo el cristal, pero, al sentir que los hombres ya estaban demasiado cerca, lo único que se le ocurrió fue meterlo en su sostén. Y allí lo puso, escondido debajo de su seno izquierdo. Al volverse de nuevo, se encontró con cinco hombres que se detenían detrás de ella. No pudo dejar de pensar si el equipo de fútbol italiano había venido al rescate. Todos ellos se veían bastante atractivos, cabellos negros, ojos azules y uniformados con trajes y armaduras que parecían medievales. Se levantó lentamente con la espada aún en su mano y alzó la mirada, pues todos ellos eran al menos diez centímetros más altos que ella. Eso ya era mucho decir considerando que ella misma era bastante alta.

Uno de ellos habló en un lenguaje que ella no entendió y, al ver su cara de confusión, todos reaccionaron sacando sus espadas de las vainas que tenían en su cinturón. De repente, uno de ellos trató de aproximarse a la otra mujer mirándola maliciosamente. De modo instintivo, Antonia dio un paso hacia atrás y levantó su espada también, dirigiéndola hacia el que se había movido.

—No te acerques —dijo con una seguridad que ni ella se imaginaba que tenía.

El hombre que había hablado lo hizo de nuevo, claramente extrañado. Luego soltó una carcajada y, con un hábil movimiento de su mano, hizo un corte con su espada en el hombro izquierdo de Antonia.

Ella soltó un grito de dolor y su seguridad se fue transformando poco a poco en terror al darse cuenta de que ellos no estaban allí para ayudar. Mirando a su alrededor, notó que uno de los hombres cargaba un arco en su espalda junto con un carcaj que tenía flechas iguales a la que ella había sacado de la pierna de la mujer. La conclusión era simple, ellos habían sido quienes la habían atacado.

El hombre que la hirió seguía mirándola fijamente, como esperando que algo pasara y, al ver que Antonia seguía de pie sosteniendo su espada, se acercó y golpeó tan fuertemente su espada contra la de ella que, inmediatamente, con un quejido, ella la dejó caer al suelo al sentir como si sus dedos se hubiesen quebrado con el impacto. El hombre se acercó más a ella, diciendo más cosas en su idioma, mirándola de arriba abajo, como examinándola, mientras los demás empezaban a rodearlas y ella sintió más temor del que jamás había sentido en su vida. Sin retirar la mirada de sus ojos, el hombre envainó su espada y con su mano derecha la tomó de su hombro herido. Ella sintió un dolor tan fuerte y tan agudo que, aunque quiso gritar, al abrir su boca ningún sonido salió. Con sus ojos aguados, se dio cuenta de que el dolor no venía de su hombro. Venía de su flanco derecho, donde el hombre le había enterrado una daga.

El hombre dio un paso hacia atrás y le pasó la daga ensangrentada a otro. Dio unas instrucciones y ambos se fueron corriendo hacia el bosque del cual habían venido, dejando a los demás que terminaran su labor. Mientras Antonia veía cómo sus manos se manchaban con la sangre que trataba de mantener dentro haciendo presión, los hombres se acercaron a la mujer sin vida, le quitaron algo parecido a un reloj y empezaron a buscar entre sus pertenencias.

«Seguramente buscan el cristal».

Dándose cuenta de que le había fallado a la mujer y, más aún, de que iba a morir allí, sola y en medio de lo que creía era una alucinación, cayó arrodillada mientras veía de reojo cómo uno de los hombres buscaba frenéticamente en el bolso de la mujer.

En ese momento, sintió que algo pasó frente a ella muy rápido y el hombre cayó al suelo. Ahora él tenía una flecha clavada en su espalda. Con su última energía, volteó su cabeza y vio que cinco de las extrañas águilas enormes aterrizaban cerca y de ellas bajaban varios hombres. O ella creía que lo eran, pues todos traían puesto un traje de aspecto metálico, de color verde oscuro, que les cubría todo el cuerpo excepto los ojos y la boca. En el pecho tenían un peto del mismo material, que terminaba en anchas franjas flexibles que llegaban hasta la mitad de sus muslos, al estilo de una falda. Se acercaron rápidamente, varios de ellos disparando flechas hacia todas direcciones y, cuando los alcanzaron, todos sacaron espadas de sus espaldas. Sintiendo cómo la vida se le escapaba del cuerpo, Antonia cerró sus ojos y cayó inmóvil, boca abajo, al lado de la mujer.

