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Barcelona, mayo de 1901
Los gritos de centenares de mujeres y niños retumbaban en las callejas del casco antiguo. «¡Huelga!» «¡Cerrad las puertas!» «¡Detened las máquinas!» «¡Bajad las persianas!» El piquete de mujeres, muchas de ellas con niños pequeños en sus brazos o tratando de mantenerlos agarrados de la mano, a pesar de los esfuerzos de estos por escapar para unirse a aquellos un poco más mayores, libres de control, recorría las calles de la ciudad vieja instando a los obreros y los mercaderes que todavía mantenían abiertos talleres, fábricas y comercios a que detuvieran de inmediato su actividad. Los palos y barrotes que enarbolaban convencían a la mayoría, aunque no eran extrañas las roturas de los cristales de escaparates y alguna que otra reyerta.
—¡Son mujeres! —gritó un anciano desde el balcón de un primer piso, justo por encima de la cabeza de un tendero airado que se encaraba con un par de ellas.
—Anselmo, yo… —El mercader alzó la vista.
Su excusa se vio acallada por los insultos y abucheos que surgieron de muchos de los que contemplaban la escena desde los demás balcones de aquellas casas viejas y apiñadas, moradas de obreros y gente humilde, de fachadas con grietas, desconchaduras y manchas de humedad. El hombre apretó los labios, negó con la cabeza y echó el cierre mientras unos chiquillos desharrapados y sucios cantaban victoria y se burlaban de él. Algunos espectadores sonrieron sin reparo ante las chanzas del grupo de huelguistas precoces; el tendero no era querido en el barrio. Confeccionaba y vendía alpargatas. No fiaba. No sonreía, y tampoco saludaba.
La chiquillería insistió en sus burlas hasta que la policía que seguía al piquete de mujeres casi llegó a su altura. Entonces echaron a correr en pos de la marabunta que continuaba desplazándose por los callejones de la Barcelona medieval, tan sinuosos como oscuros, puesto que la maravillosa luz primaveral de aquel mes de mayo era incapaz de penetrar en el estrecho entramado urbano más allá de los pisos altos de los edificios que se erguían sobre el empedrado. Los vecinos de los balcones callaron al paso de los guardias civiles, algunos a caballo, con los sables envainados, la mayoría de ellos con el rostro contraído, en una tensión que se palpaba en sus movimientos sincopados. Unos y otros eran conscientes del conflicto que se les planteaba a aquellos hombres: su obligación era impedir los piquetes ilegales, pero no estaban dispuestos a cargar contra mujeres y niños.
La historia de la revolución obrera en Barcelona estaba ligada a las mujeres y sus hijos. Eran ellas las que, en numerosas ocasiones, exhortaban a sus hombres a permanecer al margen de las acciones violentas. «Con nosotras no se atreverán, y nos bastamos para conseguir el cierre», argumentaban. Y así era también ese mes de mayo de 1901, cuando los obreros se habían lanzado a las calles después de que, a finales de abril, la Compañía de Tranvías hubiera despedido a sus trabajadores en huelga y hubiera contratado esquiroles para reemplazarlos.
La huelga general que pretendían las asociaciones de obreros en defensa de los tranviarios estaba muy lejos de producirse y, pese a algunas acciones violentas, la Guardia Civil parecía tener el control de la situación en la ciudad.
De repente, un clamor surgió de boca de los centenares de mujeres tras propagarse entre ellas la noticia de que un tranvía circulaba por las Ramblas. Se oyeron insultos y gritos de amenaza: «¡Esquiroles!» «¡Hijos de puta!» «¡A por ellos!».
Las huelguistas recorrieron a paso ligero, algunas de ellas casi corriendo, la calle de la Portaferrissa para llegar a la Rambla de les Flors, por encima del mercado de la Boqueria, una lonja que a diferencia de las demás de Barcelona como podían ser la de Sant Antoni, la del Born o la de la Concepció, no había nacido de un proyecto concreto, sino de la ocupación por parte de los vendedores de la plaza de Sant Josep, un magnífico espacio porticado; al final vencieron los mercaderes y la plaza se cubrió con entoldados y tejados provisionales, convirtiéndose los pórticos de los edificios que rodeaban la plaza en las paredes del nuevo mercado. Las tradicionales paradas de venta de flores, unas estructuras de hierro colado enfrentadas en línea unas a otras a lo largo del paseo, estaban cerradas, aunque las floristas, muchas de ellas en jarras, desafiantes, permanecían junto a sus establecimientos dispuestas a defenderlos. En Barcelona solo se vendían flores en esa parte de las Ramblas. En el mercado de la Boqueria un sinfín de carros de transporte con sus toldos y sus caballos esperaban estacionados en hilera, costado contra costado, a un par de pasos escasos de las vías del tranvía. Los animales reaccionaron con nervios ante el griterío y la avalancha de las mujeres. Pocas de ellas prestaron atención al alboroto de caballos encabritados, mozos y tenderos corriendo de arriba abajo. El tranvía, que cubría la línea de Barcelona a Gràcia que se iniciaba en la Rambla de Santa Mònica, junto al puerto, se aproximaba.
Dalmau Sala había seguido al piquete durante su itinerario por el casco viejo junto a otros muchos hombres, en silencio tras la Guardia Civil. Ahora, en una zona amplia como era la de las Ramblas, gozó de una visión más completa. El caos era absoluto. Caballos, carros y tenderos. Ciudadanos corriendo, curiosos; policías que se disponían en formación ante el grupo de mujeres con sus niños que se habían desplegado frente a ellos, en una barrera humana que pretendía separar a todas aquellas otras que habían hecho piña sobre las vías del tranvía para detener la máquina.
Un escalofrío recorrió a Dalmau de arriba abajo al ver que algunas mujeres alzaban a sus pequeños y los exhibían ante los guardias civiles. Otros chiquillos, un poco más mayores, permanecían agarrados a las faldas de sus madres, asustados, con los ojos muy abiertos escudriñando el espacio en busca de unas respuestas que no encontraban, mientras los adolescentes, ensoberbecidos por el ambiente, llegaban a retar a los policías.
No hacía muchos años, cuatro o cinco, Dalmau había cometido el mismo desplante ante la policía; su madre tras él, gritando, exigiendo justicia o mejoras sociales, animándolo a la lucha, como hacían la mayoría de las madres que interponían a sus hijos en defensa de unas causas que consideraban superiores incluso a su propia integridad física.
Durante un instante, los gritos de las mujeres originaron en Dalmau una embriaguez similar a la vivida aquellas veces en las que se plantaba ante la policía. Entonces se sentían dioses. ¡Luchaban por los obreros! En algunas ocasiones la Guardia Civil o el ejército cargaron contra ellos, pero hoy no sucedería eso, se dijo Dalmau desviando la mirada hacia las huelguistas que hacían frente al tranvía. No. Ese día no estaba llamado a que la fuerza pública atacase a las mujeres; lo presentía, lo sabía.
