Misiá señora

Albalucía Ángel

Fragmento

El hombre es como el oso, oyes la voz que se enredija otras voces, un ventarrón de pronto cierra la ventana, Mariana, llaman apremiantes, cierras los ojos, ¡Marianita…!, no me jodan carajo, respondes en voz baja, la tenue luz, el murmurio, un arrastrar pesado de chinelas.

Luz grácil. Azul clara. Vibrátil como el ala doblada de un caballito de palo, extendiéndose, diáfana, vagante, vagarosa hacia la otra luz, el verde esmerilado, el árbol. Todo es paz allá afuera.

Todo en silencio y quieto. Sabes que si te mueves será el final del hermetismo, quebrarás el encanto de las hojas, que solo viento mueve, con ritmo manso, armónico, y entonces miras su abanicar alveolado de plumas verduscas, verdilargas, no moverás el tiempo, tú ya sabes que no, Mariana, no lo intentes.

Escucha el ruido del agua. Un torrente pequeño que se tropieza con guijarros, te lo imaginas fresco, restallante, y te abandonas mansa, igual que el agua, linfática, lustral, te dejas ir, acuátil. La imagen de otros ríos. Caudal acídulo y undísono, vibrando en tus sentidos que te rodean acuosos, embriagados, todo ascendente, afable, pero de pronto aquel brillor avellanado, el parpadear de aquellos ojos, lechuza, curuja, cucubá, gritas sin ton ni son, porque algo se desboca, gira en forma de embudo, te succiona: flota, Mariana, no te asustes, sigue a flor de agua, ¡lucha!, pero se queda inmóvil, sometida, y el remolino se la sorbe, de un coletazo helado, al fondo.

Mariana, Marianita, insisten desde afuera, tu madre, no: no es ella. Es aquella señora con un hábito blanco que viste esta mañana cuando llegaron en la berlina de la abuela, esta es sor Grillo, te dijo tu mamá, y ella, sor Grillo, a ver, cómo te llamas, y tú muy punto en boca, mirando fija esa mariposota almidonada que se movía encima de su cabeza cuando ella hacía algún gesto, a ver, cómo te llamas, repetía, y tú ni mu, absorta, atolondrada, y ella que si se te comieron la lengua los ratones, y tu mamá, Mariana, regañándote, porque tú allí en tus trece, sin modular palabra, y ellas pendientes, hasta que la señora de hábito blanco y esas como alas coronándola, se agachó muy sonriente, te acarició el mentón, el pelo, qué moño tan bonito, que era color malvón, color de moda según la tía Elisenda, y el recherché según la abuela, a ver esa lengüita, y no tuviste entonces más remedio que sacar poco a poco, ¡ah, sí…!, ahí está, lo celebraban, la puntica asomada, las risas, la alharaca, y te atreviste entonces con la mano, hasta tocar esa armazón temblona, lisa, ¿te gusta?, fue la pregunta de sor Grillo.

¿Te gusta, Mariana?

¡Marianita…!

No. No me gusta. No voy a responder, además. Pero por qué, Mariana. Porque no, porque no quiero. No te enojes conmigo: no voy a acusarte delante de sor Grillo. Claro que sí, vas a acusarme, porque eres acusetas: acusetas panderetas, acusetas panderetas, acusetas panderetas… ¡Mariana…!, ya voy, dijiste finalmente, saliendo hacia el balcón, y arrastrando a Lilita por un brazo, la pobre.