Mientras se enfrentaban con espadas con los atacantes de pelo negro que quedaban, dos de los hombres que acababan de llegar se acercaron rápidamente a las mujeres.

—¡Niki! ¡Ella aún está con vida! —dijo uno de ellos en su propio idioma, sintiendo el débil pulso de Antonia. Lord Nicolás, uno de los jefes de la Armada, guardó su espada, se acercó y la miró, extrañado.

—¿Quién es ella? —preguntó lord Nicolás, dirigiendo la mirada a sus hombres, pero todos negaron con un gesto de su cabeza—. ¿Y Tara? —dijo esperanzado, mirando al que se encontraba al lado de la otra mujer. De nuevo, la respuesta fue una negación que le causó una oleada de tristeza—. ¿Y el cristal? —preguntó, mirándolos a todos de nuevo—. Revisen los cuerpos —ordenó antes de recibir otro gesto negativo como respuesta. Pero la búsqueda fue en vano, pues no había rastro del cristal por ninguna parte.

Lord Nicolás se acercó a Tara y acarició su cabello.

—¿Qué estabas tratando de hacer? —murmuró, y sus ojos aguados expresaban el dolor de ver a aquella mujer que había conocido, ahora sin vida, en la grama.

—¿Niki? —llamó el hombre que se encontraba al lado de Antonia, sacándolo de su tristeza—. ¿Qué vamos a hacer con ella? ¿Crees que venga del País del Este? Ese atuendo… —dijo mirando con desdén la camiseta y el pantalón que ella traía puestos. Sus ojos se detuvieron en su muñeca izquierda—. No trae un lector… —dijo un poco preocupado.

Lord Nicolás retiró de su muñeca algo similar a un reloj y lo puso en la muñeca de Antonia. A los pocos segundos, aparecieron unos símbolos en la pantalla que significaban ‘ADN no identificado’. Lord Nicolás hizo un gesto de preocupación mientras le retiraba el lector y lo colocaba de nuevo en su muñeca.

—No podemos llevarla con nosotros. ¡No sabemos quién es! Puede ser una de los sentinos —dijo otro de los hombres.

—¡Pero estaba ayudando a Tara! Y si fuera uno de ellos, ¿por qué querrían matarla? ¡Tiene veneno en su herida! —afirmó, mostrando el corte en su hombro.

—¡No tenemos seguridad de que estuviera ayudando a Tara!

—Nicolás, ¡no podemos dejarla aquí!

—Leandro tiene razón, Víctor. No somos como ellos —dijo lord Nicolás, colocando su mano en el hombro de Víctor—. Si está con los sentinos, tal vez podamos obtener información de ella. Pero ahora le queda poco tiempo. Tenemos que llevarla a la Ciudadela —dijo mientras Leandro sacaba una jeringa del bolso que llevaba y le inyectaba una sustancia en cada herida, tratando de detener el sangrado—. Roberta, lleva a Tara contigo —continuó diciéndole a otro soldado, quien por su armadura y una larga trenza que le llegaba hasta la mitad de la espalda, se notaba claramente que era una mujer—. Yo le avisaré a Fíneas para que tenga todo preparado y pediré que la guardia de seguridad esté esperándonos allá.

Lord Nicolás cargó a Antonia en sus brazos y, con la ayuda de los otros hombres, la aseguraron en su ave. Acomodaron el cuerpo sin vida de Tara en el ave de lady Roberta, otro de los jefes de la Armada, y todos se fueron volando hacia la Ciudadela.