Dalmau no tardó en localizarlas. En primera fila, por delante de todas, retando con la mirada, como si con ella sola pudieran detenerlo, al tranvía de la línea de Gràcia que se acercaba. Dalmau sonrió. ¿Qué no conseguirían esas miradas? Montserrat y Emma, su hermana menor y su novia, inseparables ellas, unidas por la desgracia, unidas por la lucha obrera. El tranvía se acercaba haciendo sonar su campana; el sol que se colaba entre el arbolado de las Ramblas arrancaba destellos a las ruedas y a los demás elementos de metal del vagón. Alguna mujer reculó; pocas, muy pocas. Dalmau se irguió. No temía por ellas; se detendría. Madres y policías callaron, atentos. Muchos curiosos contuvieron la respiración. El grupo de mujeres encima de las vías pareció crecer sobre sí, firme, tenaz, dispuesto a ser arrollado.
Paró.
Las mujeres estallaron en vítores mientras los pocos viajeros que habían osado utilizar el transporte y que viajaban en la parte superior del vagón, al aire libre, sentados al sol, descendían a trompicones para escapar tras conductor y revisores, esquiroles todos que habían saltado del tranvía antes incluso de que este llegara a detenerse.
Dalmau contempló a Emma y Montserrat, las dos con el puño crispado alzado al cielo, sonrientes, celebrando eufóricas la victoria con sus compañeras. No había transcurrido un minuto cuando aquellos centenares de mujeres se arrimaron al tranvía. «¡Vamos!» «¡A por él!» La Guardia Civil quiso reaccionar, pero la barrera con los niños se les vino encima. Fueron muchas manos las que se apoyaron contra el lateral del vagón. Otras tantas, las que no alcanzaban la máquina, sostuvieron la espalda de las huelguistas que estaban por delante.
—¡Empujad! —gritaron al mismo tiempo varias de ellas.
—¡Más fuerte!
El tranvía se balanceó sobre las ruedas de hierro.
—¡Más! Más, más…
Una, dos… El vaivén fue en aumento al ritmo de los ánimos que se daban unas a otras. Al cabo, un rugido que surgió de aquellos centenares de gargantas precedió al vuelco del vagón. El estruendo se confundió con las astillas, el entrechocar de hierros y una nube de polvo que envolvió a tranvía y mujeres.
Un aullido rompió el relativo silencio que se había hecho tras el estallido del vagón contra el suelo.
—¡Salud y revolución!
—¡Viva la anarquía!
—¡Huelga general!
—¡Muerte a los frailes!
Más trabajo y mejores jornales. Reducir las jornadas extenuantes. Acabar con el trabajo de los niños. Terminar con el poder de la Iglesia. Mayor seguridad. Viviendas decentes. Expulsión de los religiosos. Sanidad. Educación laica. Alimentos asequibles… Mil reivindicaciones atronaron la Rambla de les Flors de Barcelona para ser compartidas por una masa de gente humilde, cada vez más numerosa, que iba congregándose y aplaudía con fervor a aquellas mujeres obreras.
Emma y Montserrat, sudorosas, sus rostros sucios y oscurecidos por el polvo levantado por la caída del vagón, saltaban excitadas, jaleaban a sus compañeras y alzaban los brazos encaramadas al lateral del tranvía.
A Dalmau se le erizó el vello a la vista de aquellas dos muchachas jóvenes. ¡Valientes! ¡Comprometidas! Recordó las veces que, junto a las madres y las esposas de los obreros, se habían echado a la calle en defensa de alguna causa. Dalmau no les llevaba ni dos años, y sin embargo aquellas dos chiquillas, como si el hecho de ser mujeres las obligase a ello, lo superaban en osadía, y gritaban, insultaban y hasta retaban a la Guardia Civil. Y ahora estaban allí, subidas en un tranvía que acababan de derribar con sus manos. Dalmau tembló, luego alzó el puño y, excitado, se sumó a los gritos y reivindicaciones de la gente.
La emoción y el estruendo todavía continuaban retumbando en el interior de Dalmau, agitándolo, ensordeciéndolo, mientras ascendía por el paseo de Gràcia de Barcelona en dirección a la fábrica de cerámica en la que trabajaba, situada en Les Corts, en un descampado a la vera de la riera de Bargalló. No llegó a tener oportunidad de charlar con las chicas puesto que, una vez obtenido su propósito, el nerviosismo que mostró la Guardia Civil forzó la disolución del piquete e hizo que las mujeres y sus hijos se dispersaran en todas direcciones. Quizá Montserrat y Emma fueran reconocibles, pensó Dalmau. ¡Con toda seguridad!, se dijo, y sonrió al tiempo que pateaba la hoja caída de un árbol. ¿Quién podía olvidarlas allí subidas? Sin embargo, se habían confundido rápidamente con aquellas otras que se encontraban en el mercado de la Boqueria o en las Ramblas: mujeres como tantas otras, vestidas con falda larga hasta los tobillos, delantal y camisa, generalmente con las mangas remangadas. Las mayores acostumbraban a llevar la cabeza cubierta con un pañuelo, negro en la mayoría de las ocasiones; las demás recogían sus cabellos en moños, sin sombrero. Se trataba de mujeres radicalmente diferentes a las que podían verse deambulando por el paseo de Gràcia, ricas, elegantes.
A diario, cuando iba o venía por aquella gran arteria de la Ciudad Condal, Dalmau se recreaba contemplando a aquellas damas que paseaban orgullosas entre niñeras de blanco con sus criaturas, caballos y carruajes. El pecho, el vientre y las nalgas; decían que esos eran los tres patrones a través de los que debía juzgarse a la mujer ideal. La moda femenina había evolucionado con el modernismo igual que la arquitectura y otras artes, y había ido sustituyendo los elementos medievales, rígidos, usados durante la década final del siglo anterior, por otros que mostraban a mujeres vivas, con los corsés resaltando las formas naturales de su cuerpo en una especie de serpenteo maravilloso: pechos por delante; vientres planos, comprimidos, y las nalgas por detrás, respingonas, como si en todo momento estuvieran dispuestas a atacar. Cuando tenía tiempo, Dalmau se sentaba en uno de los bancos del paseo y tomaba apuntes al carboncillo de aquellas mujeres, aunque acostumbraba a evitar vestimenta en su imaginación, y las dibujaba desnudas. No quería limitarse a lo que insinuaban los corsés y los vestidos. Los pies, las piernas, los tobillos, sobre todo los tobillos, finos y delgados, con los tendones tensos como cuerdas; manos y brazos. ¡Y los cuellos! ¿Por qué fijarse solo en aquellos tres criterios: pecho, vientre y nalgas? Le gustaba el desnudo femenino, pero desgraciadamente no tenía oportunidad de trabajar con modelos despojadas de ropa; su maestro, don Manuel Bello, lo tenía prohibido. Desnudos masculinos, sí; femeninos, no. Si él no lo hacía, se oponía el maestro, no iba a hacerlo Dalmau. Comprensible conociendo a la esposa de don Manuel, sonreía Dalmau a sus espaldas. Burguesa, reaccionaria, conservadora, católica recalcitrante, ¡hasta la médula!, virtudes todas en las que coincidía con su esposo, la mujer se agarraba a la moda vieja ya abandonada hacía unos años, y todavía usaba el polisón, una especie de armazón que se ataba a la cintura para que la falda se abombase por detrás.
