¡Vuelvan caras, carajo!

Rafael Baena

Fragmento

1

La llanura ardía y cierto olor a chamusquina, a pasto quemado, fue lo primero que obligó al general Pablo Morillo y a sus hombres a mirar hacia el borde de la cuesta. Después la alerta provino del vuelo espantado de miríadas de pájaros y del tropel de chigüiros y venados que llegaban hasta el linde del promontorio, sólo para salir despavoridos de nuevo apenas topaban con esa enorme masa de soldados que con los rostros embozados en trapos húmedos aguantaban la comezón del humo en sus gargantas.

Casi enseguida, y cuando los animales ya habían emprendido las de Villadiego, la tierra empezó a vibrar y el aire se colmó de un rumor ahogado. Al principio eran leves sacudidas, pero poco a poco el temblor inicial fue convirtiéndose en un estremecimiento intenso y siniestro que entraba por las suelas de las botas de los realistas hasta aterrorizarlos.

Montado en un bayo andaluz que caracoleaba excitado de un lado a otro, el general don Pablo Morillo se desgañitaba en el intento de poner orden en sus líneas, aunque la verdad no era necesario tanto aspaviento porque la mayoría del ejército ya había cruzado el vado de Merecure y plantaba cara hacia el humeante panorama sobre el que empezaron a emerger los brillos metálicos de las lanzas enemigas. Después, asomaron en forma paulatina centenares de banderolas negras como colas de golondrina amarradas a las astas y, entreverados en el bosque de lanzas, algunos gallardetes también negros ostentaban la calavera y los dos huesos cruzados de la Guardia de Honor del general José Antonio Páez, quien como siempre encabezaba la marcha.

Todo eso nos contaba el gitano acompañándose de los ademanes con que pretendía dar énfasis a su relato. No íbamos a ser tan idiotas como para creerle a un chinganero, aunque la verdad es que ni siquiera teníamos certeza sobre su raza o procedencia. Lo único seguro era que él, su familia y toda la troupe de cirqueros que le seguía habían despertado muy temprano aquella mañana, con las bayonetas españolas acorralándoles bajo la sombra de un árbol mientras el resto de la fuerza de Morillo coronaba la orilla y afianzaba su retaguardia en un bosque cercano a la casa del hato.

Y ahora el hombre estaba frente a nosotros cruzando los dos índices de sus manos para formar una cruz, besarla con fervor y jurar que era cierto cuanto decía, que él no era ni mucho menos un espía, sino que su condición de artista le permitía moverse entre los campamentos de nosotros, los chucutos, y los de ellos, los chapetones, pues el arte es un pasaporte que posibilita trascender las veleidades y caprichos de los humanos, sobre todo y con todo respeto hacia los gustos de quienes visten uniforme, argumentó.

Relató que ninguno de los rostros realistas evidenció esa mañana la palidez de un temor que era inevitable, sobre todo cuando la base de cada lanza enemiga apareció soportada en el estribo del jinete correspondiente. Era una numerosa partida de caballería que se plantó a tiro de fusil. Cerca de quinientos, calcularon los oficiales, que ajustaron los barboquejos de sus gorros y ordenaron a la tropa cargar con pólvora las recámaras de los fusiles apenas identificaron al catire bajito y fortachón. Éste, sentado a la mujeriega sobre la silla de un rucio, fumaba tabaco en una churumbela seguido por un muchacho que portaba su lanza mientras recorría con desafiante indolencia todo el frente de la línea española, como si le pasara revista.

Inmóviles en sus puestos, los españoles no salían de su asombro, pues a la actitud retadora del comandante de caballería insurgente se sumaba la de sus hombres, todos desmontados, aspirando humo de sus churumbelas y asiendo a sus caballos por las bridas como si frente a ellos no estuviera uno de los mejores ejércitos de Europa sino una gavilla de cobardes. Sin embargo, en la línea española no hubo el más mínimo amago de llevarse el fusil a la cara para tumbar al general rubio, que reasumía su posición de jinete en el recorrido de vuelta a galope tendido, con la lanza levantada y la banderola con la calavera ondeando su claro mensaje de guerra a muerte, tratando que húsares y lanceros españoles abandonaran la sombra del bosque y se decidieran a perseguirle. La furiosa cabalgata del rucio fue seguida por los alaridos de los llaneros que vivaban a Páez y repetían con rabia: ¡Muera Morillo! ¡Muera Morillo! ¡Muera Morillo!

El aludido, con la sonrisa sardónica y la presencia de ánimo propias de los veteranos, mandó traer hasta el frente dos pequeñas piezas de artillería que al ser disparadas se llevaron por delante tres llaneros y dos caballos. Fueron grandes los estragos en la moral de los insurgentes, que saltaron asustados sobre sus monturas para emprender la huida, pues nunca antes habían sido blanco del fuego de cañones y ahora eran perseguidos muy de cerca por los surtidores de tierra que levantaban las descargas cada vez más animadas de los cañoneros chapetones, que se carcajeaban viendo a Páez desmontar para subir sobre el lomo de su propio caballo a un herido con el brazo desbaratado con la primera andanada.

Así, de espaldas a nuestras bayonetas, no parecen tan temibles, ¿verdad?, bromeó el coronel español José Pereira, comandante del batallón Valencey.

En ese punto de su relato, el gitano fijó sus ojos en mí para rogarme que por favor le perdonáramos la vida, que no fuéramos a fusilarlo, que su familia y la troupe de chinganeros dependían de él y que, si así se los exigíamos, bajarían por el río y no se detendrían hasta llegar a Angostura, donde todos sin excepción se pondrían al servicio de don Simón Bolívar. Confundido por el miedo, creyó reconocer en mi andrajosa casaca de campaña el símbolo de una autoridad que yo no ostentaba ni mucho menos deseaba, satisfecho como estaba con mi condición de agregado en un escuadrón de la caballería del alto llano.

Por ésa y otras razones personales, yo, el capitán Angus Malone, no era nadie para decidir la suerte de aquel hombre, que dicho sea de paso no corría peligro de ser fusilado porque la caravana de cirqueros y su líder causaban cierta simpatía al general Páez. Les conocía desde hacía mucho tiempo y en no pocas ocasiones había reído con sus bromas, admirado sus acrobacias, en mi opinión bastante patéticas y sin gracia, y bailado al ritmo de una música cuyo origen podía situarse muy lejos, por allá en el medioevo centroeuropeo.

Por otro lado, aunque tanto Bolívar como Páez me habían permitido conservar mi rango de oficial, yo no tenía mando alguno, como no fuera sobre la manada de caballos para la remonta del ejército que llevábamos hacia Caujaral, sitio designado por el general para reagrupar sus fuerzas cerca de la laguna de Cunaviche, donde se concentraban los refugiados civiles que huían de Morillo dejando tras de sí las columnas de humo de sus casas incendiadas. La idea era que los españoles no encontraran ningún recurso disponible, de modo que su línea de suministros se estirase más y más, hasta que fuera fácil cortarla en varios puntos a la vez.

La verdad es que, antes que matar de hambre y sed a los invasores, la caballería llanera te

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