Gris. Gris hosco, bruma, gris neblina. Una parálisis profunda como si de repente el aire se estancara, los rumores. El tiempo y su reposo, Mariana. La interrupción del pálpito, del oleaje, el flujo y el reflujo, la rotación vencida. La marcha hacia la muerte. La traslación de un eje a otro, de esa tu sangre que ahora trepida con violencia, se mece en tus entrañas, hurga tus cavidades secas, se columpia, remueve tus membranas, pero tú ya no sientes. Mariana, te acaricia. Marianita… y allí la ves, de pronto. Está sentada en la banqueta, el rostro de grisalla, su bata blanquiñosa, manchada, de una etamina burda, y te impresiona la lividez terrosa y ese temblor constante de sus manos, que no sostienen nada pero que balancea suavemente, rurru mi niño, canta, mirando hacia el ensueño, hacia el abrazo hueco, macilento, rurru mi niño, rurru, gimotea. No la mires, Mariana. Deja que se reseque como un cuero de lagarto, que su canción de cuna se ahogue con el gargajo que supuran sus bronquios arañados, abandónala allí, no te detengas. Pero ella fascinada permanece con los ojos clavados en sus ojos, en esas cuencas muy profundas, enrojecidas y difusas, que miran sin mirarla, rurru mi niño, sigue, con voz desentonada, y no comprende por qué es que arrulla a un niño que no existe, por qué ese colorete por la cara y aquel zapato solo, oye un llamado opaco, Marianita, pero no se despega de esos gestos, que torpes y muy viejos siguen mimando el aire, cantándole al vacío, rurru mi amor, mi amor, mi niño lindo, hasta que de repente se da cuenta de que está enfrente, mirándola, que no despinta el ojo: Mariana, ven aquí, vuelve, regresa, no te sometas más a esa grisosa luz que enreda tu memoria, pero se deja encandilar, camina igual que un pajarito hipnotizado y allí se queda, a un paso, presintiendo la sangre a borbotones, la sístole y la diástole, Mariana, el colapso en tu historia, la inercia de tu mente, el descanso, y al fin, quizá, la tregua.

¿Y esa lengüita chirringuita no le sirve a la niña para hablar?, dijo sor Grillo con un mohín de que no soy el coco no te asustes, ¿te gusta o no?, y aproximó la mariposa almidonada hasta rozarte casi la mejilla, a ver esa lengüita puntudita, lenguona lenguaraz lengüeta lengüilarga iba a decirle de un tirón pero se recordó el castigo que mi Dios le infligió a misiá María Jesús Arrieta, el día que perjuró y que se me quede así mismito si no hay gato encerrado en lo que dijo aquella lengüilarga, la oyeron cuando dijo, haciendo el gesto de se me puede podrir por ahí derecho, y en el preciso instante se le empezó a entumir: sintió que se enroscaba como un tirabuzón, que se le encalambraba toda, y no alcanzo a gañir Dios mío bendito qué es esto tan horrible, contó la abuela al desayuno pasándole la sal a su mamá sin que la mano de ella la tocara, porque la lengua se iba para adentro, se la engullía el gallito, y apenas gorgoreos producía; misiá María Jesús corría de un lado a otro como un miquito suelto, se le corrió la teja chistó Zenón Barrera volando por un médico, pero la abuela resolvió que fueron los tres curas, mientras que le indicaba que la mano, pues las tres la alargaban hacia la torta de coco al mismo tiempo, y ella la retiró como un resorte porque tres manos en un plato no hay peor gato, lo sabe todo el mundo: los vi pasar mañana delante de su casa en el momento en que María Jesús barría la acera y esto va a ser pavoso, pensé yo, siguió la abuela mientras tiraba sal encima del hombro porque se había desparramado, tres curas son casi tan funestos como si vieras tres cernícalos encima de un papayo, o peores, diría yo, diagnosticó en voz queda, contando luego cómo el doctor trató con las tenazas, con las pinzas, y María Jesús morada, abotagada, hasta que al fin la lengua apareció, poquito a poco, y todos vieron el castigo: presenciaron patente aquella mano de Dios, que ni con palo ni con rejo, premonitoria, no se olvide, y ella que nunca nunca abuela, moviendo la cabeza, y entonces la mordisqueó en la punta, me gusta mucho, sí, dijo a sor Grillo, tragando la saliva por dos veces, cruzando el índice y el medio, no le fuera

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