—Igual que un caracol —se burlaba cuando les explicaba a Montserrat y Emma—: todo por delante y una especie de caparazón que le sale del culo y con el que carga allí adonde va. ¿Queréis creer que soy incapaz de imaginármela desnuda?
Las dos se rieron.
—¿Nunca has quitado el caparazón a un caracol? —le preguntó su hermana—. Pues a esa babosilla le pones un poco de pelo en lugar de los cuernos, y ahí tienes desnuda a tu burguesa, babeando, como todas ellas.
—¡Calla! ¡Qué asco! —se quejó Emma empujando a Montserrat—. Pero ¿por qué tienes que imaginarte desnudas a las mujeres? —Se dirigió a Dalmau—. ¿No te satisface lo que tienes en casa?
La última observación la hizo arrastrando las palabras, con voz dulce, zalamera. Dalmau la atrajo hacia sí y la besó en los labios.
—Por supuesto que me satisface —susurró él.
De hecho, a excepción del uso a escondidas de fotografías eróticas en las que estudiaba la desnudez femenina que su maestro le impedía, Emma era la única que había posado desnuda para él. Montserrat, enterada, también se le había ofrecido.
—¡Cómo voy a pintar desnuda a mi hermana? —se opuso él.
—Es algo artístico, ¿no? —insistió ella haciendo ademán de quitarse la camisa, lo que Dalmau impidió agarrándola de la mano—. ¡Me encantan los dibujos que has hecho de Emma! Está tan… ¡sensual! ¡Tan mujer! ¡Parece una diosa! Nadie diría que es una cocinera. Quisiera verme igual, no como la vulgar obrera de una fábrica de estampados de telas de algodón.
Dalmau cerró los ojos unos instantes al ver que su hermana se tironeaba de la falda floreada que vestía como si quisiera librarse de ella.
—A mí también me gustaría que me dibujaras así —abundó Montserrat.
—¿Le gustaría a madre? —la interrumpió él.
Montserrat torció el labio superior y negó con la cabeza en un mohín de resignación.
—No es necesario que te pinte desnuda para que sepas que eres tan guapa como Emma —trató de consolarla Dalmau—. ¡Si los enamoras a todos! Están locos por ti, los tienes a tus pies.
Ese día, después del vuelco del tranvía en las Ramblas, Dalmau ya llegaba bastante tarde al trabajo y no tenía tiempo para recrearse en la imaginaria desnudez de las burguesas que se lucían por el paseo de Gràcia. Tampoco lo tenía para observar las construcciones modernistas que iban erigiéndose en el Eixample, el Ensanche de Barcelona: la zona extramuros de la ciudad en la que durante siglos había estado prohibido construir por motivos de defensa militar y que, en el siglo XIX, con el derribo de las murallas, se había urbanizado. El maestro Bello renegaba de aquellas construcciones modernistas, aunque buen negocio hacía con su fábrica vendiendo cerámica a los constructores.
«Hijo —se excusó el día en el que Dalmau se atrevió a plantearle esa contradicción—, el negocio es el negocio.» Lo cierto era que, igual que sucedía con los vestidos de las mujeres, el modernismo había impuesto cambios importantes desde la Exposición Universal de Barcelona de 1888, una deriva difícil de admitir para según qué caracteres conservadores. En la última década del siglo XIX, las mujeres, libres del polisón que las asemejaba a los caracoles, habían seguido utilizando vestidos rígidos, similares a los medievales. Durante esa misma década, los arquitectos habían buscado inspirarse también en el Medievo tratando de emular la grandeza de la Cataluña de aquella época. Domènech i Montaner recuperaba técnicas con materiales de la propia tierra como eran los ladrillos vistos, y así había construido el café-restaurante de la propia exposición de 1888, un imponente castillo almenado con influencias orientales, en el que, sin embargo, se había permitido la licencia de colocar, en el friso exterior, cerca de cincuenta escudos de cerámica de color blanco, de los más de cien que tenía previstos, y en los que se publicitaban los productos que podrían consumirse en el interior del local: un marinero bebiendo ginebra; una señorita con un helado; una cocinera preparando chocolate…
Pocos años después, Puig i Cadafalch había asumido la reconstrucción de la casa Amatller del paseo de Gràcia con elementos góticos, rompiendo simetrías y clasicismos y dotando a Barcelona de su primera fachada colorista. En ella, al igual que había hecho Domènech en su café-restaurante de la Exposición Universal, Puig jugueteó con los elementos decorativos y, aprovechando las aficiones del propietario del edificio, incluyó multitud de animales grotescos: un perro, un gato, un zorro, una cabra, un pájaro y una lagartija a modo de guardianes; una rana que sopla cristal y otra que brinda con una copa; un par de cerdos que esculpen un jarrón; un asno que lee un libro, otro que lo observa con gafas; un león aficionado a la fotografía junto a un oso con un paraguas; un conejo que funde metal mientras otro le acerca agua, y un mono que golpea sobre un yunque.
Aquellas dos obras, entre otras muchas que ya clamaban un cambio, una concepción diferente de la arquitectura, fueron, a decir del maestro de Dalmau, las precursoras de la casa Calvet en la calle Casp de Barcelona, en la que Gaudí empezó a abandonar la concepción historicista que había inspirado su obra durante la primera época del siglo anterior, para desarrollar una arquitectura en la que pretendía que la materia cobrase movimiento. «¡Movimiento, las piedras!», exclamaba don Manuel Bello con la confusión en el rostro.
«Mujeres y edificios —confesó en una ocasión a Dalmau— van poco a poco desprendiéndose de su clase, de su porte y de su señorío, de su historia, y se prostituyen: para convertirse en culebras serpenteantes las unas y en materia inconsistente los otros.» El hombre le dio la espalda haciendo aspavientos, como si el universo se desmoronase. Dalmau evitó replicar que a él le atraían las mujeres serpenteantes, y que admiraba a aquellos que pretendían que el hierro forjado, la piedra e incluso la cerámica cobrasen movimiento. ¡Quién sino un brujo, un mago, un creador excepcional podía presentar al espectador la materia transformada en fluido!
Un carro largo cargado de arcilla, tirado por cuatro poderosos percherones de cabeza, cuello y grupa fuertes e imponentes, y patas gruesas y peludas, que circuló lenta y pesadamente a su lado, haciendo temblar la tierra, sacó a Dalmau de sus pensamientos. Alzó la vista para ver la rebosante trasera del carro recortada contra las dos chimeneas altas de los hornos de la fábrica que se alzaban por encima de él. «Manuel Bello García. Fábrica de Azulejos.» Tal era el anuncio que en cerámica blanca y azul remataba el portalón de la entrada; a partir de ahí se abría una zona amplia con albercas y secaderos, junto a los almacenes, las oficinas y los hornos. Se trataba de una fábrica mediana, que realizaba trabajos seriados, pero también elaboraba las piezas especiales que diseñaban o imaginaban los arquitectos y los maestros de obras para sus edificios o para los numerosos establecimientos comerciales, tiendas, farmacias, hoteles, restaurantes y demás que acudían a la cerámica como uno de los elementos decorativos por excelencia.