4

El ave aterrizó en el techo del hospital y, cargando de nuevo a Antonia en sus brazos, lord Nicolás bajó con ella por un elevador y entró apresuradamente a uno de los cuartos del hospital, en donde el médico Fíneas, vestido con una bata azul, esperaba para atenderlos, al igual que dos de sus médicos asistentes, un hombre y una mujer vestidos con batas color lila. El cuarto, con piso de porcelana marrón y la ropa de cama en colores de un solo fondo, daba más el aspecto de un cuarto de hotel que de un hospital. Tres hombres, portando su armadura completa de cabeza a los pies, se ubicaron a cada lado de la puerta y lo saludaron a su paso. Lord Nicolás asintió en respuesta, satisfecho de ver a la guardia de seguridad ya en posición. Ahora, él sólo llevaba puesto un peto de cuero y una capa que ondeaba en su espalda, con lo que se podía ver que era un hombre con ojos de un color entre gris y verde claro, de aproximadamente treinta años, y con cabello castaño claro que le caía en ondas hasta los hombros.

Nicolás dejó a Antonia en la cama doble que estaba al lado de varios aparatos y pantallas. Fíneas, el médico jefe, era un hombre también de alrededor de treinta años que llevaba su cabello negro recogido a la altura de la nuca al igual que sus asistentes.

—Retírenle sus pertenencias —le dijo al par de médicos que lo acompañaban, así que ellos se apresuraron a quitarle su argolla, reloj, zarcillos y manillas, mirándolas con extrañeza y guardándolas cuidadosamente en cajitas transparentes, delicadamente fabricadas para ello.

Mientras tanto, Fíneas le pegaba varios sensores en el cuerpo: uno a cada lado de la cabeza, del cuello, al interior de los codos y en las muñecas. Al hacerles presión, se activaron y, por cada sensor, una pantalla cobraba vida, mostrando información de sus signos vitales. Tomó unas tijeras y cortó a lo largo su camiseta ensangrentada, la abrió y pudo observar una herida corta en longitud, pero profunda en su flanco derecho. Dentro de su sostén, el cristal permanecía imperceptible.

Inmediatamente uno de los asistentes comenzó a limpiar la herida al tiempo que Fíneas ubicaba un sensor en su pecho. El otro asistente le retiró los zapatos y el pantalón de manera que pudieran ponerle sensores en cada pierna y en los tobillos, dejándola sólo con su ropa interior. Después de revisar que todos los sensores estuvieran en su lugar, su mirada se detuvo en su muñeca.

—¿Dónde está su lector? —preguntó, extrañado, mirando a lord Nicolás.

—No traía uno —contestó seriamente. Fíneas trató de no darle importancia y volvió a mirar a Antonia.

—Kayla, análisis de heridas, por favor —dijo Fíneas en voz alta mientras le colocaba una bata de color verde que cubriera su cuerpo.

—Ciertamente —contestó una voz femenina computarizada que se escuchaba en los parlantes del cuarto. Por encima de la cama y siguiendo un riel, una lámpara descendió y recorrió el cuerpo de Antonia de la cabeza a los pies a pocos centímetros de su piel. A medida que pasaba por cada sensor, en su pantalla correspondiente aparecía la imagen de un órgano en funcionamiento. Al terminar el recorrido, la voz de Kayla se escuchó de nuevo en los parlantes, haciendo un reporte de las heridas encontradas en orden de gravedad—. Flanco derecho: herida penetrante de dos centímetros provocada por arma cortopunzante, órganos afectados: colon ascendente y polo inferior del riñón derecho con colección de sangre. Estado: crítico. Tiempo estimado de vida: doce minutos.

5

Mientras escuchaban el reporte del computador llamado Kayla, Fíneas y sus asistentes organizaban la medicina necesaria de acuerdo al análisis. En otra pantalla se iba registrando el reporte con un conteo regresivo del tiempo estimado de vida.

—Analgésico, costura, sedante, regenerador —les dijo Fíneas a sus asistentes y ellos se dispusieron a tratarla al instante.

