Santa suerte

Jorge Franco

Fragmento

El incendio

Todo se vino abajo: la casa, los sueños, el esfuerzo, los recuerdos, los años vividos, el tiempo muerto, los pesares, los secretos que guarda toda casa. La historia acumulada en cada objeto, en la desidia interior de los cajones, en las marcas que los cuerpos dejan en los muebles, en la memoria que cuenta cómo fue la vida, qué hábitos, qué vicios, qué gustos, qué olvidos tuvieron los que habitaron esa casa que se quemaba con su pasado y una mujer adentro.

Apenas el humo empezó a meterse en los cuartos, Álvaro y Jennifer entraron afanados por ella y le dijeron, la casa se está incendiando, tenemos que salir ya, pero Amanda les dijo, no, yo me quedo. Cuando trataron de sacarla a la fuerza, ella se resistió y se aferró a la pata de la cama. El teléfono timbraba desde que comenzó el fuego y Amanda les suplicó, no contesten, por favor, que nadie conteste. Jennifer maldijo; Álvaro y los gemelos intentaron arrastrar la cama, pero el humo empezó a asfixiarlos. Tenían las llamas a sus espaldas y Jennifer le gritó a su hermana ¡achichárrate tú con tu maldito fantasma! A los otros les gritó, ahogada por la rabia y la humareda, y con la honestidad de un guerrero vencido: salvémonos nosotros.

Cuando ya iba a irse, Amanda le dijo, ¡espera! Jennifer pensó que había recobrado la razón y había decidido salir con ellos pero sólo le entregó una carpeta con papeles y le dijo, guárdala, luego la empujó para que se fuera con su familia y a Amanda se la tragó el humo.

Afuera, el viento cambió de sentido. Algunos vecinos que curioseaban huyeron encorvados de aquel remolino de cenizas sin que les importara perder el desenlace. Otros salieron a llamar a los bomberos y alguien sugirió que también pidieran una ambulancia. Otro más insistió, adentro queda gente. ¿Viva?, preguntó alguien, pero nadie respondió.

Jennifer, Álvaro y los gemelos se sentaron en el andén del frente, hombro con hombro, como si se alistaran para ver la película de una casa ardiendo. Juan Roberto se encontró con la mirada idéntica de Juan Pedro y como en sus miradas siempre había palabras, el uno le entendió al otro y se levantaron. Jennifer los llamó con un grito que se perdió en la bulla de las llamas. Los gemelos siguieron derecho como si quisieran regresar a la casa, pero sólo la rodearon y luego desaparecieron por una esquina del infierno.

A pesar de estar cerca del incendio, Jennifer sintió frío. Le dijo a Álvaro, busca a los muchachos.

¿Para dónde crees que pueden ir? Ya vienen.

Los vi acercarse a la casa. Es muy peligroso.

No van a entrar, no te preocupes.

Ella lo miró y le preguntó, ¿estás hablando en serio? Volteó hacia atrás y vio que se estaban agrupando más curiosos. Álvaro le dijo:

Estás tiritando. ¿Tienes frío?

Tengo ganas de vomitar.

El sonido lejano de una sirena los hizo mirarse. Los bomberos, dijo ella. Volvió a mirar hacia atrás y vio a los vecinos con la cabeza estirada, esperando también a que aparecieran las luces rojas.

Al otro lado, los gemelos jugaban a adivinar formas entre las llamas. La madera, los hierros, los muebles y todo lo que comenzaba a retorcer el fuego creaba figuras antes de convertirlas en ceniza.

Hay un camello en el segundo piso.

No lo veo.

Por la ventana de nuestro cuarto, al fondo.

No es un camello. Es como un caballo.

Era un camello. Lo que pasa es que acaba de perder las dos jorobas.

Las mismas llamas despedían sus propias figuras. Ellos creían que eran los fantasmas que habitaron la casa y que ahora huían despavoridos. Eran llamas con brazos y manos, y cuerpos contorsionados que huían hacia la noche.

¿Adónde irán?

A cualquier otra casa donde puedan seguir espantando.

O tal vez van a esperar a saber adónde vamos nosotros para acompañarnos.

Más que adivinar figuras y cuerpos inexistentes entre el fuego, lo que los gemelos buscaban era alguna señal de su tía. Pensaron que a pesar de haber decidido quedarse, la desesperación y el pavor la harían tirarse por una ventana, pero aparte de las formas lo único que salió fueron chispas, humo y fogonazos. Y en lo alto, entre el humo, las avispas huyendo de la casa. Por fin salieron las malditas, dijo Juan Pedro.

Hacia arriba y desde el techo se levantaron dos columnas gruesas de humo sucio, como brazos elevados que suplicaban al cielo un aguacero salvador. Como si el fuego se doliera de ser fuego y pidiera ser aplacado por un chaparrón. Los brazos bajaron y envolvieron la casa y apenas dejaban ver las llamas adentro. El humo pasaba del color gris al naranja, giraba en círculos y luego volvía a levantarse para recuperar su curso en la oscuridad.

Las sirenas, escandalosas, se oían cada vez más cerca. Todos miraron hacia la esquina. De repente, el ruido comenzó a alejarse y no aparecieron ni los bomberos, ni una ambulancia, ni la policía, ni nada que ayudara a apagar el incendio.

Jennifer se agarró la cabeza con desespero; con las sirenas también se alejaba la última posibilidad de sacar a su hermana, con lo que le quedara de vida y de piel. Volvió a sentir ganas de vomitar pero no vio cerca un lugar donde pudiera hacerlo sola.

Me siento mal, Álvaro. Quiero vomitar.

¿Qué te lo impide?

Esta gente. ¿Por qué no se va?

Porque todos tienen miedo.

Si tuvieran miedo se largarían.

Tienen miedo de que el fuego llegue hasta sus casas.

El calor rompió un vidrio y Jennifer saltó sobresaltada, no por el ruido sino porque le pareció ver a Amanda asomada, pidiendo ayuda, lista para saltar.

¡Allá está, mírala, Álvaro! Creo que quiere salir.

Jennifer se puso de pie y señaló un punto, pero lo que vio no fueron más que sombras engañosas entre el fuego, la dosis de burla que hay en toda tragedia, el diablo que siempre ríe en medio del desastre. La mirada de Álvaro la devolvió a la realidad y se sentó de nuevo en el andén. Volvió a llamar a los gemelos.

Hasta ellos llegó el coletazo de sus nombres cuando un golpe de viento arrastró una ráfaga de humo y los cubrió como si les hubieran echado encima una colcha gris. Ahogados y perdidos se buscaron con las manos hasta que se encontraron. Solamente entrelazados eran capaces de soportar el horror de no verse el uno en el otro.

Cuando pudieron mirarse de nuevo, uno preguntó, ¿cuánto se tarda en morir quemado?

¿Lo dices por la tía?

Sí.

Se habrá asfixiado primero.

¿Habrá sufrido?

Sí, desde hace tiempo.

¿Crees que la tía estaba loca?

Sí, es posible.

Es muy raro que no haya querido contestar el teléfono.

Otra vez oyeron a su mamá llamándolos. Vamos, dijo Juan Pedro; vamos, repitió Juan Roberto.