Ese era el trabajo de Dalmau: dibujar. Crear diseños propios que después se fabricaban en serie, y formaban parte del catálogo de la firma; materializar y desarrollar aquellos otros que imaginaban los maestros de obras para sus edificios o establecimientos y que tan solo esbozaban o, por último, ejecutar los modelos que los grandes arquitectos modernistas les llevaban perfectamente elaborados ya.
—Discúlpeme, don Manuel… —Dalmau se presentó en el despacho y taller del maestro, junto a las oficinas de la fábrica, en el piso primero de uno de los edificios que componían el complejo—. Pero la situación en el barrio viejo era caótica. Manifestaciones, cargas de la policía —exageró—. Y he tenido que estar por mi madre y por mi hermana.
—Debemos cuidar de nuestras mujeres, hijo. —Don Manuel, de negro estricto, sobrio, como correspondía, con una corbata de color verde oscuro y nudo enorme, asintió desde detrás de la mesa de caoba que ocupaba. Unas patillas anchas y tupidas llegaban a juntársele con el bigote, también espeso, en una impecablemente delineada mata de pelo que dejaba cuello y mentón libres de barba—. Ellas nos necesitan. Haces bien. ¡Son esos anarquistas y libertarios los que hundirán este país! Espero que la Guardia Civil se haya empleado a fondo con ellos. ¡Mano dura! ¡Eso es lo que se merece tanto desagradecido! No te preocupes, hijo. Ve al trabajo.
El escritorio de Dalmau estaba puerta con puerta con el del maestro. Él tampoco trabajaba con los demás empleados, que lo hacían en salas comunes; disponía de un espacio para sí, un lugar bastante amplio donde poder concentrarse en su labor, que en aquellos días se ceñía al diseño de una serie de azulejos con motivos orientales: flores de loto, nenúfares, crisantemos, cañas de bambú, mariposas, libélulas…
El dominio del dibujo de las flores le había costado varios cursos en los estudios que realizó en la escuela de la Llotja de Barcelona. Las flores naturales; las flores en perfil; las flores en sombra; su dibujo y, por último, su composición al óleo. Dentro de las materias que se estudiaban en la Llotja, en la que Dalmau había ingresado a los diez años, que incluían aritmética, geometría, dibujo de figura, dibujo lineal y de adorno, dibujo del natural y pintura, una de las más importantes era la del dibujo aplicado a las artes y la fabricación. Para eso había nacido la escuela la Llotja, para enseñar arte a los obreros necesitados de ello con el objetivo de que lo aplicasen a la industria.
A mediados del siglo XIX, sin embargo, empezó a darse preferencia a las artes puras sobre las aplicadas, pero sin abandonar estas últimas, las destinadas a proveer de recursos a la industria, y entre las que sin duda alguna se encontraba el dibujo de las flores. Los elementos botánicos habían sido el ornamento por excelencia para el arte gótico, y ahora, tras la busca de aquellas inspiraciones medievales, se utilizaban en la decoración de telas y vestidos, la industria que movía Cataluña, y, con el modernismo arquitectónico, en azulejos y arrimaderos, en mosaicos, en forjados, en ebanistería y vidriería, así como en los miles de esculturas en yeso que ornaban aquellos edificios.
Dalmau se echó un guardapolvo por encima de la blusa beige que le llegaba hasta las rodillas, y que con unos pantalones mezcla de lana y lino de un tono oscuro indefinido, una gorra y unos zapatos de cuero negros y abotinados constituían su indumentaria habitual. Tal como se sentó ante el montón de esbozos dispersos sobre su mesa de trabajo y ordenó sus lápices, las voces, las risas, los gritos y los ruidos propios de aquella fábrica en explotación, algunos estrepitosos, se desvanecieron. Dalmau puso todos sus sentidos en aquellos dibujos japoneses, tratando de asimilar esa técnica oriental que prescindía del realismo en busca de una belleza estilizada, sin sombras, tan alejada de los criterios occidentales como apreciada en un mercado volcado en la búsqueda de la diferencia, de lo exótico, de lo moderno.
Igual que se había abstraído de cualquier ruido, el silencio de unas instalaciones ya vacías cuando la noche cayó sobre Barcelona lo pilló absorto en su trabajo. Había comido casi sin apetito, como si fuera una molestia, el almuerzo que le habían subido, y más tarde fue contestando con un simple murmullo a cuantos asomaron la cabeza por la puerta de su taller para despedirse. Don Manuel, de los últimos en salir, no fue una excepción, y tras chascar la lengua, en un gesto que nadie habría sabido si atribuir a la satisfacción o al disgusto, dio la espalda a Dalmau después de que este ignorara sus palabras y ni siquiera levantara la mirada de los dibujos.
Transcurridas un par de horas más, la luz de los mecheros de las lámparas de gas que iluminaban el taller bajó de intensidad hasta casi dejarlo en penumbra.
—¿Quién ha apagado la luz? —protestó Dalmau—. ¿Quién anda ahí?
—Soy yo, Paco —contestó el vigilante nocturno abriendo la espita del gas para que el taller se iluminara de nuevo.
La luz mostró a un anciano encogido, viejo. Se trataba de una magnífica persona, pero no debería estar ahí. El maestro había prohibido el acceso a los talleres, allí donde se encontraban esbozos y proyectos, obras a medio terminar, unos materiales que solo podía ver el personal de máxima confianza.
—¿Qué haces aquí? —se extrañó Dalmau.
—Don Manuel me ha ordenado que, si te retrasabas demasiado, te echase. —El hombre sonrió con las encías, la boca ya carente de dientes—. La situación en la ciudad es complicada, la gente está muy alterada —explicó—, y tu madre estará nerviosa.
Quizá Paco tuviera razón. En cualquier caso, la distracción concedió a las tripas de Dalmau la oportunidad de protestar por el hambre, lo cual, junto con el cansancio que de súbito notó en sus ojos, le aconsejó finalizar la jornada.
—Apaga —pidió al vigilante al mismo tiempo que lanzaba el guardapolvo hacia el perchero que se encontraba en una esquina, donde quedó precariamente colgado de una de las mangas—. ¿Qué ha sucedido en la ciudad? —se interesó mientras cerraba su escritorio.
—La situación se ha complicado. Los piquetes, principalmente mujeres y adolescentes, han recorrido el casco antiguo apedreando fábricas y talleres hasta que cerraban. Parece que por la mañana han volcado un tranvía y eso las ha envalentonado. —Dalmau bufó con fuerza—. Ha sucedido algo similar con las grandes fábricas del distrito de Sant Martí. Se han asaltado cuartelillos de la policía. Los chiquillos han aprovechado para hacer de las suyas y han quemado algunas oficinas de impuestos, probablemente después de robar en su interior. Está todo bastante revuelto.
