La figura del mundo

JUAN ANTONIO VILLORO RUIZ

Fragmento

La figura del mundo

PRÓLOGO

La dificultad de ser hijo

—Los intelectuales no deberían tener hijos —comentó mi vecina de asiento en el avión en el que viajábamos a la Feria del Libro de Guadalajara.

Suspendida en el aire, la gente hace confesiones. Mi amiga y yo estábamos ahí por coincidencia, pero ella actuó como si nos hubiéramos dado cita para hablar de algo importante; hablaba movida por una urgencia especial. Bebió de un trago el tequila que le habían servido en un vaso de plástico y comentó que su hijo amenazaba con quitarle la casa a cualquier precio, incluido el de acabar con su vida.

Mi amiga pertenece al mundo del arte y es viuda de un célebre escritor. Con la controlada elocuencia de quien ha contado varias veces lo mismo, habló del desorden emocional que destruye a los hijos de los creadores.

Su marido había tenido dos hijas de un matrimonio previo y en una ocasión me preguntó si alguna vez las había visto de buen humor. En ese mismo diálogo, me habló de su hijo pequeño, que entonces tendría siete años, y le auguró un futuro destacado en la policía judicial:

—Es un hampón incorregible.

Con ironía, buscaba aliviar las heridas de tres destinos que parecían carecer de rumbo.

Quince años más tarde la viuda del novelista confirmaba el oscuro presagio sobre su hijo. Posiblemente, otra persona habría llorado al hablar del tema. Ella contenía sus emociones; juzgaba que la reconciliación era ya imposible y reconocía, con dolorosa franqueza, el error de tener hijos cuando se sigue una carrera artística. Su argumentación se basaba en el temperamento egoísta y demandante de los creadores y en el ambiente tóxico que los rodea.

Ante un problema insoluble, la gente suele acudir a otro más grave para aliviar su situación. Mi amiga recordó a un amigo común, un pintor al que su hija había apuñalado por la espalda. Él es una persona de enorme simpatía, capaz de animar cualquier reunión, pero no había podido conservar una familia. Tardíamente, recuperó la proximidad con su hija, a la distancia adecuada para ser víctima de un arma blanca.

—Los intelectuales no deberían tener hijos —repitió mi amiga.

Mi hija Inés era pequeña cuando ocurrió esta conversación. Poco antes de aterrizar, mi amiga se limitó a decir:

—Ya es demasiado tarde para ti.

Una y otra vez he escuchado historias como éstas. No es casual que la obra mayor de nuestra narrativa, Pedro Páramo, trate de un padre que no supo estar con su familia. “El olvido en que nos tuvo, mi hijo, cóbraselo caro”, dice la madre de Juan Preciado al comienzo de la trama.

Mi padre ejerció la filosofía, pero prefería verse como un profesor y no como el creador de un sistema de pensamiento. “La filosofía no es una profesión; es un modo de pensar”, llegó a decir.

Este libro trata de alguien que se dedicó a esa tarea, sin duda demandante e inclinada al aislamiento. No es casual que muchos filósofos hayan sido célibes. Descartes, Spinoza, Pascal, Leibniz, Malebranche, Hobbes, Hume, Voltaire, Kant, Schopenhauer, Nietzsche, Kierkegaard y muchos otros se libraron de la molestia de compartir su vida sentimental con alguien más.

Al hablar de mi padre no puedo ser ajeno a su trabajo, que influyó en sus decisiones, pero tampoco pretendo atribuir toda su conducta a su vocación. Éste no es un libro sobre un filósofo, sino sobre un padre que desempeñó ese oficio. Puede ser leído sin conocer la Crítica del juicio o la Fenomenología del espíritu.

A mi padre le divertían las chifladuras de Kant y me hablaba de ellas cuando yo era niño. La puntualidad de ese filósofo era tan obsesiva que la gente de Königsberg ajustaba sus relojes cuando él pasaba frente a sus casas en su inmodificable paseo (sólo interrumpido el día en que se enteró de la Revolución francesa).

Mi padre usaba pañuelo y lo guardaba hecho bolas en un bolsillo. Le atraía que Kant colocara el suyo al otro extremo de la habitación donde escribía para hacer algo de ejercicio cada vez que se sonaba.

Estas escenas se me grabaron en la infancia como ejemplos de un temperamento singular sin necesidad de leer al filósofo. Quien conozca la obra de mi padre encontrará aquí el sustrato emocional de algunas de sus convicciones, pero en modo alguno se trata de un requisito para interesarse en su persona.

En varios ensayos acudió a una misma metáfora para explicar su cometido; ante las variadas aventuras de la inteligencia valoraba, por encima de todas las cosas, la capacidad de buscar un trazo esencial, un dibujo capaz de definir la inestable “figura del mundo”.

La filosofía procura dotar de sentido al desordenado universo. Perplejo y lleno de curiosidades, el niño que observa a los mayores trata de hacer lo mismo.

Podría pensarse que quienes nacen en un entorno donde se cultivan la sensibilidad y el pensamiento disponen de cierta ventaja para su vida futura. Sin embargo, el privilegio de crecer rodeado de libros e ideas también implica crecer rodeado de variadas formas de la neurosis. El documental Bloody Daughter, realizado por la hija de la pianista Martha Argerich, es uno de los muchos testimonios que reflejan los inconvenientes de descender de una personalidad fuerte.

Sin obsesión y sin ciertas dosis de egoísmo no se hace obra perdurable. La egolatría y la falta de interés por los demás suelen acompañar a intelectuales y artistas.

Y hay épocas en que esto se exacerba.

Nací en un momento en que la paternidad perdía la brújula. En los años cincuenta y sesenta del siglo pasado, los universitarios (especialmente los de Ciencias Sociales y, más especialmente, los de la Ciudad de México) repudiaron las convenciones y buscaron nuevas formas de encarar la vida. Tiempos de amor libre, minifaldas, nuevas drogas y whisky a gogó. Aunque hubo intelectuales de conducta monacal, la atmósfera de conjunto invitaba a soltarse el pelo. No fue lo mismo ejercer la paternidad durante la Revolución mexicana que durante la Era de Acuario.

En un país que parecía inmodificable, donde la mayoría de los habitantes eran católicos y el mismo partido ganaba todas las elecciones, los universitarios crearon una pequeña reserva liberada y aceptaron una atractiva e inverificable ecuación para justificar su rebeldía: quien rompía códigos confirmaba su talento.

Esta actitud disruptiva produjo daños secundarios en mi generación. Hace algún tiempo, coincidí en una cena con la hija de dos conocidos escritores. Tuve la suerte de sentarme junto a ella y no perdí oportunidad de preguntarle:

—¿Te hubiera gustado que tus papás se dedicaran a otra cosa?

—Me hubiera gustad

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