Al otro lado del mar

María Cristina Restrepo

Fragmento

1

Cartagena de Indias, 1937

La joven alemana se detuvo a leer los nombres en las esquinas mientras daba un paseo por el centro amurallado de Cartagena, indiferente a la curiosidad que despertaba. La calle de las Damas, la calle de la Sierpe, el callejón de los Estribos, nombres relacionados con la historia de la ciudad. La brisa corría con olor a yodo, salitre y arena. El sol todavía estaba alto en el cielo, tenía tiempo de subir a la muralla antes de pasar por su marido para recibir a los amigos en su casa, en el Pie de la Popa.

Miraba hacia el interior de los portales de las casonas coloniales habitadas por personajes de rancios apellidos o fragmentadas en viviendas más humildes para el uso de varias familias. Podía adivinar los restos del perdido esplendor en las arcadas de los patios, en las bóvedas de los techos de maderas preciosas. Observaba las luces y las sombras, sentía las bocanadas de aire fresco de los zaguanes, aspiraba el aroma de los guisos, la cebolla, el ajo, el comino, el pescado frito.

Algunos la saludaban con un «Buenas tardes, doñita, buenas tardes, niña Honorine». Sonreía ante la manera de pronunciar ese nombre absurdo, fruto de la pasión de su madre por las novelas francesas. Costureras, pescadores, tejedores de atarrayas y de hamacas, carpinteros, jardineros, cocheros, uno que otro artista, algún poeta ocupaban las viejas habitaciones palaciegas. Otros cuantos, como la enigmática Dafna Rosen, vivían en un mirador sobre las cúpulas y los techos, de cara al mar y al interminable horizonte de colores cambiantes, igual que la luz de ese atardecer.

No dejaba de pensar en Dafna, la judía, por quien sentía esa morbosa curiosidad de las mujeres hacia las antiguas amantes de sus maridos. Jugaba con la idea de ir a visitarla al mirador, vecino a la plaza de la Inquisición, pero decidió que era preferible subir al baluarte. Le haría bien contemplar el océano para serenar el ánimo, inquieto por la noticia recibida esa mañana. Iría otro día, pues era inútil enemistarse. Por más que tratara de interponer entre ambas una fría distancia, reconocía que otros lazos las unían, además del amor por Albert.

Al igual que ella en los últimos tiempos, Dafna tampoco parecía añorar lo que dejó atrás en Alemania, pese a la angustia por la suerte que pudieran correr su padre y su hermano. Vivía en las dos habitaciones de alquiler dedicada a pintar, a tallar pequeñas esculturas en piedra calcárea. A la mente de Honorine acudían las imágenes de los lienzos en las paredes del mirador, los bocetos, los óleos, las paletas, los pinceles, las acuarelas.

De no ser por el misterio que rodeaba a su rival, podría tomar las cosas con naturalidad, como quisiera Albert. Pero el impenetrable silencio en torno a la pasada relación de su marido con Dafna, en lugar de tranquilizarla, le despertaba unos insidiosos interrogantes. Sabía apenas de su llegada al país tres años atrás en compañía de su hermano Daniel, cuando ya en Alemania se palpaba la amenaza y los judíos comenzaban a perder de manera sistemática la posibilidad de ganarse la vida.

Albert nada agregaba a lo dicho en Berlín la noche en que le pidió que se casara con él, luego de reconocer que había amado a otra mujer en Cartagena, limitándose a mencionar su nombre sin hablar de su belleza, de su origen o de su inocultable, amenazante, poder de seducción.

Cuando Honorine pretendía saber algo más, los amigos volvían la vista, sonreían, hablaban de algún asunto intrascendente, le preguntaban si estaba cómoda, si sentía calor, si quería un vaso de agua, de limonada. Ni los alemanes en Barranquilla, ni los cartageneros, ni el propio Daniel Rosen, hermano de Dafna, un Mischling, mitad judío, mitad ario, pronunciaban palabra sobre la pasión que unió a su marido con la pintora antes de conocerla y arrancarla de su medio, para traerla a un lugar jamás imaginado.

Le incomodaba que en ocasiones Dafna la mirara fijamente con esos ojos azabaches, como los de las turcas de la ciudad. Cuando estaban juntas, su rival parecía aún más consciente de su belleza, de la atracción que ejercía sobre hombres y mujeres. Honorine creía por momentos que estaba a punto de hacerle una confidencia, de sembrar una duda en su interior. Entonces ella sonreía, la invitaba a ver una pintura recién terminada, y la impresión se desvanecía.

Necesitaba saber cuáles eran sus sentimientos, si le guardaba rencor, si disfrazaba la humillación detrás de la sonrisa en ocasiones condescendiente. Se preguntaba si la condenaba por haberle arrebatado a su amante, o si sabía de antemano que en algún momento Albert se casaría con otra, dejándola a ella en el triste papel de las abandonadas.

El calor daba paso a una tibieza agradable, lo suficiente para sentirse cómoda. Recortó la distancia hasta la muralla que a lo largo de doscientos años fue rodeando la ciudad, con el fin de protegerla de los ataques de piratas y corsarios. Oía el rumor de las olas, el grito de las gaviotas que volaban en círculo antes de posarse sobre los techos abovedados de las garitas. Subió los estrechos escalones hasta la parte superior del baluarte, la arena crujía bajo la suela de sus sandalias.

El Caribe estaba turbio, en el agua verdosa flotaban algas, troncos, hojas de palmera. Sonrió al pensar en Albert, en el deseo de ser padre, a pesar de su silencio. Debería aceptar lo confirmado por Klaus Fischer, el director de la Clínica de Manga, donde ella trabajaba a cargo del laboratorio: esperaba un hijo, pese a que esto no había sido nunca una alternativa, como tampoco el matrimonio, hasta conocerlo en aquellas regatas en el Óder.

Albert, en viaje de negocios a Alemania, aseguró haberla visto primero, vestida con un traje de flores, el rostro cubierto a medias por las alas de un sombrero de paja. Ella observaba desde la gradería al recién llegado que asistía a las regatas por primera vez, solitario a pesar de las sonrisas de las jóvenes de brazos y piernas tostados por el sol, que ese verano brillaba con tanta intensidad.

En un momento de distracción creyó perderlo entre el público, para volver a verlo una hora más tarde, a la salida. El recién llegado a Stettin, donde Honorine se encontraba de vacaciones en casa de una compañera de universidad, le dijo su nombre tendiéndole la mano con una sonrisa que nada insinuaba, salvo el deseo de entablar una amistad. Albert Harpe.

Terminaron la tarde en un pequeño restaurante en una plaza rodeada de edificios barrocos, con brillantes fachadas pintadas de colores. Coincidieron en tener una madre viuda, una hermana menor. Honorine rio al descubrir que el supuesto forastero había nacido y vivido en Stettin, hasta marcharse a América. Preguntó, y ella habló del trabajo en Berlín, de las dificultades para evadir las marchas y los desfiles, las reuniones y los discursos propagandísticos organizados por los nazis. Era mayor para pertenecer a la Hitlerjugend, pero su hermana Klara, una adolescente sujeta a la voluntad de su madre, viuda de un alto empleado estatal, asistía a las reuniones, a los entrenamientos, cantaba himnos y llevaba el uniforme más por deber que por verdadera devoción.

Albert se esforz

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