Descendieron por la escalera hasta los almacenes del primer piso. Allí, antes de salir al extenso terreno que circundaba las edificaciones, donde se trabajaba la arcilla, Dalmau se despidió de dos niños que no superarían los diez años y que vivían y dormían en la fábrica, sobre una manta en el suelo, cerca del calor de los hornos en invierno, de los que se alejaban a medida que el tiempo se volvía más clemente. Ni siquiera eran aprendices; servían para todo: para limpiar, para hacer mandados, para traer el agua… Ambos tenían familia; eso decían: obreros que trabajaban en el barrio de Sant Martí, el Manchester catalán, y malvivían hacinados en pisos compartidos con varias familias. Sant Martí estaba lejos y el maestro no tenía inconveniente en que vivieran en la fábrica y se ganaran algunos céntimos; tan solo les exigía, a cambio, que los domingos acudieran a misa a la parroquia de Santa Maria del Remei de Les Corts. A sus familias no parecía importarles que aquellos chavales vivieran en la fábrica, nadie había acudido a interesarse por ellos. Los había en peores circunstancias, pensó Dalmau mientras revolvía el cabello estropajoso de uno de ellos a su paso hacia la puerta: un ejército de muchachos, se calculaba que en cifra superior a los diez mil, trinxeraires los llamaban, malvivía en las calles de Barcelona, mendigando, hurtando y durmiendo a la intemperie, en cualquier hueco en el que pudieran acomodarse; se trataba de huérfanos o simplemente niños abandonados como aquellos dos aprendices a quienes sus familias no podían cuidar ni alimentar.
—Buenas noches, maestro —se despidió uno de ellos. En su tono no había el menor cariz de socarronería: su elogio era sincero.
Dalmau se dio la vuelta, frunció la boca, buscó en el bolsillo de sus pantalones y les lanzó sendas monedas de dos céntimos.
—¡Generoso! —En esta ocasión sí que se notó cierta guasa.
—¿No has encontrado las de un céntimo? —soltó el otro muchacho—. Son esas… las más chiquitas.
—¡Desagradecidos! —bramó el vigilante.
—Déjalos —lo instó Dalmau con la sonrisa en la boca—. Cuidad lo que hacéis con esos dineros —les siguió la broma—, no vaya a ser que os empachéis de comida.
—¡Quita! —saltó uno de ellos—. El maestro igual quiere acompañarnos en la cena.
—Yo no, gracias, en otra ocasión. Esta noche invitad a vuestras novias —terminó aconsejándoles entre risas antes de encaminarse hacia la salida.
—¡Una espalda de cordero entera nos vamos a meter con estos cuatro céntimos! —oyó Dalmau a su espalda.
—¡Y un vino generoso de Alella!
—Impertinentes —insistió el vigilante.
—No, Paco, no —objetó Dalmau—. ¿Qué más puede pretenderse de esos dos críos abandonados por sus familias que el que se tomen la vida a chanza?
El otro calló mientras Dalmau traspasaba el panel de cerámica elevado que anunciaba la fábrica de azulejos de don Manuel Bello, y se acostumbraba a la luz de una luna brillante que iluminaba unos descampados y unas calles a las que todavía no había llegado el alumbrado público. Respiró el frescor de la noche. El silencio era tenso, como si los gritos de los huelguistas que se habían manifestado a lo largo del día todavía flotaran en el aire. Desde donde se encontraba, Dalmau miró el paisaje que se extendía hacia el mar. Las siluetas de centenares de chimeneas altas se recortaban contra la luz de la luna. Barcelona era una ciudad industrial, atestada de fábricas, almacenes y talleres de diversa índole. Desde el siglo XIX se utilizaba la energía a vapor en actividades que en otros lugares todavía continuaban realizándose a base de fuerza humana, lo que, junto a la influencia de países vecinos como Francia y un espíritu atávicamente comercial y emprendedor, había conseguido que pudiera equipararse a las ciudades europeas más avanzadas. La industria textil era la principal; la mitad de los obreros de Barcelona estaban empleados en ella. No obstante, también destacaban unas importantes industrias, metalúrgica, química y alimentaria. Junto a ellas las de la madera, el cuero y el calzado, el papel o las artes gráficas, y decenas de fábricas en una ciudad cuya población había alcanzado el medio millón de personas. Pero si los ricos industriales y los burgueses disfrutaban y alardeaban de su situación, la realidad del pueblo llano, del trabajador, era muy diferente. Jornadas de entre diez a doce horas diarias siete días por semana a cambio de unos jornales miserables. En los últimos treinta años, los salarios habían aumentado un treinta por ciento mientras que el precio de los alimentos lo había hecho un setenta. El desempleo era cada vez mayor; los albergues municipales estaban repletos por las noches, y las cocinas de la beneficencia repartían a diario miles de raciones. Barcelona, negó entonces con la cabeza Dalmau, era una ciudad tremendamente cruel con quienes la engrandecían entregando su vida y su salud, su familia y sus hijos.
Montserrat no estaba en casa. Emma tampoco. Sin duda estarían juntas celebrando el éxito de su protesta, pensó Dalmau; quizá en alguna asamblea preparando las acciones del día siguiente, sonrientes, felicitándose unos a otros. Dalmau había dudado si acudir a la casa de comidas cercana al mercado de Sant Antoni, pero llegó a la conclusión de que, aunque no estuviera cerrada por la huelga, Emma tampoco estaría allí trabajando.
Dalmau vivía con su madre en la segunda planta de un edificio viejo en la calle Bertrellans, en pleno centro histórico de Barcelona, un callejón estrecho que unía la de la Canuda con la de Santa Anna, a la que daba la iglesia del mismo nombre, en aquellos días en ampliación. La vivienda de los Sala era similar a todas las que se apiñaban en zonas como el casco antiguo, Sants, Gràcia, Sant Martí… Edificios de cuatro o cinco plantas, húmedos y lóbregos, con una escalera estrecha que ascendía hasta ellos, sin alcantarillado, gas ni electricidad, y con un sistema de agua corriente que dependía de un depósito situado en la cubierta, común a todos los vecinos. A cada rellano, donde se ubicaba una letrina compartida, se abrían varios pisos similares entre sí: un corredor oscuro que llevaba a una cocina comedor, a menudo con ventilación a través de un patio interior y al que seguía una habitación de paredes ciegas y una última con ventana al exterior.
En esta última, en la que daba a la calle, Dalmau encontró a su madre, cosiendo, como siempre, ahora a la luz de una vela triste que más parecía magnificar la oscuridad que procurar algo de luz a la mujer que accionaba una y otra vez, rutinariamente, el pedal de la máquina de coser adquirida en la casa del señor Escuder, en la calle Avinyó. Debía de llevar todo el día trabajando, probablemente más de trece horas.
