El libro de la envidia

Ricardo Silva Romero

Fragmento

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I

Le pide a Dios que se calle. Dios no lo deja en paz. «Querido Dios: silencio», «Querido Dios: no más». Se tapa las orejas puntiagudas de vampiro con las dos manos heladas que saca de adentro de la ruana de lana. Se lleva las rodillas al pecho y se encoge como un puño. Entonces hace todo lo que puede y todo lo que debe, y pega un grito. Recita los dos cuartetos del soneto inacabado de su padre. Tararea a medio pulmón el coro del yunque de El trovador, de la ópera aquella, que lo alivia tantísimo. Y aprieta los ojos cerrados pues de niño aprendió que cerrarlos es mejor. Pero ni así se calla Dios ni así deja él de oírle a aquella voz ruinosa las dos sentencias que lo han estado despertando en las madrugadas de estas últimas semanas: «tú mismo viste que al hijo de don Ricardo lo mataron», escucha día por día a las tres de la mañana, y «tú mismo sabes que José Asunción Silva no se suicidó».

No puede más. No más. Quiere volver a dormirse, plegado y perdido, para que el mundo se acabe y comience otra vez. Trata de pensar en cualquier cosa para no oír nada más que lo que piensa: «es que José significa en griego el que provee», se dice, «y es que Asunción no es nada más que un viaje al cielo». Pero se ve forzado a sentarse en la cama, de golpe, porque está a punto de toser. Tose. Tose otro poco. Tos, tos y tos a pesar de su estómago, de sus vértebras, de su garganta lacerada, ¡tos!, para sacarse de adentro las cenizas y la escarcha que se tragó con toda la tropa el día en que echaron atrás la asquerosa revolución de los peores hombres del país, y para de paso no terminar ahogándose en la neblina sabanera que suele tomársele la pieza desde la medianoche.

Hoy es lunes 31 de agosto de 1896. Será lunes, más bien, cuando toda la ciudad amanezca. Y entonces se sepa qué descreídos se encogieron de hombros y qué supersticiosos se fueron despavoridos por si acaso por fin se cumple esa viejísima profecía del cura Margallo que hoy sólo recuerdan los ancianos de capa y espada: «el 31 de agosto de un año que no diré sucesivos terremotos destruirán Santafé».

Ha llegado, en fin, el 31. Día de san Ramón Nonato confesor. Día de El Mago. Ya han pasado tres meses como tres siglos desde que el poeta José Silva murió. Pero, como un actor condenado a poner en escena un mismo drama, jornada a jornada, hasta que el cuerpo un día no dé más, el pobre Loco Cacanegra —que así lo llaman los unos y los otros al protagonista— no ha dejado de toser ni de atender pensamientos malsanos ni de crisparse ni de vivir lo que vivió el día eterno en el que por la pura envidia, porque no soportaban que sólo él fuera él, le dieron a José Silva un disparo. Para la gente como uno, en este 1896 de máquinas frenéticas, milagros probados y papel moneda desperdiciado por ahí, la muerte de aquel hombre es una noticia viejísima: el deplorable suicidio de ese literato romántico, ese Silva, que dizque tenía el agua al cuello. Pero para el Loco Cacanegra, que suele vivir en círculos, y que se quema las alas en el sol de cada día porque olvidará mañana todo lo que supo hoy, este lunes de agosto es el domingo 24 de mayo de siempre, pobre. Y está a punto de ver el crimen de José. Y de irse a denunciarlo a Bogotá.

Ha lloviznado sobre el techo de paja y de maderos de la choza desde que se quedó dormido anoche. Ha estado golpeando una gotera, toc, toc, toc, toc, en la bacinilla de cerámica con la oreja desportillada que siempre tiene a un lado de la cama. Hace unos segundos ha cantado el gallo y Dios le ha dicho lo que suele decirle. Y el Loco Cacanegra se despierta a fuerza de confidencias de ultratumba, de «tú mismo sabes que no se mató», de «tú mismo sabes que lo mataron». Y se levanta de tajo por cuenta de la tos. Y así, igual que tres meses atrás, igual que el domingo que todos sabemos, escucha los caballos trotando en la tierra, y escucha los ladridos de los perros y los gruñidos de los cerdos ciegos de la cochera de enfrente, y las sentencias enajenadas de los cuatro asesinos, y los forcejeos, y el disparo interminable después del silencio: ¡tas!

Deben ser las tres de la mañana. Suenan unas sobre otras, como leves llamados de atención en el piso de arriba, las campanas de bronce de San Diego y de San Francisco. Un perro ladra un mismo ladrido una y otra y otra vez como repitiéndole a quien corresponda lo que acaba de suceder allá afuera. Vienen de golpe unos gritos de hombres que se dan órdenes los unos a los otros.

El Loco no enciende el candil de latón que suele encender de noche, no. Sigue el eco de la descarga y el estrépito de los latidos, dispuesto, por cuenta de sus nervios, a estrellarse con la noche. Se para de la cama. Sale a tientas de las tinieblas de adentro a la penumbra de afuera a ver lo que sea que venga. Y entonces la luz de la luna menguante y las ramas cimbradas de los manzanos y los papayuelos, y las mariposas negras que aletean porque sí por todas partes, y que le hablan en una lengua que no logra traducir, le vuelven a contar con sombras, en esa pared rugosa de enfrente que ya no va a ningún lugar, la escena de pesadilla del peor crimen de la historia bogotana. Y se la cuentan cuadro por cuadro, por supuesto, para que así nunca la pueda olvidar.

El Loco Cacanegra tirita, apestado, debajo de la ruana que le llega hasta los tobillos. Detiene la tos entre la garganta y el pecho para seguir siendo solamente un espectador de un mal sueño. Se abraza a sí mismo después. Se abraza muy duro. Luego repite entre dientes su palabra favorita de la edición rota del Lexicón de las voces y los nombres que le dejó su padre en el montón de las pocas cosas que le pudo dejar: repite despavorido, porque sí y porque no, la palabra «trágico». Su miedo lo pone de rodillas, «trágico», en un hueco del campo lleno de piedritas heladas. Su extremo cuidado lo obliga a acostarse bocabajo entre los pastizales que ahora le huelen a sus propios orines y a su propia mierda, «trágico».

Echa la nuca hacia atrás para elevar la mirada. Pone la barbilla en una piedra rasposa con la que se tropieza siempre que emprende el camino a la ciudad: esta bendita piedra. Entrecierra los ojos, pues si no, con esa mirada tan borrosa, no va a ser capaz de ver nada en esa nada. Se limpia los párpados pastosos con los nudillos. Se quita las telarañas de los ojos con las yemas de los dedos. Y entonces es testigo de todo una vez más, desde los lamentos que preguntan «qué paso, qué pasó» hasta los alaridos que responden «que por fin matamos a ese señorito hijo de puta», desde el zarandeo de las botas de tacón hasta el golpeteo espantoso del bastón del bárbaro que mueve los hilos del crimen, pues todo eso mismo le ha estado pasando enfrente madrugada a madrugada.

Y ni siquiera mirando hacia abajo, a la hierba encharcada, al runcho que pasa corriendo a toda vela como un corrientazo por la columna vertebral, el Loco puede evitarse verlo todo de nuevo igual que si fuera ese domingo 24 de mayo.

El corazón le palpita en el estómago. El cuerpo le pesa como si no fuera suyo. Siempre que siente ese miedo distinto se dice

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