—Hombro izquierdo: herida lineal de cuatro centímetros que compromete únicamente tejido blando, provocada por arma cortopunzante —continuó Kayla con su reporte—. Sustancia ciento veintidós detectada. Estado: fuera de peligro. La sustancia ciento veintidós ha sido neutralizada.

Inmediatamente las miradas de Fíneas y lord Nicolás se cruzaron.

—¿Qué? —dijeron ambos hombres al tiempo. Fíneas se acercó a la pantalla, en donde las palabras ‘sustancia ciento veintidós neutralizada’ parpadeaban constantemente. Luego tocó la pantalla con la punta de sus dedos, justo en el lugar donde se encontraba la herida—. Kayla, proyecta, por favor.

—Ciertamente —contestó Kayla, y en la pantalla se veía ahora una imagen que Fíneas podía manipular con su mano.

—¿Qué está sucediendo? —se preguntó Fíneas a sí mismo mientras que con su mano rotaba la imagen de la pantalla para poderla apreciar desde diferentes ángulos—. Kayla, explica último diagnóstico —ordenó.

—Ciertamente. La herida ubicada en el hombro izquierdo denota presencia de la sustancia tóxica ciento veintidós, más comúnmente conocida como ‘dormidera’ —elaboró Kayla—. La sustancia no se encuentra presente en los demás puntos de análisis, ha sido contenida y neutralizada dentro del organismo. No representa riesgo en la vida del paciente.

—¿Cómo es posible? Kayla, repite el análisis, por favor —le pidió Fíneas bastante confundido—. Anette, toma una muestra de sangre y tráemela, por favor —le dijo a su asistente mientras se sentaba en un escritorio, ubicado al frente de un grupo de pantallas ubicadas en otra de las paredes del cuarto. Tocó un panel en la mesa y una parte de ella se deslizó para revelar un fino teclado con caracteres ilegibles. Empezó a digitar una serie de comandos mientras que lord Nicolás se acercaba a la cama donde se encontraba Antonia inconsciente. El otro asistente estaba a su costado derecho, cosiendo internamente su herida con ayuda de unos lentes sostenidos en su cabeza y un aparato que parecía un destornillador muy largo. En otra de las pantallas se observaba cómo el delgado aparato penetraba por la herida y realizaba una sutura cada vez que el médico accionaba un botón en su extremo superior.

Lord Nicolás se dirigió a su costado izquierdo y se sentó en la cama al lado de ella, mirándola fijamente, tratando de notar algo diferente en esa mujer que le hubiese permitido lograr semejante proeza. Mientras tanto, Fíneas colocaba una gota de la sangre de Antonia en un receptor cercano conectado a las pantallas. A los pocos segundos, comenzaron a aparecer en una de ellas imágenes de los diferentes componentes encontrados en la sangre con la identificación de cada uno. Tocando la pantalla con sus dedos, Fíneas fue recorriendo los resultados rápidamente al no encontrar nada inusual.

—Corroboración de análisis terminado. —Se escuchó decir a Kayla—. La sustancia ciento veintidós ha sido neutralizada en el organismo. ¿Desea que termine el análisis de heridas?

—Sí…, Kayla, gracias —dijo casi para sí mismo sin retirar la mirada de la pantalla. Kayla continuó enumerando las heridas restantes de Antonia que no eran más que raspaduras y equimosis nada críticas.

En ese momento, hacia el final de la lista de componentes que revisaba Fíneas, empezaron a aparecer imágenes de algunos componentes con un mensaje al lado en donde se leía ‘sustancia sin identificar número uno’ y, más abajo, ‘sustancia sin identificar número dos’. La lista continuaba y, mientras más avanzaba en la revisión, los números seguían creciendo. ‘Sustancia sin identificar número cuarenta y siete, sustancia sin identificar número cuarenta y ocho’. Imágenes de diversos colores y formas acompañaban estos mensajes.

—¿Qué es esto? —Fue lo único que pudo decir, confundido y frunciendo el ceño. Buscó el final de la lista de resultados hasta que llegó a un mensaje que leía

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