—¿Cómo se encuentra, madre? —la saludó Dalmau besándola en la frente.
—Aquí me tienes, hijo —contestó ella.
Dalmau la observó durante un rato, y se colocó a su espalda, las manos acariciando sus antebrazos. Notó el temblor que la máquina transmitía a los brazos y los hombros de su madre, que se movían al compás de la costura. Con la mirada en la labor, la madre apretó los labios en un esbozo de sonrisa, pero no dijo nada y continuó trabajando, accionando los pedales y pasando la tela por las agujas. Ese día hacía cuellos y puños blancos postizos para las camisas de los hombres; eso era lo que le había ofrecido el intermediario de los grandes almacenes donde se venderían. Los puños y los cuellos blancos postizos eran la faena peor pagada para una costurera; tras una jornada inacabable obtendría alrededor de una peseta. Una barra de pan costaba cuarenta céntimos. El intermediario le había prometido una partida de pantalones e incluso de guantes, pero ese día solo tenía cuellos y puños para las camisas blancas de los ricos. Josefa, que así se llamaba la madre de Dalmau, tampoco se hacía excesivas ilusiones respecto a que aquel hombre cumpliera su palabra. Quizá si le permitiera sobarla, toquetearla, las cosas serían distintas. «No —se corrigió—, ni por esas.» Las había que se arrodillaban delante de él y lo masturbaban, o que se inclinaban con falda y delantal por encima de la cintura ofreciéndole cuanto deseara. ¡Y eran más jóvenes y bonitas que ella! Las conocía; a veces hasta las oía discutir, en susurros, rotas: ¿a quién le tocaba ese día? Solo podía ser una: el hombre tampoco era un portento en eso del sexo; se desparramaba en un instante y se saciaba más rápido todavía. Josefa no las juzgaba. No les guardaba rencor alguno. Tenían hijos, y tenían hambre.
La mujer suspiró. Dalmau se percató de ello y le apretó los antebrazos con delicadeza. Josefa contaba con la ayuda de su hijo. La mayoría de las costureras, hasta las que no lo eran, la miraban con envidia y a menudo cuchicheaban a su paso. Ella lo percibía y no le complacía; no se consideraba diferente de las demás: la viuda pobre de un obrero anarquista al que habían condenado injustamente y que murió en el exilio a causa de las secuelas de las torturas a las que lo habían sometido, según le comunicaron, que día a día continuaba perdiendo la vista y, debido a la bronquitis que asolaba a las costureras, quietas durante horas ante sus máquinas, mal alimentadas, siempre agotadas, respirando el aire infecto que ascendía desde el subsuelo, padeciendo la humedad que penetraba hasta sus huesos, todo ello por proveer de puños y cuellos blancos a los burgueses. Dalmau, sin embargo, gozaba de consideración y disfrutaba de un buen salario trabajando para «el meapilas de los azulejos», como lo apodaban las mujeres de la casa, Emma incluida. «Deje todo esto, madre», le insistía él a menudo, sin embargo. Pero Josefa no quería vivir de su hijo. Dalmau se casaría, tendría sus necesidades. La ayudaba, sí, mucho, tanto que no tenía que someterse a la lujuria del intermediario de ropa. También ayudaba a su hermana e incluso al mayor, Tomás, anarquista como el padre muerto: idealista, libertario, utópico, carne de cañón como su progenitor.
—¿Y la niña? —preguntó entonces Dalmau refiriéndose cariñosamente a Montserrat, y dio un último achuchón a su madre antes de sentarse en la cama que compartían las dos mujeres de la casa, junto a la máquina de coser.
—¡Vete a saber! Supongo que preparando las manifestaciones de mañana. Ha venido y me ha contado que hoy han volcado un tranvía —dijo, y Dalmau asintió—. En nuestra época, los tranvías llevaban varios caballos enganchados. Era difícil volcarlos —bromeó.
—¿Y de Emma sabe algo?
—Sí. —La afirmación, larga, rotunda, sorprendió a Dalmau. La madre suavizó la expresión—. Venía con tu hermana. Ha traído comida en un pote. Uno de tus platos preferidos —añadió guiñándole un ojo—. Luego se han ido a continuar con la lucha.
Bacallà a la llauna. Efectivamente se trataba de una de las comidas que más gustaban a Dalmau, y Emma sabía cómo preparárselo: bacalao desalado, no en exceso, en ese punto en el que todavía conserva el sabor del mar, enharinado y frito. Una vez cocinado y colocado en la llauna, una bandeja de lados altos, en el aceite restante se doraban varios dientes de ajo cortados en láminas, a los que se les añadía pimentón rojo y vino, para impedir que aquel se quemara y amargara. Se dejaba cocer durante unos minutos y luego se volcaba por encima del bacalao… Josefa recalentó el plato sobre las brasas del fogón encastrado en la pared, y lo sirvió en el comedor junto con pan y una frasca de vino tinto.
Ni siquiera cuando terminaron de dar cuenta del bacalao y en las calles resonaron las voces de las gentes que escapaban de sus míseras viviendas para charlar al aire, pasear, echar un cigarrillo o compartir un vino, consiguió Dalmau que su madre dejara de trabajar.
—Todavía me queda mucha faena —se excusó.
¿Y qué día no le quedaba?, estuvo tentado de contestarle él, pero eso sería entrar otra vez en esa dinámica de nunca acabar: «Déjelo, madre.» «No lo necesita.» «Yo le daré dinero.» «No le faltará de nada…».
—Podríamos hasta cambiarnos de piso —se le ocurrió proponerle en una ocasión.
—Aquí viví con tu padre, y aquí moriré —replicó Josefa con una sequedad inusitada—. Quizá para ti, o para tus hermanos, esto sea… un tugurio —añadió después con la voz algo tomada—, pero a estas paredes están pegadas las risas y los llantos de tu padre; los vuestros también, por cierto. Dalmau, no hay humedad, hedor u oscuridad que consiga borrar de mi memoria la felicidad que viví aquí con él, contigo y tus hermanos. El empeño por sacaros adelante a vosotros tres, los afortunados de los cinco hijos que parí; el compromiso por la lucha obrera, por los desahuciados, por la justicia. Las desgracias y los sinsabores, muchos, muchísimos. Todo eso se fraguó aquí, hijo, en esta cueva. Ese rumor de los pedales y las agujas de la máquina de coser que tanto te enerva a veces… —La madre agitó las manos en el aire—. No te diré que eso sea música, pero lo llevo tan dentro de mí que me transporta a aquellos días felices con tu padre y vosotros de niños. ¡Lo de coser ya me sale solo! —Soltó una risa gutural, no más que una tos—. Mis manos saben lo que tienen que hacer mejor que unos ojos cansados tras una jornada agotadora. —Suspiró—. Y mientras ellas trabajan, el rumor de la máquina de coser me recuerda al pasado, a tu padre…
Dalmau dudó en el momento en el que las palabras se atragantaron en boca de su madre y las lágrimas corrieron por sus mejillas. Aquella noche la percibió más frágil de lo usual; indefensa y, de pie, con la cabeza de ella apretada contra su vientre, la acunó como si se tratara de una niña. Más tarde, en la soledad de su dormitorio, aquel cuartucho que carecía de ventanas a ninguna parte, con los sentimientos quemándole, a la luz de una vela, se empeñó en dibujar el rostro de su madre. Uno tras otro fue arrugando y rasgando los bocetos. ¡No era tan vieja como para reducir su vida a los recuerdos! Por más que se esforzó con el carboncillo y una y otra vez procuró dotar de sonrisa y una mirada vívida a los dibujos, la sensación que le transmitían era siempre la misma: la de una mujer triste.
