La mujer de los sueños rotos

María Cristina Restrepo

Fragmento

1

2000

Eran las doce del día. Las horas de la mañana habían transcurrido con una lentitud enervante, a pesar de los esfuerzos de Laura Martínez por mantenerse tranquila, sin anticiparse al resultado de esa cita para almorzar que se presentaba cuando ya no la anhelaba. Sonrió al comprobar que tenía el tiempo suficiente para llegar sin afanes al centro de Medellín.

Se decía que de verdad no la anhelaba, ya no soñaba con manifestar lo que había callado durante años. Sin embargo volvía a experimentar la antigua emoción, mezcla de ansiedad, temor y alegría, que la embargaba cada vez que iba a reunirse con Fernando Pérez. En media hora ambos volverían a estar frente a frente, para encarar un pasado que quizás era más prudente olvidar.

Ahora podía salir de la casa con relativa tranquilidad. El tiempo se encargaba de mitigar el recuerdo de las horas de horror; la situación era definitivamente mejor que antes. La violencia parecía haber cedido y la esperanza brillaba para muchos. Durante los últimos años, la mayoría de los habitantes de Medellín se había afanado, cada cual a su manera, con los medios a su alcance, por superar los problemas que asolaron a la ciudad durante casi dos décadas. Los empresarios trabajaban para mantener a flote las industrias, las autoridades locales ingeniaban nuevas formas de convivencia. Los noticieros de televisión hablaban de la ciudad en términos optimistas, demasiado optimistas tal vez, porque el peligro seguía latente, aunque no de aquella manera indiscriminada que la misma Laura había padecido en carne propia. Algunos consideraban que lo mejor era no recordar, echar tierra sobre lo ocurrido, así que evitaban cualquier referencia a los duros años de la guerra. Otros necesitaban mantener vivo el recuerdo del terror para que no volviera a sorprenderlos, de manera que no perdían la oportunidad de ver una película, leer un libro, o registrar cualquier noticia relacionada con una historia que tardaría generaciones en concluir. Laura pensaba que sólo una larga serie de hechos civilizados podría redimir a los habitantes de Medellín de la culpa, justificada o no, así como del miedo y del asombro.

A pesar del calor del mediodía, decidió cambiarse el pantalón y la blusa de lino por el sastre de seda azul cobalto y la camisa blanca con botones dorados en los puños. La prosperidad de su empresa marroquinera la obligaba a cuidar más que nunca la apariencia, así que los atuendos casuales quedaban para los fines de semana o para los cortos períodos de vacaciones que se permitía a mediados del año. Además, quería que Fernando Pérez la viera esmeradamente vestida, no como la había visto algunos años atrás, cuando se encontraron por casualidad en la avenida La Playa, en pleno centro de la ciudad. Un encuentro que a él pareció incomodarlo y que a ella le dejó un amargo malestar.

En aquella oportunidad, Laura lo vio primero. Fernando Pérez caminaba delante de un grupo de estudiantes que bajaba de la Universidad Pontificia Bolivariana comiendo tajadas de mango biche compradas a un vendedor callejero. Caminaba vigorosamente, los ojos inquietos, acostumbrados a registrar los rostros que cruzaban junto a él. Al verla se detuvo sorprendido, tal vez ligeramente fastidiado, como si lo último que quisiera fuera ese encuentro.

—Señora… —dijo, llamándola como lo hacía antes. Pero ahora la voz sonaba distinta, los ojos no sonreían. La miraba curioso y al mismo tiempo cerrado a su presencia, aunque también era evidente el deseo de probar una vez más su poder de seducción.

—Hola, Fernando.

Laura pensó que a plena luz del día las arrugas que bordeaban sus ojos se mostrarían cruelmente, que iba vestida de cualquier manera con unos pantalones blancos y una blusa blanca también, en tanto que él lucía un blazer azul oscuro y unos pantalones de paño gris; un traje convencional y poco imaginativo, pero que parecía enteramente novedoso. Siempre había sido así. Lo suyo tenía una apariencia exclusiva. Desde la casa en las afueras de la ciudad, diseñada personalmente, y las obras de arte que la adornaban, hasta la ropa de gusto irreprochable. Incluso María del Carmen, su mujer, todavía cultivaba la fama de mujer elegante y sofisticada, al igual que las hijas, que ocupaban las páginas sociales de los diarios de la ciudad.

Al ver que Laura no se movía, Fernando Pérez la invitó a tomarse un yogur en una tienda de productos naturales de la esquina. Ella comprendió que lo hacía por cortesía. Debería haber rechazado la invitación, consciente de que a él le habría parecido indelicado dejarla sola en medio del ir y venir de la gente, a la sombra de una de las últimas ceibas que perduraban en el centro de la ciudad.

Sin embargo avanzó a su lado por la acera, sintiendo una vez más la cercanía de su cuerpo, la firme presión de la mano en el brazo cuando le ayudó a sentarse en un alto banco de madera frente a las repisas con frascos de polen y vitaminas, entre paquetes de cereales, jabones de avena, galletas de nueces y tortas de frutas cristalizadas. El rumor del tráfico llenaba el silencio que crecía entre los dos. Laura se habría contentado con permanecer unos minutos a su lado, consciente de los sentimientos encontrados que se debatían en su interior, de la dulce tristeza que anticipaba la pronta despedida.

Una joven de pestañas postizas les sirvió el yogur y se sentó detrás de la registradora con la evidente intención de oír lo que hablaban. Aquella señora rubia, de ojos claros y pelo corto, le despertaba tanta curiosidad como ese señor tan apuesto, con canas en las sienes y la manera vigorosa de moverse, como si los años se perdieran en el cuerpo que evocaba la cautela de un animal salvaje. Laura Martínez y Fernando Pérez formaban una extraña pareja en aquel lugar frecuentado por estudiantes. La dependienta contemplaba el juego de las manos que se movían hasta casi tocarse, doblar y desdoblar la servilleta, remover el yogur con la cucharilla. También se fijaba en la sonrisa incierta de la señora, en el gesto resuelto en la boca del hombre.

Hablaron de las hijas de Fernando Pérez, de lo bien que le iba con la oficina de arquitecto que había vuelto a abrir ahora que la situación parecía menos turbia, de la fábrica de carteras y zapatos de Laura, una industria que había comenzado como un pasatiempo pero que le permitía vivir holgadamente y hasta terminar de educar a los hijos. Hablaron de cualquier cosa menos de su amor, de los años de ausencia, o de la tragedia que había cambiado para siempre la vida de Laura. Fernando Pérez evadía el terreno de lo personal, protegiéndose detrás de una muralla de banalidades.

—¿De manera que aquel pasatiempo resultó ser un buen negocio, después de todo? —preguntó.

—En dos semanas salgo para la feria de Milán. Si vieras, Fernando…

—No sabes cuánto me alegra. ¿En qué andan tus hijos? Si los veo, no los reconozco.

Laura le contó que Federico era profesor de artes en la Universidad Nacional y que Camilo, el menor, el que jugaba frisby con Fernando en el jardÃ

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