Aves inmóviles

Julio Paredes

Fragmento

Trompe-l’oeil 6

Puse el teléfono en silencio y esperé a que la llamada entrara a buzón. Aunque no lo había grabado en la lista de nuevos contactos, reconocí el número de Gustavo. En la breve conversación que sostuvimos antes de almuerzo, quedamos en que vendría a recogerme a las siete de la mañana. Sin duda quería reconfirmar la hora, preguntar si me parecía bien, si no era muy temprano. Nos habíamos cruzado en una única oportunidad, tres semanas atrás, cuando vino a la casa para llevarme por primera vez a la finca, y sabía que se trataba de un tipo ansioso, con una disponibilidad un tanto excesiva, con ganas de adelantarse al ritmo natural de las cosas.

El primer viaje se había truncado a mitad del recorrido. No habían transcurrido más de dos horas después de salir de Bogotá cuando la carretera quedó atascada. Permanecimos estacionados en mitad de una fila de automóviles, buses y camiones que se extendía a una velocidad inusitada por entre las curvas abajo. Era fin de semana de puente festivo y se trataba de una de las vías más transitadas hacia el oriente de Bogotá. Según los primeros rumores, uno de los tres puentes que cruzaban más adelante el río Negro había colapsado hacía un par de horas. Pasarían varias antes de recibir algún tipo de información más o menos oficial. En principio, y después de las primeras especulaciones sobre un posible atentado con dinamita, Gustavo se enteró de que la verdadera causa había sido una falla estructural, algo con el material de los pilotes y las vigas de las bases. Todo parecía indicar que no habría paso en las próximas horas, incluso en un par de días, si la lluvia no arreciaba.

Sin embargo, nadie alrededor pareció reaccionar a esas noticias, que se consolidaban como las más plausibles. Como sucedía con el panorama del país, la incredulidad era el principal material con el que se juzgaba la realidad inmediata. Entonces, a mitad de la tarde, y como salidos del simple borde de la montaña, se habían armado varios puestos de comida en distintos puntos de la carretera y el trancón adquirió por un momento un aire festivo, como la reunión de una fraternidad en celebración de un rito. Gustavo apareció con dos caldos de costilla y arepas. Mientras los tomábamos recostados contra la camioneta, comentó que conocía una ruta alterna, pero el inconveniente era que la distancia se multiplicaría por tres y tampoco era una opción del todo segura. Más que una carretera se trataba de una verdadera trocha, y aunque la guerra ya se había desplazado de la región no dejaba de haber alguno que otro inconveniente inesperado. Gustavo no aclaró a qué se refería, pero nos encontrábamos en una de las zonas históricamente más calientes de la cordillera, y supuse que tendría que ver con algún tipo de actividad armada de grupos aún sueltos, principalmente paramilitares y bandas criminales.

Le había propuesto que lo más conveniente sería regresar a Bogotá y programar de nuevo la visita. Podríamos viajar el siguiente fin de semana, por ejemplo. O incluso algún día entre semana. Yo no tenía un horario de trabajo fijo y podría acomodarme sin problema. No le gustó la idea y contestó que la orden había sido llegar a la finca ese viernes. Sabía que su jefe, el dueño del caballo, no quería aplazar la visita. Comenté que mi amigo Rubén, el veterinario encargado del caballo, me había asegurado que el animal aún podría sobrevivir un par de meses más con el tratamiento que se le estaba aplicando. Cuando le insinué que lo llamara y le explicara la situación, Gustavo miró hacia el cielo y agradeció que la noche estuviera despejada y con estrellas. Para ese momento varios de los autos en la fila habían echado marcha atrás y daban la vuelta para regresar.

En efecto, cuando Gustavo tomó el desvío que supuestamente nos llevaría a una salida más adelante del río, donde terminaba la montaña, lo primero que creí ver, iluminada por los faros delanteros de la camioneta, fue la muralla de una vegetación infranqueable. El camino, además, resultó una sucesión de baches y troncos medianos atravesados de lado a lado, como lanzados para una de esas pruebas televisivas de sobrevivencias falseadas. Como no parecía haber nadie ni adelante ni atrás, supuse que era un sendero que solo él conocía. Nos mantuvimos en silencio desde el instante mismo que entramos a la trocha y Gustavo parecía tranquilo. Atento a los obstáculos adelante.

Igual, por alguna razón, entendí que lo natural era no levantar la voz, no compartir ningún comentario sobre nada, así todo el episodio me pareciera un completo disparate. Incluso, a medida que nos adentrábamos en la maraña, sentí que Gustavo me mostraba el entramado idóneo para comprender la cadena de sucesos que me habían llevado precisamente hasta ahí, a los límites de una geografía donde no parecía habitar ningún alma, solo las sombras de las ramas y los árboles, una especie de vacío espeso en el extremo más alejado de mi casa. Llevaba días sin dormir bien, a la espera de un evento definitivo, con la fantasía de un desplazamiento general del mundo que me salvara del despropósito de haber aceptado continuar con la idea de la taxidermia de un caballo y creí que el comportamiento de Gustavo se correspondía con esa ilusión.

La idea me sonó como el argumento de una de las tantas novelas de moda que solía recomendarme mi amiga Juliana, entusiasta de una literatura en la que la sensatez siempre brillaba por su ausencia. Sin embargo, lo que me estaba sucediendo esa noche, saltando en la silla del pasajero como un pelele, se correspondía de manera precisa con la inestable realidad en la que había entrado en los últimos meses y que me había llevado a aceptar el trabajo de montaje como el intento final por detener o, por lo menos, aplazar un desastre que adquiría poco a poco una dimensión que amenazaba con el colapso.

Este viaje, además, le imprimía una particular coherencia a la cronología que definía la vida cotidiana en los cuatro últimos años: la desaparición de mi hermano, la ida de Inés, los pájaros abandonados a medias en las mesas del taller, la última hipoteca de la casa en manos de los bancos y, como la rúbrica que sellaba la simetría perdida, el reciente y accidental descubrimiento de una mancha en el lóbulo superior de mi pulmón derecho. Una sumatoria de hechos que se presentaba como el resumen de la ley que ahora me regía.

En un momento la trocha se transformó de repente en una verdadera pared, o por lo menos se veía así desde el interior de la camioneta. Sin apagar el motor ni las luces, Gustavo se bajó y armado con una linterna se alejó varios pasos hasta desaparecer adelante. No recordaba si había tardado mucho o poco en volver a la camioneta, pero más que el miedo, sí tuve la sensación de haber entrado a un lugar donde no había o no quedaba el registro de ningún ser vivo. Regresó finalmente y vi que traía un revólver en la mano. Volvió a subir y anunció que no había manera de continuar. Echó reversa y desandamos el camino hast

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