Cumbia para un inglés

Nicolás Goszi

Fragmento

Cumbia para un inglés

I

EL AVIÓN CALCÓ VARIOS CÍRCULOS en el aire y encaró el último descenso, o eso era lo que indicaba su marcha vacilante, porque no se veía nada más allá del colchón blanco que cegaba las ventanillas. Constantemente frenaba, perdía altura, aceleraba, alzaba la trompa, volvía a frenar, bajaba otro poco. Era una indecisión eterna y de repente el tren de aterrizaje tocó el asfalto. Ésta fue la primera impresión que Chris tuvo de Buenos Aires. No vio ni el Río de la Plata ni el estadio del mundial ’78 ni calles que se extinguieran en la pampa, no vio nada de cuanto había imaginado pero tampoco tuvo tiempo de lamentarse; sus compañeros de travesía empezaron a aplaudir como si celebraran un triunfo, con exclamaciones y silbidos. No pocos desobedecieron la disposición de permanecer sentados hasta que el Boeing se hubiese «detenido completamente». Miró el reloj: catorce horas de vuelo. Y un poco más también, incómodo en ese espacio mínimo, casi perverso, donde había agotado su paciencia en busca de una posición que le permitiese, si no dormir más de diez minutos seguidos, al menos evitar contracturas y calambres. Más de uno le hizo una seña cómplice que no comprendió, y él, por no desentonar, devolvió una sonrisa idiota. Se respiraba un entrañable espíritu de complicidad, en cuestión de segundos habían pasado del tedio y la antipatía a un optimismo contagioso.

Después de la aduana un tumulto de gritos y risas lo aturdió. El abrazo exagerado, la gesticulación profusa, el lagrimeo de toda esa gente conformaban un remolino indiscreto y tenaz. Empujado sin que nadie le pidiera disculpas, asistiendo en primer plano a la intimidad de aquellos desconocidos, se libró de un barullo para meterse en otro. Como si hubiese olvidado en segundos el español aprendido durante meses, le faltaron las palabras ante la avalancha de taxistas que lo detuvo para imponerle sus servicios. Más que la rapidez, era el tono con el que hablaban y una actitud corporal intimidatoria. Hubiera querido ignorarlos pero no existían trenes del aeropuerto a la ciudad, y casi lo mismo costaba el minibús y el remís, así que negoció con el más amable o menos hostil de los taxistas, quien no tardó en bajarse del precio pretendido por sus colegas. Cerrado el acuerdo, el chofer cambió gentilmente sus modales al punto de ayudarlo a cargar los bolsos hasta la parada de taxis.

El taxi, un Peugeot 504, le llamó la atención; sin duda era un diseño europeo pero nunca lo había visto, ni siquiera en Francia. Algo de arqueológico y de contemporáneo convivían en ese coche, construido a espaldas de la moda, que desatendía o despreciaba las nuevas tendencias y se empeñaba en modernizar un modelo viejo. La combinación de pintura negra y amarilla resaltaba bajo el cielo lechoso y lo hacía más extravagante.

Al salir del aeropuerto el chofer señaló unos arcos de futbol que apenas se adivinaban en la niebla a la izquierda de la autopista y le informó que ahí entrenaba la selección nacional. El inglés precario y titubeante lo suplía con predisposición y un gran esfuerzo para hacerse entender, porque excepto dos o tres palabras extranjeras, el hombre no disponía de otro idioma que el castellano. Hubo una primera pregunta que Chris no comprendió, y enseguida se escuchó a sí mismo explicando que venía de Inglaterra, que no estaba de vacaciones, que planeaba quedarse unos cuantos meses. Cordial, diplomático, el taxista juzgó interesante el hecho de que un inglés decidiese vivir en Buenos Aires, sobre todo luego de la guerra de las Malvinas. Y quiso saber sobre la vida en Gran Bretaña. Este hombre amigable nada tenía en común con aquél de la negociación en el aeropuerto; como los pasajeros antes y después del aterrizaje, resultaba inverosímil que fuese la misma persona. Por no enredarse en una explicación incómoda, porque tanta confianza le parecía inoportuna, mintió que había venido para estudiar español y conocer de cerca la tierra del tango, cuna de Maradona y de Borges.

En un semáforo, tras salir de la autopista, dos tipos subieron al taxi y le encajaron una Ruger en el estómago:

—No te muevas o te quemo —mandó el que empuñaba la pistola.

—¿Entendés lo que te dice? ¿Eh? Hablá más fuerte, pelotudo —lo apuró el otro—, ¡y no me mirés, carajo, mirá pa’ adelante!

Sin tiempo de atinar a nada, Chris quedó en medio de los delincuentes, inmóvil. Fue una maniobra ágil, ejecutada con rapidez y precisión. No había superado el asombro de que un desconocido le abriese la puerta, cuando el segundo ya había ingresado por la otra. Y todo a plena luz del día, en presencia de automovilistas y peatones. Con absoluta naturalidad, como si no ocurriese lo que estaba do, el taxista obedeció la luz verde y reanudó la marcha sin darse vuelta ni siquiera una vez. Chris lo buscaba en el retrovisor con la esperanza de encontrar un gesto o al menos una mirada comprensiva. Poco le duró esa esperanza, pues el chofer se apresuró a informar, por motu proprio, que el pasajero no era turista, que planeaba quedarse largo tiempo y que tenía tres bolsos gigantes en el baúl.

Toda traición presupone cierta hipocresía, la hipocresía del traidor en la que se funda la confianza del traicionado, y algunas una cuota de egoísmo, pero ésta era ridículamente cobarde; Chris no podía creer lo que acababa de oír. Le preguntaron cómo se llamaba y de dónde venía y le ofrecieron no lastimarlo si se portaba bien.

El asalto lo dirigía Beto, el más viejo. Cata, el menor, parecía acelerado por anfetaminas; en los ojos se le adivinaban varias noches sin dormir. El desarreglo de éste, su rostro desencajado, la nerviosa verborragia, discrepaban con el prolijo y sereno profesionalismo de aquél. La diferencia de estilos fue aún más notoria cuando Cata le sangró la nariz a Chris de un trompazo, sin aviso previo, por haber interpretado que fingía no tener más plata que en la billetera. La cantidad de golpes si no hubiese terciado Beto habría sido incalculable.

—Monei, todo, todo el monei queremos —le explicó señalándole el bajo vientre con el caño de la Ruger.

Chris se desabrochó los pantalones y sacó la riñonera en la que guardaba el dinero. Excepto un modesto fajo, los billetes eran traveller’s cheques.

— Son de mentira, mirá, este guacho nos quiere cagar, son de mentira —arremetió el ladrón de cabotaje—. No te hagás el vivo, hijo de puta, o queré’ que te rompa la cabeza, ¿eh?, qué te pensá’, que no me...

—¡Callate, pelotudo! —lo interrumpió su jefe—, son travelerchés.

Hubo un silencio nervioso y enseguida los ladrones se trenzaron en una discusión cifrada de la que sólo podía inferirse su disconformidad con el botín. Beto discutía con Cata y miraba al inglés sin dejar de apuntarle. Empleaban un léxico inaccesible para un londinense especialista en sistemas: —Teca, no seas pancho, los ratis, que nos guarden, villero, te meto un corchazo.

Te meto un corchazo, debía ser una expresión fuerte porque con esa expresión terminó la pelea. El taxista llamó a Beto por su nombre, impuso calma y estableció los pas

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