Historia de una desaparición

Hisham Matar

Fragmento

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1

Hay ocasiones en que la ausencia de mi padre resulta tan pesada como un niño sentado en mi pecho. Otras veces apenas alcanzo a recordar los rasgos precisos de su cara, tengo que recurrir a las fotografías que conservo en un viejo sobre en el cajón de la mesilla de noche. Desde su súbita y misteriosa desaparición no ha pasado un día en que no lo haya buscado, no haya indagado en los lugares más insólitos. Todo y todos, la existencia misma, se ha convertido en una evocación, algo donde encontrar un posible parecido. Tal vez sea eso lo que significa esa palabra breve y ahora casi arcaica: elegía.

No lo veo en el espejo, pero lo noto adaptándose, como si se acomodara dentro de una camisa que casi le queda bien. Mi padre siempre fue en el fondo una persona misteriosa, incluso cuando estaba presente. Casi consigo imaginar cómo habría sido acercarme a él como a un igual, como a un amigo, casi pero no del todo.

Mi padre desapareció en 1972, al inicio de mis vacaciones de Navidad, cuando yo tenía catorce años. Mona y yo estábamos en el Montreux Palace, desayunando —yo con mi gran vaso de luminoso zumo de naranja y ella con su humeante té negro— en la terraza con vistas a la superficie azul acerada del lago Lemán, al otro extremo del cual, más allá de las colinas y las aguas onduladas, estaba la ahora vacía ciudad de Ginebra. Yo observaba a los silenciosos parapentistas que sobrevolaban el lago en calma, y ella hojeaba La Tribune de Genève cuando de pronto se llevó la mano a la boca y se estremeció.

Poco después íbamos a bordo de un tren, sin hablar apenas, pasándonos el periódico una y otra vez.

En la comisaría recogimos las pocas pertenencias que quedaron en la mesilla de noche. Cuando quité el precinto de la bolsita de plástico, junto con el tabaco y el mechero de piedra, lo olí a él. El mismo reloj ciñe ahora mi muñeca, y hoy en día, después de tantos años, cuando me llevo a la nariz la cara interna de la correa de cuero, aún alcanzo a detectar un tenue olor a él.

Ahora me pregunto en qué medida habría sido distinta mi historia si las manos de Mona hubieran sido poco hermosas, de dedos ásperos.

Todavía oigo, tantos años después, la misma insistencia infantil, «Yo la vi primero», que tenía en la punta de la lengua cada vez que veía los gestos con que mi padre la reclamaba: hundiendo los dedos en su pelo, apoyando la mano en el muslo cubierto por la falda con la actitud distraída de quien se toca el lóbulo de la oreja a mitad de frase. Había adoptado la costumbre occidental de coger la mano, besar, abrazar en público. Pero a mí no me engañaba; como un mal actor, parecía inseguro de sus pasos. Cada vez que me sorprendía mirándolo, apartaba la vista, y juro que lo veía sonrojarse. Ahora brota en mi interior una sombría ternura cuando pienso en lo mucho que se esforzaba; cómo sigo añorando una afinidad natural con mi padre. Nuestra relación carecía de algo que siempre creí posible alcanzar —con el tiempo, y tal vez después de que me hubiera hecho un hombre, después de que me hubiera convertido en padre—: soltura y elocuencia emocional. Y por eso ahora las distancias que entonces marcaban nuestras interacciones y abrían una leve fisura entre nosotros, aún siguen perfilándolo en mis pensamientos.

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2

Conocimos a Mona en el Magda Marina, un hotelito en la playa de Agami, en Alejandría. Aunque el mar quedaba cerca, no nadábamos en él y yo nunca pedía construir castillos de arena. La mayoría de los huéspedes tampoco le hacían mucho caso, se conformaban con el cobijo y el limitado placer que ofrecía la piscina. Las habitaciones, similares a cajas de hormigón, se distribuían a lo largo de una sola planta en una estructura que ocultaba el paisaje. Se oían las olas lamiendo perezosamente la orilla como un perro guardián roncando, pero sólo se apreciaban reducidos atisbos de azul.

Mi padre me llevaba allí desde hacía dos veranos, desde el repentino fallecimiento de mi madre.

Cuando ella vivía, nunca íbamos a sitios como el Magda Marina. A ella no le gustaba el calor. Nunca la vi en bañador ni cerrar los ojos ante el sol en súbita rendición. Con la llegada de la primavera cairota se ponía a planificar nuestras escapadas estivales. Una vez veraneamos en los Alpes suizos, donde el cuerpo se me agarrotó al ver las huecas y profundas simas que se abrían en la tierra rocosa.

Otra vez nos llevó a Nordland, en el norte de Noruega, donde las austeras montañas negras reflejaban con aspereza sus picos astillados sobre las aguas inmóviles. Nos alojamos en una cabaña aislada junto a la orilla, pintada del rojo ocre de las hojas marchitas. En torno al tejado colgaba un canalón de la anchura de un muslo humano. Allí lo que caía del cielo, fuera lo que fuese, caía en abundancia. No había ninguna otra casa ni construcción a la vista. Algunas tardes, mi madre desaparecía, y yo no le decía a mi padre que el corazón me latía en las sienes. Permanecía en mi cuarto hasta que oía pasos en el embarcadero y luego la puerta de la cocina al abrirse. Una vez la encontré allí con las manos manchadas de un rojo negruzco y un círculo irregular teñido en la pechera del jersey. Con ojos límpidos, grandes y satisfechos, me tendió un puñado de bayas silvestres. Tenían un dulzor maduro que me costó atribuir a aquel paisaje.

Una noche se levantó una niebla espesa que engulló las lengüetadas y suspiros de la aurora boreal. Para apreciar semejante horror hace falta madurez. Una ansiedad caliente penetró en mi mente de ocho años, y me acurruqué en la cama intentando sofocar los lloros, con la esperanza de que mi madre me hiciera una de sus visitas, me diera un beso en la frente, se acostara a mi lado. Por la mañana, regresó el mundo en calma: las aguas inocentes, las montañas colosales, el pálido cielo moteado de nubecillas. Encontré a mi madre en la cocina calentando leche, con un vaso de agua en la encimera de mármol blanco. Por la mañana no bebía zumo, té ni café, sino agua. Tomó un sorbo y al dejar el vaso amortiguó el impacto con la tersa yema de un dedo. Le gustaba el silencio y cualquier sonido inesperado la inquietaba. Era capaz de hacer las labores de toda una jornada en silencio casi absoluto. Me senté a la mesa en la que, cuando estábamos los tres reunidos a la hor

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