Ahora que cae la niebla

Óscar Vela

Fragmento

1940

Descendí los escalones del edificio en plena madrugada tras haberme despertado de forma abrupta por esos gritos que me sacaron del sueño. Dos pisos me separaban del acceso de entrada desde la calle Nybrogatan. Me alarmó la voz de Israel Jacobson que me llamaba desde la acera. Un pensamiento fugaz atravesó entonces por mi cabeza ocupada por el rastro de sueños recientes: nunca había tenido el vientre tan hinchado. El verano de barbacoas al aire libre y los paseos por las playas de Gotland y por el espléndido lago Mälar me estaban pasando la factura. Antes de llegar al recibidor distinguí la sombra del rabino recortada en el cristal esmerilado de la puerta de entrada al edificio. ¿Cuántos kilos había subido en los últimos meses? No llegué a responderme. Disipé el interrogante reprochándome las intromisiones que surgían en mi mente: solo un idiota podía pensar en esas tonterías cuando Europa entera se estaba desangrando.

Imaginaba en ese momento que la visita de Jacobson tenía que ver con la guerra. En esos días, todo lo que sucedía en Europa tenía algo que ver con la maldita guerra. Todo lo anterior se desvaneció cuando empuñé el pomo de la puerta y lo giré con cuidado para no exponerme a las ráfagas de viento que ululaban afuera como un presagio ineludible de la llegada de las primeras nevadas. El rabino Abraham Israel Jacobson, con su corpachón enorme enfundado en un abrigo negro y embozado con una bufanda del mismo color, entró gruñendo. Apenas puso los pies en el recibidor se descubrieron sus labios gruesos remarcados por el bigote entrecano y por aquella perilla blanca y larga que lo distinguía. De su boca escapó una nube de vaho y los cristales de sus lentes redondos se empañaron al entrar en el edificio. Antes de saludarnos, se frotó las manos enguantadas, resopló y exclamó:

—Ya tenemos encima al invierno, doctor. Me lo habían advertido cuando llegué a Estocolmo. Apenas ayer salimos del verano y el otoño ya se ha fundido con la nueva estación. El frío en esta ciudad no nos da tregua, igual que en Oslo. En fin, que el exilio no me ha librado del mal tiempo…

—Por ventura la nieve llegará pronto —comenté, mientras subíamos las escaleras.

Conocí a Jacobson en el verano de 1940. El rabino y su familia habían llegado a Estocolmo huyendo de la ocupación alemana de Noruega, que se había consumado en el mes de abril. Suecia y los demás países escandinavos habían declarado su neutralidad desde el inicio del conflicto, tal como lo hicieron también en la Primera Guerra. Sin embargo, todos sabíamos que la situación de Noruega o de Dinamarca no era la misma que la de Suecia, que mantenía una afinidad especial con los alemanes, a quienes les vendían el hierro, tan necesario en esa era industrial y más todavía con los ejércitos en combate. Apenas con un día de diferencia, entre el 8 y el 9 de abril de 1940, Noruega y Dinamarca fueron invadidas por los alemanes y esto provocó una oleada migratoria hacia Suecia y otros países europeos. Jacobson llegó a principios de mayo y ocupó de inmediato el cargo de rabino de Estocolmo, vacante desde el mes de febrero. Además, consiguió un departamento de arriendo en la calle Linnégatan, a pocos metros de la sinagoga, y también a la vuelta de la esquina de mi departamento, que funcionaba como residencia y oficina consular de mi país.

Yo llevaba viviendo en Estocolmo diez años y para entonces conocía muy bien el clima de esa ciudad en la que cada año añorábamos el arribo de la nieve, que iluminaba calles y plazas, y contrastaba con el ambiente gris y las tinieblas que tomaban posesión de sus paisajes desde el otoño hasta terminar en abril o mayo sus extensísimos inviernos.

Al entrar en el apartamento, ayudé a Jacobson a quitarse el abrigo y lo colgué del gancho ubicado detrás de la puerta.

—¿Qué lo trae por aquí a estas horas, rabino?

—Necesito hablar con usted de un tema muy importante, doctor… Es algo confidencial…

Sus últimas palabras estuvieron acompañadas de una mirada que se dirigió hacia la puerta cerrada.

Abrigado por la calefacción, Jacobson se despojó con lentitud de sus guantes, ahora sus ojos contemplaban el salón y el comedor de un solo ambiente.

—¿Le sirvo café o té, rabino?

—Café, si no es molestia. Muchas gracias.

El apartamento era tan pequeño que desde la cocina podía ver los movimientos de Jacobson al desplazarse por el lugar mientras contemplaba las pinturas que colgaban en la pared, obras de jóvenes autores suecos y alguno finlandés que había adquirido por poco dinero en los mercadillos populares de Estocolmo, Helsinki o Tallin. Era la primera vez que Jacobson iba a mi casa, pues todos nuestros encuentros anteriores se habían dado en el mercado de Östermalms Saluhall, en donde nos veíamos a diario, o en otros cafés de la zona. De modo que esa madrugada, solo con dar un vistazo, Jacobson comprendió que mi situación económica no era ni mucho menos boyante. Desde que el Gobierno había cancelado el cargo de cónsul general en Suecia, en el año 1935, y lo había reemplazado por el de cónsul honorario, mis ingresos por tasas de servicios consulares eran muy modestos. No tenía motivo para quejarme, y menos aún en esos tiempos oscuros en que tanta gente padecía verdaderas penurias. Durante los años que llevaba en Estocolmo, había logrado pagar puntualmente el arriendo del departamento y cubrir mis necesidades básicas con lo que me dejaban el consulado honorario y algunos trabajos esporádicos de traducción de documentos que hacía para otras legaciones amigas como las de Colombia o Brasil. La verdad es que no necesitaba más para vivir, pero en esos momentos, mientras Jacobson recorría el pequeño salón, me sentía incómodo por el lamentable estado en que se encontraban mis cosas: los muebles raídos y desportillados, y sus telas deshilachadas, y qué decir de la pintura interna, toda descascarada y desvaída. Me había acostumbrado a la frugalidad y a la tranquilidad de esa ciudad y de su gente, que no vivía en términos generales para la ostentación ni para acumular lujos, sino que más bien disfrutaba de una economía sólida llevada con modestia y una fuerte conciencia del ahorro. Por supuesto que en esos tiempos, con la guerra desatada, todos los habitantes de Suecia habíamos contraído nuestra economía personal a la par de lo que sucedía con el país, que hacía reservas y suprimía gastos innecesarios, por si el conflicto se extendía demasiado.

Recuerdo que regresé al salón con algo de vergüenza de pensar en que Jacobson hubiera descubierto mi estrechez económica, que aunque no tenía por qué ser motivo de bochorno, nadie, salvo mi secretaria de siempre, la señora Fondelius, sabía de las condiciones en las que vivía. Jacobson contemplaba una pintura al óleo que reproducía el precioso paisaje de la bahía Riddarfjärden o Golfo de los Caballeros, al este del lago Mälar, visto desde el centro de Estocolmo. La obra era luminosa, y de algún ayudaba a contrastar la opacidad del resto del salón y de las otras pinturas más bien tristes.

—Me gusta mucho —apun

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos