Henderson, el rey de la lluvia (Colección Premio Nobel de Literatura)

Saul Bellow

Fragmento

I

¿Qué fue lo que me impulsó a hacer aquel viaje a África? No resulta fácil explicarlo. Las cosas se pusieron cada vez peor, y llegó un momento en que me resultaron demasiado complicadas.

Cuando pienso en mi estado de ánimo, a los cincuenta y cinco años, cuando compré el pasaje, me doy lástima. Los hechos comienzan a abrumarme y enseguida siento una opresión en el pecho. Luego se desencadena una avalancha desordenada: ¡Mis padres, mis esposas, mis novias, mis hijos, mi granja, mis animales, mis hábitos, mi dinero, mis clases de música, mi embriaguez, mis prejuicios, mi brutalidad, mis dientes, mi cara, mi alma! Y no me queda más remedio que clamar: «¡No, no, aléjense de mí, malditos! ¡Déjenme en paz!». Pero ¿acaso pueden dejarme en paz? Me pertenecen, son míos. Y me acosan por todos lados, creando un caos.

Sin embargo, el mundo que me oprimía de una manera tan espantosa ha dejado de atormentarme. Pero para poder dar una explicación coherente de por qué fui a África no me queda más remedio que encarar los hechos. Podría empezar con lo del dinero. Soy rico. Heredé de mi padre tres millones de dólares una vez descontados los impuestos, aunque yo me consideraba un inútil y tenía mis razones; la principal de ellas, que me comportaba como un inútil. Pero en la intimidad, cuando las cosas se ponían muy mal, solía acudir a los libros con la esperanza de encontrar algo que me ayudara, y un día leí: «Siempre hay perdón para los pecados, y no se nos exige que hayamos llevado una vida justa». Esta frase caló tan hondo en mí que empecé a repetir las palabras para mis adentros. Al poco tiempo, sin embargo, ya ni recordaba el nombre del libro. Era uno de los miles de libros heredados de mi padre, quien también escribió un buen número de ellos. Me puse entonces a revisar varias decenas de volúmenes, pero lo único que encontré fue dinero, porque mi padre usaba billetes como puntos de libro, cualquier billete, el que tuviese en ese momento en el bolsillo, ya fuese de cinco, de diez o de veinte dólares. Fue así como aparecieron algunos de hace treinta años, grandes y amarillos, que ya están fuera de circulación. Me alegró verlos porque me hicieron recordar el pasado. Cerré entonces con llave la puerta de la biblioteca para que no entraran los niños y me pasé la tarde subido a una escalera sacudiendo libros, y el dinero caía al suelo. No obstante, no volví a encontrar la frase sobre el perdón.

Siguiente tema: Soy licenciado de una prestigiosa universidad de la Ivy League, pero no veo motivos para avergonzarla mencionando su nombre. Si no hubiese sido yo un Henderson, de no haber sido mi padre quien era, me habrían echado. Al nacer pesaba siete kilos, y fue un parto difícil. Después crecí. Un metro noventa y dos. Ciento tres kilos. Cabeza enorme, tosca, con pelo rizado, parecido a la piel de astracán. Ojos de expresión desconfiada, por lo general entornados. Temperamento violento. Una gran nariz. Fuimos tres hijos, pero yo soy el único superviviente. Mi padre debió de hacer acopio de toda su generosidad para perdonarme, y no sé si lo logró del todo. Cuando llegó el momento de casarme traté de complacerlo y elegí a una chica de nuestra misma clase social. Una gran persona, bella, alta, elegante, esbelta, de brazos largos y pelo rubio, discreta, fértil y callada. Ningún pariente suyo me culpará si añado que además era una esquizofrénica, porque ciertamente lo era. A mí también me consideran un loco, y con razón, pues soy malhumorado, turbulento, tirano; probablemente lo sea. A juzgar por las edades de mis hijos estuvimos casados unos veinte años. Ellos son: Edward, Ricey, Alice y dos más… Dios mío, tengo un montón de hijos. Dios bendiga a mi prole.

