Melodrama

Jorge Franco

Fragmento

1

Es raro, muy raro y difícil de entender, cuando a uno le dicen que está enfermo y uno se siente tan bien. La enfermedad está ahí, y sigilosa y mezquina te perfora por dentro como un preso que cava y cava todas las noches, sin hacer ningún ruido, hasta que consigue salir por la otra boca del túnel.

¿Cómo iba yo a anunciar lo que me habían anunciado a mí si con la muerte adentro seguía viéndome y sintiéndome bello? ¿Quién me iba a creer que por dentro ya me estaba empezando a descomponer? Nada delataba la enfermedad, ni siquiera la pequeña mancha en el cuello, la manchita que Perla confundió con el morado de un beso y que le produjo un ataque de celos al imaginarse otra boca en mi piel. Ella me señaló el cuello y me preguntó iracunda ¿quién te hizo esa cochinada?, y yo, que no sabía de qué me hablaba, tuve que mirarme en el espejo y buscar la mancha. Todavía era muy pequeña, mucho más pequeña que la marca de un beso. Perla insistió: ¿quién fue? La miré a través del espejo y le dije ni idea. Me dio risa y ella me pegó en la espalda. Debe de ser un barro o un pelo enterrado, dije, pero ya Perla se había ido del baño.

No fue un beso ni un mordisco de alguien que no aguantó la tentación de mi cuello. La manchita no se fue sino que aumentó. Entonces le dije a Perla debe de ser un pelo que creció para adentro y se infectó; ella alzó las cejas, frunció los labios con fastidio y dijo pues qué pelito, y me sugirió que fuera a algún sitio para que me lo sacaran. Y fui, y no era pelo, ni acné, ni el beso que imaginó Perla, ni nada que se pudiera arreglar con una crema o sacar con una pinza. Ahí siguió la manchita, el sarcoma, como dijo el médico. Parece un sarcoma de…, y me lo nombró pero lo olvidé; a mí me sonó a nombre de ajedrecista ruso, y traté de recordarlo mientras daba vueltas sin sentido por la Place des Vosges, después de que me dijeran la verdad. Me dijeron esto no es un pelo, me ordenaron varios exámenes y me pidieron que volviera en cuatro días, pero no pensé en regresar, compré Oxy 10 color piel y me tapé la mancha. No volví a hablar del asunto hasta cuando me llamaron para que fuera por los resultados.

(—¿De dónde diablos sacaste esta historia? —me pregunta.

—Me acuerdo de una parte, otra me la contaron y el resto me la invento.

—¿Y no te importa contar mentiras?

—Lo que importa es que quede una historia de nosotros. Voy a estar dentro de ella —le digo—, a mi antojo. Cuando se lea, más tarde, se creerá que quien la escribió estuvo ahí y fue testigo.

—Pero son mentiras —insiste.

—Le tengo más confianza a la imaginación que a la realidad. Además, todo el que cuenta inventa.

—Lo que yo digo: todo es mentira —dice ella.

—Eso es verdad —le digo yo).

Había una razón para estar caminando ahí bajo los arcos de los edificios que forman la Place des Vosges, y para haber llegado quién sabe cómo a mi lugar favorito de París. Salí del hospital ensordecido y sin habla, flotando en la perplejidad, embrutecido por la certeza del final, que no es la misma certeza que se tiene siempre, cuando uno, sin entender muy bien, acepta que toda vida tiene un término. Uno se relaja y olvida la certeza hasta que llegue el desenlace, confiando en que tardará en llegar. De ahí el golpe cuando se anuncia que el desenlace ya llegó y uno tiene que tragarse la certeza entera y sin masticar.

Recién llegado a París caminé varias veces por la Place des Vosges, como extranjero, con la seguridad de que algún día iba a dejar de serlo. Cuando hacía sol me echaba en la hierba frente a Luis XIII en su caballo, me quitaba la camisa para atraer a los que pasaban e invocaba a Carlos VII, a Luis XII y a Enrique II; a su viuda, Catalina de Médicis; a Enrique IV y a cuanto hijo de puta vivió en esa plaza, para que me inspiraran, contagiaran y mostraran el camino certero y tramposo para triunfar en París.

En una de las vueltas que di por la plaza, ya con la peste encima, me paró René, que trabajaba en el café Hugo, no en la casa museo del escritor sino en la esquina, en el café donde acababa de llegar a tomar su turno. Me saludó pero no le contesté. A la vuelta siguiente me tomó del brazo, me miró y algo debió ver porque me obligó a entrar, me sentó y me trajo un coñac, creo. No tuve que contarle lo que tenía para que él viera la muerte camuflada en mi belleza. Se lo confirmé al oído cuando me abrazó temblando; no sé qué le dije a René, pero a pesar de estar en servicio se sentó junto a mí y me agarró las manos. Todo el que pasó a nuestro lado nos miró, no porque les llamara la atención nuestra belleza o por ver a dos hombres tomados de la mano, pues en París uno puede amarse como le dé la gana, sino que nos miraban porque la muerte es escandalosa y antes de ser muerte ya se hace ver. Y en nuestro silencio y en el rigor de nuestras manos entrelazadas ya la muerte estaba haciendo su show.

—¿Qué vamos a hacer? —musitó René.

Yo sólo pensaba en Perla, que a esa hora andaba desentendida de mi mal, concentrada en sus collages, recortando fotos de su gente, silueteando al que quisiera separar de una fotografía para meterlo en otra. Recortaba a Pablo Santiago y a Libia y los pegaba en una foto donde estábamos ella y yo, así quedábamos los cuatro en un retrato que nunca se tomó. Recortaba a sus hermanas de una foto sacada en Medellín y las pegaba junto al Arco del Triunfo para que pareciera que alguna vez estuvieron en París. En las fotografías de su matrimonio con Adolphe, pegó a los que no pudieron asistir a la boda; en las que le mandaron del bautizo de un sobrino, pegó a los que no fuimos; en varias, incluso, pegó sobre la foto de ella la única que tenía de Sandrita. Recortando y pegando, Perla juntaba a los vivos con los muertos, armaba la posteridad a su antojo, mezclaba lugares, creaba una nueva realidad.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó otra vez René.

Era muy pronto para esa pregunta y no le respondí. O sí, pero no era la respuesta que él esperaba.

—Voy a seguir caminando, René.

—Yo tengo que trabajar —me dijo.

—Lo sé —le dije—. Además, quiero caminar solo.

René me soltó las manos, yo un suspiro, alguien en el bar soltó una carcajada, Perla suelta las tijeras y se masajea la nuca, Pablo Santiago botó la arena sucia del cernedero, Sandra se pudre en un nicho, Libia tira a la caneca una caja vacía de Famogal. Suena el citófono y Anabel contesta en español: un momento, por favor, sin importarle si quien está abajo entiende o no. Llama a Perla, casi siempre a los gritos, para anunciarle que la buscan. A Perla le molestan los gritos de Anabel.

—Entonces quién te entiende —dice Anabel—. Si contesto me decís que por qué contesto si no sé contestar, y cuando no contesto me gritás que conteste porque no te aguantás el timbre.

—No te aguanto a vos, no me aguanto el timbre, no me aguanto a nadie —le dice Perla, manoteando, en dirección al citófono. Toma el aparato y escupe—: ¿quién es?

—Clémenti —contesta desde la calle el sobrino de milord.

En todo lío serio siempre hay un cojo, y en este lío el cojo es deforme. Cuando niño, a Clémenti lo atacó un guepardo

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