A la mañana siguiente, Dalmau encontró sobre la mesa del comedor el resto del bacallà a la llauna que su madre había escondido pensando en su desayuno. Todavía no había amanecido, pero el silencio iba viéndose roto en las calles. Se aseó en una jofaina y, antes de sentarse a dar cuenta del bacalao, entreabrió la puerta del otro dormitorio, donde su hermana y su madre aún dormían entre las sábanas revueltas.
La temperatura era fresca en la calle. La luz empezaba a distinguirse por encima de los pisos superiores de los edificios, como si allí arriba existiera un mundo limpio y sano diferente al del griterío, la penumbra, la humedad, la suciedad y la pestilencia que acorralaba a los vecinos del casco antiguo de Barcelona. No se trataba de que la gente maldijera su entorno; al contrario, la mayoría era como su madre y amaba su lugar de origen, aquel en el que había vivido durante su niñez o trabajado en su madurez. No, no era la gente. Era el Ayuntamiento el que en sus informes médicos aseguraba que el suelo y el subsuelo de Barcelona estaban podridos. Las autoridades sostenían que el subsuelo de arcilla retenía el agua y, por lo tanto, se hallaba en un estado permanente de humedad; que allí se filtraban y depositaban las aguas sucias, las materias orgánicas en descomposición y los desechos fecales; que las condiciones del alcantarillado eran deplorables, con escapes y filtraciones a lo largo de toda su red; que la limpieza y la recogida de las basuras era ilusoria; que no había provisión de agua y que la de muchos pozos a los que los barceloneses acudían estaba sucia e infecta. El tifus y otras muchas patologías infecciosas se habían convertido en endémicos, y la morbilidad por tales causas era elevadísima.
¡Y su madre no quería irse de allí!, se lamentó Dalmau al acceder a la plaza de Catalunya, superada la iglesia de Santa Anna. Se trataba de un inmenso solar abandonado en el que desde la Exposición Universal de 1888 se preveía la urbanización de la plaza que, sin existir, ya todos llamaban de Catalunya. Procuró evitar el barrizal y las inmundicias que se apilaban en el lugar y, como pudo, lo rodeó hasta plantarse junto a la entrada de la casa Pons, un edificio magnífico de cinco pisos, neogótico, grande, con dos torreones en sus esquinas rematados con cubiertas cónicas, construido en el último decenio del siglo anterior y que había contado con el desarrollo de las artes industriales, vidriería, forja, ebanistería y hasta la cerámica fabricada por el maestro de Dalmau.
Aquel edificio del arquitecto Sagnier, erigido en la primera manzana del paseo de Gràcia, no solo iniciaba la carrera modernista de Barcelona, sino que además fijaba una frontera tan identificable, tan impactante entre dos mundos opuestos, que Dalmau siempre se detenía un instante junto a aquella casa y respiraba hondo, ahora mirando hacia abajo, de donde venía, donde estaban su madre y su hermana, que ya se habrían levantado; ahora hacia arriba, al amplio paseo arbolado que tenía que recorrer para llegar a su trabajo.
Allí llegaba el sol. Allí brillaba el sol. ¡En el suelo, sobre el empedrado! Y el olor no era tan nauseabundo. Realmente, los ricos tampoco habían conseguido solventar los problemas de alcantarillado, y los pozos negros se dejaban oler, pero por lo menos la brisa alejaba los efluvios, seguro que en dirección al casco antiguo, se temía Dalmau. A aquellas horas tempranas no había jóvenes burguesas exhibiéndose por el paseo. En su lugar, panaderos que llevaban el pan a las casas; repartidores; criadas, la mayoría de ellas más bellas y lozanas que sus señoras, con los cestos de la compra colgando del brazo; trabajadores que iban de aquí para allá; muchos albañiles; dependientes de tiendas de ambos sexos, y los ejércitos de pobres e indigentes que hacían cola ante la puerta de servicio de alguna casa grande porque aquel era el día de limosna.
—¡Estado de guerra! —El grito de un mocoso que vendía periódicos lo sacó de sus pensamientos—. ¡Estado de guerra en Barcelona! —repitió con tanta energía como le permitían sus pulmones.
Dalmau se acercó al chaval.
—Dame uno —le pidió, igual que hicieron otros tantos que se arremolinaron alrededor del vendedor de prensa.
El mocoso cargado con los periódicos fue entregándolos y cobrando sin dejar de gritar para conseguir más clientes:
—¡El gobernador civil resigna el mando en el ejército!
Dalmau leyó la noticia con avidez. ¡Era cierto! Los gritos del vendedor siguieron adelantando el contenido:
—¡Incapaz de controlar las algaradas obreras, el gobernador civil cede el mando de la ciudad a los militares! ¡El capitán general declara el estado de guerra! ¡Suspendidas las garantías y los derechos de los ciudadanos!
Dalmau fue apartándose del barullo originado por la aparición de aquella primera edición del periódico y, como si los hechos quisieran confirmarle los repetitivos alaridos del chaval, un tranvía ascendió el paseo de Gràcia escoltado por varios miembros de un destacamento de caballería del ejército con los sables desenvainados.
Durante el día todavía se produjeron algunos altercados aislados, pero ante las tropas de refuerzo llegadas de diversos lugares de Cataluña, la huelga perdió virulencia y el espíritu de lucha decayó hasta que se impuso la normalidad, sin que por ello se levantase el estado de guerra.
Ya en la fábrica, Dalmau se volcó en los bocetos de aquellos azulejos con motivos japoneses. Llegó la hora del almuerzo, y después de que, una vez más, Dalmau no le contestara, el maestro dio orden a uno de los aprendices para que sacudiera al muchacho y le dijese que lo esperaba en el patio, en el coche, para ir a comer a su casa. Don Manuel lo invitaba a su domicilio con alguna frecuencia. Vivía en el paseo de Gràcia, como buen industrial adinerado, en un piso inmenso de techos altísimos, muy cerca de la calle de València. Dalmau podría haber ido andando, pero el maestro gustaba de hacerlo en coche de caballos, al que subía y bajaba con el mismo porte con el que afrontaría la escalinata del Palacio Real de Madrid, y en cuyo interior se aposentaba igual que podía hacerlo en el mejor de los restaurantes. El hombre golpeó el techo del carruaje con el pomo de plata de su bastón y el cochero lo puso en marcha.