A mi manera, trabajé con empeño. El sufrimiento atroz es un trabajo, y a menudo antes de almorzar ya estaba ebrio. Poco después de regresar de la guerra (era demasiado viejo para ir al frente de batalla, pero anhelaba hacerlo; viajé a Washington y removí cielo y tierra hasta que se me permitió intervenir en la lucha), Frances y yo nos divorciamos. Fue después del día de la Victoria. ¿Fue realmente en ese momento? No, tiene que haber sido en 1948. Bueno, lo importante es que ella ahora está en Suiza y que se llevó consigo a uno de nuestros hijos. Por qué desea tener con ella a uno de sus hijos, no lo sé, pero si sé que lo tiene, y está bien así. Le deseo suerte.

Me fascinó divorciarme, pues me permitió un nuevo comienzo en la vida. Ya tenía escogida una nueva mujer, y pronto nos casamos. Mi segunda esposa se llama Lily (apellido de soltera, Simmons). Tenemos mellizos varones.

Vuelve a surgir la avalancha desordenada. A Lily le hice pasar muy malos momentos, peores que a Frances. Esta era introvertida, y eso la protegía, pero Lily se las vio negras. Tal vez el hecho de haber cambiado para mejor me llenó de confusión; se ve que estaba habituado a la mala vida. Cada vez que a Frances no le gustaba lo que yo hacía —algo que ocurría a menudo— me esquivaba. Frances era como la luna de Shelley, que deambula solitaria. Lily, no. Yo despotricaba contra ella en público y la maldecía en la intimidad. Armé un alboroto en los bares cercanos a la granja, y la policía me encerró. Amenacé con pelearme con todos juntos y, si no hubiese sido una persona tan conocida en el condado, seguro que me habrían dado una buena. Entonces vino Lily, pagó la fianza y me sacó de allí. Luego me peleé con el veterinario por uno de mis cerdos, y también me indigné con el conductor de una máquina quitanieves en la ruta nacional 7 porque quiso obligarme a salir de la calzada. Después, hace unos dos años, un día en que estaba borracho, me caí de un tractor, me atropellé yo mismo y terminé con la pierna rota. Durante meses anduve con muletas golpeando a todo ser viviente, hombre o bestia, que se me pusiera por delante, e hice la vida imposible a Lily. Tenía yo el tamaño de un jugador de fútbol norteamericano y la tez de un gitano; insultaba, gritaba, mostraba los dientes y sacudía la cabeza… con razón la gente trataba de no ponerse en mi camino. Pero eso no es todo.

Lily, por ejemplo, estaba reunida con unas mujeres y entré yo con mi yeso inmundo y calcetines. Llevaba puesta una bata de pana roja que compré en Sulka, en París, en un momento en que estaba con ganas de divertirme, cuando Frances me anunció que quería el divorcio. También llevaba puesta una gorra roja de cazador. Me limpié la nariz y el bigote con los dedos y luego les di la mano a las invitadas diciendo: «Soy el señor Henderson. Mucho gusto». Me acerqué a Lily y le di la mano a ella también, como si fuera una invitada más, una desconocida como las otras. Y le dije: «Mucho gusto». Imagino a todas las demás pensando: «No la reconoce. Mentalmente sigue casado con la primera. Qué barbaridad». Esta imaginaria fidelidad les apasiona.

Pero están muy equivocadas. Lily sabe que lo hago a propósito y, cuando estamos solos, me grita: «Gene, ¿qué idea genial se te ha ocurrido ahora? ¿Qué te propones?».

Vestido con la bata de pana atada con el cordón rojo, me planto delante de ella, con el trasero salido, y raspando el suelo con el pie enyesado meneo la cabeza y digo: «¡Chu, chu, chu!».

Porque cuando me trajeron del hospital a casa con ese mismo yeso horrible y pesado, la oí comentar por teléfono: «Fue otro de sus accidentes. Los tiene continuamente. Ah, pero es muy fuerte. Es imposible de matar». ¡Imposible de matar! Qué tal, ¿eh? Me dio mucha rabia.

Puede que Lily lo haya dicho en broma, pues le encanta bromear por teléfono. Es una mujer robusta, vivaz, de rostro dulce y de carácter también dulce. Hemos pasado muy buenos momentos juntos. Y ahora que lo pienso, algunos de los mejores fueron cuando ella estaba embara

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