Para otros es el cielo

Piedad Bonnett

Fragmento

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Cuando el cortejo, compuesto por unas treinta o cuarenta personas que lentamente se desplazaban por los senderos adoquinados del Cementerio Central —y al que yo me había sumado de la manera más discreta posible, embozada casi en mi pashmina gris, tan poco apropiada para aquel día soleado—, llegó al lugar donde se había dispuesto el entierro de Alvar, ya resonaban las últimas, espantosas paladas, claro indicio de que la ceremonia había terminado, y el grupo de no más de media docena de conocidos, que por milagro había llegado a tiempo, se disolvía en medio de un respetuoso silencio.

Como Alvar, según me enteré después, había dado instrucciones clarísimas de que no quería ceremonia religiosa alguna después de su muerte, y por tanto no hubo misa, y su cadáver ni siquiera había sido llevado a una funeraria —pues Federico, su único hijo, sabía que no las soportaba—, aquel breve acto de despedida había sido de una languidez espantosa. Quienes llegamos tarde ya sólo pudimos contemplar cómo un par de enterradores de uniformes azules extendían una última capa de cemento sobre la tumba recién clausurada y se alejaban llevando en sus manos los baldes cargados de cal.

Todo aquello había sido producto de una equivocación tan grotesca que Alvar no habría hecho sino celebrarlo, en caso de haberlo sabido, pues se correspondía con su letal humor negro: mientras la limusina descargaba el cadáver por la puerta oriental del cementerio, y el féretro era transportado discretamente hasta el lugar previsto por personal encargado de estos menesteres, los deudos y amigos debimos entrar todos por la puerta norte. Y sucedió que, en virtud del azar, Danilo Cruz, nuestro conocido filósofo, y Jaime Jaramillo, el historiador por quien Alvar sintió siempre un tremendo respeto, quedaron encabezando el cortejo, y que este par de maestros, con aire distraído, y mientras sostenían una conversación en voz baja, caminaron absortos en una dirección no prevista. Y que los demás, no dudando que estas insignes figuras se dirigían con toda certeza hacia la tumba en que Alvar había de ser enterrado, los seguimos ciegamente y a paso lentísimo, como se acostumbra en esos casos, hasta que el profesor Jaramillo, como recordando algo importante, se detuvo, miró a su alrededor, localizó a un jardinero que desyerbaba el jardín, y preguntó dónde sería el entierro de Alvar. El jardinero, sin dudarlo, señaló con su dedo índice el otro extremo del cementerio, de modo que Danilo Cruz y Jaime Jaramillo dieron media vuelta, y con ellos todos los demás, como ovejas mansas, buscando el sitio remoto donde Alvar estaba siendo enterrado en casi total soledad en ese momento, ante, me imagino, el desconcierto de su mujer y su hijo y de las dos o tres personas que, por casualidad, habían caminado en sentido correcto.

Cuando llegamos allí, ya lo dije, los enterradores daban los últimos retoques a la tumba, situada en el mausoleo de la familia, donde luego pondrían la lápida con el nombre y las fechas de nacimiento y muerte. Nada de ridículos epitafios, dijo siempre Alvar, nada de piadosas mentiras o falsa literatura.

Por tercera vez en mi vida pude contemplar el rostro de su mujer, tratando de no ser vista, claro está, lo cual fue relativamente sencillo, pues el dolor la abatía, era evidente, de modo que sus ojos permanecían bajos, húmedos por el llanto. Había sido hermosa, muy hermosa, según todos decían, pero de aquella belleza no quedaba ya nada o casi nada, a pesar de que era aún una mujer joven y conservaba una abundante mata de pelo color vino y una palidez aristocrática. Su rostro se veía estragado y amargo, tal vez porque en su boca se marcaba el rictus propio de las personas que envejecen sin felicidad —aunque quizá el dolor del momento enfatizara esa amargura— y el cuerpo parecía dominado por un hieratismo de estatua, por una falta tan total de ternura, que creí entender cosas que no había entendido hasta entonces.

El hijo, en cambio, tenía la luminosa belleza de Alvar. Así debía haber sido a los veinte, alto y óseo, de frente amplísima, los labios finos y los rasgos angulosos, con algo de águila en la nariz y en la mirada, y un aire de sensibilidad que resultaba opacado por el desdén de su expresión.

Desde donde estaba podía abarcar con la mirada a la mayoría de los concurrentes, entre los que se contaban, como era de preverse, casi todos aquellos mediocres a quienes Alvar abiertamente desdeñara en vida: estaba Aurelio, el antiguo decano de Artes, melifluo y afectado; el farsante de Hugo Arenas, pomposo como un pavo real; y la Erinia mayor, Ida Vallejo, con su cara de marsupial, de ojillos venenosos. Pero estaba también alguna gente joven, estudiantes tal vez, y el bueno de Roco, sensiblemente avejentado, y Marcos y Monique, y Juan Vila, su amigo de toda la vida, y amigo mío también, aunque muy poco nos habíamos cruzado en los últimos años. Quizá una de aquellas bonitas y llorosas chiquillas estuviera enamorada de Alvar, pensé, pues, todos lo sabíamos, él fue el amor soñado de muchas y el amante fugaz de algunas de sus alumnas.

Todavía no conocía yo las circunstancias de su muerte, de la que me había enterado esa mañana por el aviso en el periódico, de modo que me abrumaba sobre todo el desconcierto, pues no era Alvar un hombre viejo; por el contrario, podría decirse que era joven aún, cumpliría cincuenta y cuatro años en dos meses, y nunca supe que estuviera enfermo, a pesar de que su salud no fue jamás buena: era un hipocondríaco, Alvar; pero al fin y al cabo poco sabía de él, ya que en aquel diciembre cumpliría cinco años de no verlo, o mejor, de no vernos; y digo cinco aunque en realidad fueron nueve, rotos tan sólo por un único, último encuentro, que no duró más allá de una hora y que fue tan duro y doloroso que yo había tratado de borrarlo de la memoria.

En los cuatro años posteriores a este encuentro sólo vi a Alvar en tres oportunidades, y siempre de lejos, alguna vez en un cine, otra al fondo del café donde tantas veces nos reunimos al final de algunas tardes y otra más en la ceremonia de condecoración de Marcel, y en cada una de estas oportunidades apenas si intercambiamos un breve saludo.

En el cementerio, envuelta en mi pashmina gris y sintiendo que el sol de mediodía hacía correr un chorrito de sudor entre mis senos, busqué en mi memoria la voz de Alvar, borrada por los años transcurridos sin verlo y supliqué en mi interior, Alvar, háblame, soy yo que he venido a tu entierro, pero aquella voz se negaba a dejarse oír, se resistía a venir desde su paraíso o su infierno. Viendo cómo lloraba su mujer, cómo su hijo sensiblemente conmovido ahogaba sus sollozos, cómo aquellas muchachitas de largas piernas se sonaban discretamente, con las cabezas bajas, comprendí de repente que no sentía dolor.

Durante años tuve miedo, no de que Alvar ya no me amara, —¿me había amado alguna vez?—, sino de que yo dejara de quererlo. ¿Había, tal vez, llegado ese momento? ¿Es que ya no sentía amor por Alvar?, me pregunté, estremecida, ¿es que el sentimiento se me había escapado sin yo apenas darme cuenta? ¿Si durante años h

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