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Prólogo. Una noche realmente mala
PRIMERA PARTE. Tan solo un par de fracasados mirando a otros fracasados
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SEGUNDA PARTE. Una pareja insólita
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TERCERA PARTE
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Cinco conversaciones en el pasado
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—¿Y quién eres tú?
—Soy parte de ese poder que anhela el mal eternamente y eternamente obra el bien.
GOETHE, Fausto
Prólogo
Una noche realmente mala
20.12 h – 9 de octubre de 1996
—Oye, ¿ha vuelto Tessa? No la he oído entrar.
—No. Todavía no.
—Bueno, ¿y dónde está?
—En casa de Tom Lister, supongo. Debe de estar a punto de llegar.
—Ya debería haber vuelto.
—Dale unos minutos más.
—Ya ha anochecido y solo tiene trece años.
—Sí, pero le gusta pensar que es mayor. No debemos tratarla como a una niña de seis años...
—Claro que no, pero debería haber vuelto ya. Trece años son trece años. Ya conoce las normas. Las normas son importantes. ¿Por qué no vas con el coche a casa de Lister y la recoges? Le he dicho a Tessa un millón de veces que tiene que estar en casa antes del anochecer.
Un rápido vistazo por la ventana: noche cerrada. Una noche como la vacía inmensidad del océano Atlántico antes de despuntar el día. Una oscuridad sólida y profunda, impropia de la última hora de la tarde en aquel plácido mundo residencial.
—Deja que les llame primero.
—Vale. Pero llámalos. Ahora, por favor. —Una exigencia indiscutible expresada con incipiente ansiedad.
Marcado. Tercer timbrazo. Hola y hola. Los habituales saludos amistosos. Luego:
—¿Ha salido ya Tessa? La estamos esperando...
—Sí. Se ha ido hace media hora, quizás un poco más. ¿Aún no ha llegado?
—Pues no, aún no...
Interrupción instantánea:
—Dame el teléfono. Déjame hablar a mí.
El auricular cambió de manos.
—Hola, Courtney. Oye, ya debería estar aquí.
—Tienes razón. No se tarda tanto en llegar a tu casa... Espera un momento, deja que lo compruebe por si acaso...
Silencio, seguido de una voz gritando a un dormitorio del piso de arriba:
—¡Sarah! La madre de Tessa está al teléfono. ¿Tessa volvía directamente a casa o tenía que parar en algún sitio primero?
Una pausa momentánea, después una respuesta amortiguada desde el otro lado de una puerta cerrada:
—Volvía a casa directamente. Ya debería haber llegado.
Otra pausa. Luego una voz súbitamente tensa repitiendo la información.
—Sarah dice que volvía directamente a casa.
El silencio por respuesta. El pulso acelerándose. Un leve sudor formándose en la frente y las axilas. Desasosiego como preludio del miedo. Un cambio de postura con los músculos tensos. Un deje de apremio en el diálogo subsiguiente, con un tono más agudo.
—Vamos a salir a buscarla.
—Cuando la encontréis avisadnos, para no quedarnos preocupados. ¿Queréis que Tom os ayude?
—No. Seguro que ya está llegando.
—Ya. Pero llamadnos en unos minutos, cuando la encontréis.
Cuando la encontréis. Una expectativa. Una certeza.
Una mentira.
Colgar. Una expresión distinta en el rostro de la madre. Una aceleración interna: de lo que debería haber sido una modesta inquietud a una curiosidad nerviosa y una súbita alarma en segundos, con el pánico absoluto aguardando, con la llegada inevitable del terror acechando a la vuelta de la esquina.
21.27 h – 9 de octubre de 1996
—Le atiende el nueve once, policía, bomberos, emergencias.
—Ha desaparecido, ha desaparecido. No ha vuelto a casa y ahora ha desaparecido... la hemos buscado pero no está en ninguna parte...
—Cálmese, señora. ¿Quién ha desaparecido?
—Tessa. ¡Mi hija! Volvía de casa de una amiga y no ha llegado. Hemos salido a buscarla pero no la encontramos...
—¿Cuántos años tiene Tessa?
—Trece. ¡Ayúdennos, por favor! ¡Ha desaparecido!
—Dígame su nombre y su dirección. Enviaré una patrulla.
A duras penas logró recordar su nombre y dónde vivía. El miedo, tan profundo y amenazador como la oscuridad del exterior, embrollaba sus palabras y sus pensamientos. Le temblaba tanto la mano que casi no podía sujetar el teléfono. Al otro lado de la habitación, junto a la puerta, su marido, todavía con la chaqueta puesta, los zapatos embarrados, los tejanos desgarrados después de haber hurgado y atravesado arbustos espinosos, el pelo revuelto, permanecía envarado, esperando oír pronto las sirenas acercándose. No sabía si sería capaz de hablar cuando llegara por fin la ayuda. Le parecía que tenía las palabras cosidas a la lengua.
PRIMERA PARTE
Tan solo un par de fracasados mirando a otros fracasados
Oh, qué tela tan enmarañada la que tejemos, cuando practicamos el engaño por primera vez...
SIR WALTER SCOTT, Marmion, 1808.
(Atribuida erróneamente con frecuencia
a William Shakespeare en los alegatos
de los tribunales de justicia modernos.)
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No murió, pero sabía que su vida había terminado.
Al f