Jaguar

Santiago Wills

Fragmento

Prólogo

Meses antes de que lo mataran, el periodista Horacio Quevedo visitó mi casa en Bogotá. Llegó tarde, como solía hacerlo, provisto de una botella de whisky barato a medio tomar. Quevedo estaba entusiasmado con el protagonista de su último proyecto, un trabajo que, esta vez estaba seguro, finalmente le daría un rumbo definitivo a su carrera.

—Es un monstruo fabuloso, Santi —me dijo, mientras se servía el cuarto o quinto trago—. Tenía un jaguar como mascota llamado Ronco y pasó por todos nuestros ejércitos. Si no hubiese existido tendría que habérmelo inventado para explicar la guerra de este país.

Quevedo solía usar hipérboles y superlativos cuando hallaba un tema que lo apasionaba. Quizás por eso recuerdo haberlo escuchado con cierta aprensión. Me parecía algo raro oír la historia de Martín Pardo, alias “Jaguar”, un comandante paramilitar que, según Quevedo, había tenido injerencia en el Magdalena Medio, la serranía de San Lucas y la Sierra Nevada de Santa Marta durante los primeros años del nuevo milenio.

—No fue del nivel de Braulio Herrera ni participó en masacres como las de Tacueyó o El Aro, al menos en cuanto a la cantidad de gente —continuó esa noche, ya un poco borracho—, pero desapareció un pueblo entero. Uno bastante pequeño, valga la aclaración, pero un pueblo completo o una vereda, si prefieres. Su hermano, Arturo Pardo, también estuvo con los paracos y, al parecer, tuvo un fin espeluznante. No tengo todos los detalles, pero será mejor que el libro que te mostré sobre Araracuara. Va a ser un relato para leer mientras te observa una lagartija —me dijo, sonriendo.

No me explicó mucho más por ciertos celos profesionales que desde hacía años nos costaba admitir. Mi amigo tenía un talento natural para hallar, dar forma y escribir historias que a mí me hubiese gustado contar. Quiero creer que lo mismo sucedía por su lado. Fuera esa u otra la razón, esa noche dejamos de lado a Martín Pardo y nos dedicamos a hablar sobre libros, infidelidades recientes y las injusticias del mundo editorial. Quevedo se quedó hasta la medianoche y se fue dando tumbos. Nunca lo volví a ver.

Menos de medio año después, el 8 de agosto de 2013, un sicario conocido con el alias de “Halcón” abaleó a mi amigo en la entrada de su edificio, en el barrio La Macarena. Antes de que pudieran capturar al homicida, otro sicario lo torturó, lo asesinó y dejó su cuerpo desmembrado en un caño a las afueras de la ciudad. La pesquisa fue breve y superficial. Como todo buen periodista en Colombia, Quevedo tenía una larga lista de enemigos poderosos capaces de ordenar su muerte. La Policía no investigó a ninguno de ellos. Arrestaron a un criminal de poca monta y lo culparon de ambos homicidios. Caso cerrado.

Recordé la historia de Martín Pardo tras el entierro de mi amigo en el Cementerio Central. La mamá de Quevedo me saludó y me pidió mis datos para cuadrar el envío de unos papeles que su hijo me había heredado. Días más tarde, recibí una pequeña caja de cartón sellada que contenía un par de libros, una grabadora digital y cuatro cuadernos de notas acerca de Jaguar y su relación con el conflicto colombiano.

Esta novela nace y termina con ese material. Durante casi media década, aproveché mis meses fuera del trabajo para revisarlo. Poco a poco, fui hilando la historia de Martín Pardo, mejor conocido como Jaguar, autor de una de las peores masacres de la historia de Colombia. Usé las notas, la reportería y los esbozos de Quevedo para delinear la novela que ahora tienen en sus manos. También intenté, inútilmente, retomar el hilo donde terminó la investigación de mi amigo.

En diciembre de 2018, viajé a Pacho, el pueblo donde nació y se hizo alias Jaguar, para averiguar sobre su paradero tras la ocurrido en Pantanal de la Sierra, la escena con la que termina este libro. Un campesino de la zona llamado Ovidio Rangel me dijo que, cada cierto tiempo, Martín Pardo se detenía en la vieja tienda de su familia para tomarse unas cervezas. Las demás personas con las que hablé me instaron a no hacerle caso. Jaguar estaba muerto desde hacía años, decían algunos. Rangel desvariaba, me dijeron, molestos, los demás. Nada ha cambiado en viajes subsiguientes.

Hoy, mientras escribo este prólogo, no tengo una respuesta a la pregunta por el destino de Martín Pardo. Creo, sin embargo, que esto es acorde con el libro que imaginaba Quevedo. Sus últimos escritos revelan un gusto tardío por el estilo de “periodismo” que practicaron Capote, Mailer y Malaparte. Traté de rescatar algo de ello en la novela. Por lo anterior, no sobra aclarar, así parezca obvio, que todos los episodios, personajes y hechos que se narran en este escrito han sido novelados. Lo que tenga de verdad esta historia puede resumirse con una frase de John Cheever que Quevedo solía citar: If somebody’s getting a blowjob in a balcony in a theater in Times Square, this may be a fact, but it’s not truth.

Cada cosa engendra su semejante, me advirtieron alguna vez. El libro que Quevedo hubiese escrito sin duda habría sido distinto y probablemente habría sido mejor que este. Espero haber logrado conservar la originalidad de su mirada y hacerle honor a la que, en últimas, debió haber sido su historia. En una de las páginas finales de sus cuadernos sobre Jaguar, Quevedo anotó en su letra, como huellas de insecto, unas palabras para guiar su escritura: “Otro olfato, otro oído, otra piel”. Todo lo que sigue se debe a ese mantra.

Santiago Wills

Bogotá, 16 de junio de 2020

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