Todavía no habían salido de la fábrica cuando, una vez más, don Manuel señaló el atuendo de Dalmau agitando en el aire una de sus manos.
Una vez más también, Dalmau se encogió de hombros.
—Te pago bien, muy bien —recalcó el otro—. Podrías vestir de acuerdo con tu categoría.
—Discúlpeme, don Manuel, pero siempre he ido así. Usted más que nadie sabe que soy de familia humilde. No me veo como un señorito.
—Tampoco se trata de eso. Pero unos buenos pantalones, camisa y americana, y un sombrero decente en lugar de esa gorra de… —Volvió a agitar la mano en dirección a la gorra que Dalmau estrujaba en una de las suyas—. De… alpargatero te permitirían, por ejemplo, que mi querida esposa te admitiese a la mesa.
Dalmau utilizó la misma excusa usada en cada ocasión en la que el maestro insistía en la pobreza de su vestimenta y en la posibilidad de comer con su esposa y sus dos hijas —el hijo pequeño todavía lo hacía con la niñera—, y de cuando en cuando también con mosén Jacint, un monje escolapio profesor en la Escola Pia de Sant Antoni, sentados a la gran mesa de caoba del comedor de su casa, atendidos por criados, la cubertería de plata rodeando unos platos magníficos de porcelana decorados en colores vivos, servilletas de lino, y una cristalería fina y tallada que Dalmau temía que se quebrase en sus manos con solo mirarla más allá de lo oportuno.
—Don Manuel, usted sabe que no estaría a la altura de sus expectativas, y menos aún de las de doña Celia. No querría ofenderla. Mi educación no es la adecuada —volvió a decir.
—Ya, ya… —cedió el maestro—. Pero esa ropa… —insistió señalándola de nuevo—. Incluso sería bueno para el taller. ¡Eres el segundo dibujante de la fábrica! El primero después de mí. Deberías dar ejemplo.
Aquella era otra de las cantinelas de don Manuel. ¿Ponerse él uno de aquellos cuellos? Quizá fuese uno de los que su madre hubiera cosido días atrás a la luz sucia que se colaba por la ventana del piso de la calle Bertrellans. No. ¡Jamás vestiría aquellos cuellos y puños, ni las camisas, americanas o pantalones que habían consumido la vida de su madre! Dalmau recordaba con tristeza su infancia al ritmo del pedal de la máquina de coser. En ocasiones se despertaba sobresaltado con aquel repiqueteo que lo había perseguido de niño hasta el rincón más alejado de la vivienda diminuta.
—No me siento cómodo, don Manuel —replicó en un tono tan educado como firme—. Así vestido no logro concentrarme en mi trabajo. Lo siento.
Sin darle tiempo a contestar, Dalmau arrimó la cabeza a la ventanilla y se concentró en la inspección de la ciudad. A aquella hora y en el Eixample, la zona rica por la que se movían, el estado de guerra declarado por el capitán general había llevado la calma absoluta. Observó a algunos soldados que, despreocupados, disfrutaban del sol de primavera y del transitar de las mujeres en lugar de permanecer atentos a la represión de una huelga y unas algaradas inexistentes. Pensó en Emma y Montserrat: se habrían reincorporado a sus trabajos; una a la casa de comidas y la otra a la fábrica. Las dos, igual que la mayoría de los obreros, se dijo Dalmau, tan furiosas como decepcionadas por la intervención del ejército. Esa noche se encontraría con ellas, sonrió Dalmau antes de que los arreos del cochero y el resonar de los cascos de la pareja de caballos se silenciaran al detenerse el coche frente al portalón del edificio de pisos del paseo de Gràcia donde el maestro vivía con su familia. Dalmau insistió en que don Manuel saliera el primero, para evitar tener que ayudarlo a descender y que este, apoyándose innecesariamente en su brazo o elevando la voz, se regodease en público de su auxilio, como si fuera un criado, a modo de castigo por su indumentaria. Porque poco después, en el interior de aquella casa burguesa grande, de techos altos decorados con cerámica, repleta de muebles, cuadros, esculturas, y todo tipo de objetos de decoración, útiles o inútiles, don Manuel cambiaría de actitud para con Dalmau.
El aprecio que pudiera tener el maestro por Dalmau no era compartido por doña Celia, su esposa, que nunca había ocultado su menosprecio por los humildes, cuando no revolucionarios, orígenes de Dalmau. A la mujer poco le importaban las dotes para la pintura del hijo de un anarquista sentenciado por asesino. «Seguro que hay mil muchachos tan preparados como él, aunque sean de familias humildes —sermoneaba a don Manuel—. No tengo nada en contra de los obreros, siempre y cuando sean católicos y no ateos como este chico.» La acritud con que su mujer trataba a Dalmau tampoco preocupaba a don Manuel, porque lo cierto era que las invitaciones a comer no obedecían a otra cosa que al interés del maestro por conocer la opinión del muchacho con respecto a alguno de los trabajos que no ejecutaba en la fábrica y sí en el taller que tenía en una de las habitaciones de su domicilio. Pinturas. Obras que nada tenían que ver con la cerámica. Generalmente paisajes, aunque en ocasiones se había atrevido con arte sacro, y hasta con algún retrato. Don Manuel era un excelente pintor reconocido no solo en el ámbito catalán sino también en el nacional. Compatibilizaba sus múltiples actividades culturales y sociales con la de profesor en la escuela de la Llotja. Fue allí donde intuyó, y más tarde constató, las excelentes cualidades artísticas de un joven Dalmau, por lo que casi llegó a prohijarlo. Lo ayudó incluso económicamente cuando el exilio y la muerte de su padre tras el juicio de Montjuïc; una parodia procesal a través de la que las autoridades aprovecharon para diezmar el movimiento anarquista a raíz de la explosión de una bomba al paso de la procesión del Corpus de 1896 justo frente a la iglesia de Santa María de la Mar. El hecho de que el padre de Dalmau fuera un anarquista revolucionario no pareció importar a don Manuel, quien vio en ello la oportunidad de trabajar por atraer al hijo de un libertario violento y asesino a la fe y la doctrina cristianas.
Antes incluso de que Dalmau terminara los estudios en la Llotja, don Manuel ya lo había contratado como aprendiz en su fábrica. El objetivo del muchacho: aprender cuanto pudiera acerca de la fabricación de los azulejos y, por encima de todo, de la colocación de los mismos en la obra. Los industriales no podían arriesgarse a que unos albañiles ineptos malbarataran una buena labor y que, al final, el constructor achacase a los fabricantes de los azulejos los defectos que pudieran aparecer en las construcciones. Por ello todas las casas importantes ofrecían también la colocación del azulejo en obra. Dalmau vivió ya la época en la que el cemento portland había aparecido para revolucionar la adherencia de los azulejos. Aprendió las diferentes proporciones en cuanto al espesor de la capa de arena que había que aplicar si se trataba de baldosas de pavimento o de muro; cómo colocar baldosas en escaleras