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Maitena

Fragmento

1

El cielo está radiante y hace calor aunque todavía no son ni las ocho de la mañana. Camino por la vereda de casa rumbo al colectivo con tantas ganas de ir al colegio como de pegarme un balazo. El sol me quema la cabeza y levanto la cara, cierro los ojos y huelo el aire. En tres meses terminan las clases y no me quedan más faltas, y para pedir cinco más necesitaría tener unas notas que no tengo ni en sueños (aunque por suerte me parece que nunca sueño con el colegio). Cuando llego a Libertador, en vez de cruzar para tomar el colectivo doblo en la esquina y sigo caminando, y a través de los pelitos dorados de mi flequillo demasiado largo veo pasar el 62 sin mí.

El camino hasta el Misericordia es un campo minado. En cualquier esquina pueden estar los chicos del Sarmiento buscando cómplices para hacerse la rata. De mi colegio no se ratea nadie que yo sepa, tal vez alguna alumna del secundario. Mis compañeras de séptimo grado se pelean por entrar en el cuadro de honor o salir mejor compañera. Hay una morocha con pecas, nieta de un premio Nobel y más blanca que el bicarbonato, —13—

que se jacta de tener asistencia perfecta. Es el cuarto colegio al que voy en siete años, pero no creo que llegue a encontrar otro tan aburrido.

Para no llamar a los hechos con la mente trato de pensar en otra cosa. Los dos alfileres de gancho que me sostienen el dobladillo de adelante del jumper están mal puestos y se me abulta un poco el ruedo. En la puerta de la casa de Bioy Casares hay una ambulancia. Subo por la plaza sombría de los ombúes de raíces gigantes y al salir de nuevo a la luz me quedo ciega justo en el momento de cruzar la calle. El tipo del auto que casi me atropella toca una bocina de cuarenta metros. Con paso rápido piso el pastito y busco la sombra del paredón de ladrillos naranjas del cementerio. El corazón me empieza a latir como si le hubiesen dado cuerda, pero fijo la vista en las veredas rotas y en el paredón escrito y en los bordes sucios de los canteros de los árboles y repito cuatro veces en tres meses terminan las clases y no me quedan más faltas. Trato de mantener el ritmo pero mis pasos avanzan cada vez más rápido y, aunque es lo único a lo que estoy atenta desde hace seis cuadras, cuando oigo el chiflido me sobresalto.

El peligro está sentado fumando en los bancos multicolores de la heladería Saverio. Lucio sonríe y Pato se para en el banco y me saluda levantando la mano. Mientras camino los cuarenta metros que nos separan sumo todos los argumentos que me justifiquen faltar al colegio, la prueba de matemáticas para la que no estudié nada o el mapa con la división política de la Argentina que no hice. Tardo cuarenta segundos en convencerme: me conviene ratearme.

—14—

La heladería está cerrada porque es muy temprano. Lucio juega con el elástico negro que ata sus dos carpetas sin ganchos y me pregunta ¿vas a ir?

Tiene los labios más hinchados que nunca. Digo no, me parece que ya se me hizo tarde. Pato baja del banco de un salto y me abraza como si me acabara de ganar un premio. Tiene olor a chivo. No le digo Heidi porque es muy susceptible, pero lleva el chivo bajo el brazo.

Desato la faja verde de la cintura y la corbata con el escudo del colegio y las guardo enrolladas en los bolsillos del blazer azul. Los uniformes de los chicos ya no tienen escudo y les cuelgan los bolsillos deshilachados. Los dos tienen el pelo mucho más largo que el centímetro y medio arriba del cuello de la camisa que dicta el reglamento porque abandonaron el colegio hace un par de meses.

Caminamos unas cuadras para alejarnos un poco del barrio y conseguir algo de plata. Donde baja la gente de los colectivos, frente a la facultad que parece una catedral, es un buen lugar. Paramos sobre todo a los viejos, les decimos que nos robaron y necesitamos volver a casa. Primero dudan, pero cuando ven el uniforme se tranquilizan y nos dan unas monedas compadeciéndose de nosotros y quejándose de Perón.

—Antes estas cosas no pasaban; te doy la plata pero andate para el colegio, nena —me dice una señora cerrando su cartera de cocodrilo.

A veces cuando una persona me mira el uniforme con insistencia pienso si será capaz de llamar al instituto y describirme —15—

o de empezar a gritar socorro policía. Por las dudas a veces me pongo la vincha, que me hace una cara de boluda tremenda, aunque por la misma razón prefiero no usarla delante de los chicos.

Con los sesenta y cuatro pesos que juntamos nos sentamos en un bar y pedimos tres submarinos con seis medialunas. Una máquina de algo hace el mismo sonido que una locomotora a vapor. Tssss. Me gusta mirar cómo se va tiñendo la leche de rosa cuando se derrite la barrita de chocolate. Los tres hombres sentados en la barra leen en el diario la página de fútbol. En la mesa de al lado está sentada una chica, que parece más joven que yo, con un bombo de trillizos. Siento vergüenza cuando Lucio, que no la ve porque está de espaldas a ella, dice: una perra puede quedar embarazada de varios perros distintos al mismo tiempo.

Pato sonríe sin alegría y le contesta: dudo que Dios permita una cosa así.

Lucio, que justo acaba de tomar un trago de su submarino, se ríe tanto que la leche chocolatada le sale por los oídos. Se da vuelta medio bar —la chica embarazada desapareció— y yo, como una estúpida, me tiento y me río hasta las lágrimas. Pato se ofende en serio. Su familia ayuda en las villas miseria y edita una revista que es un embole, Cristianismo y Sociedad o algo por el estilo. Todo el camino de vuelta hasta la plaza, otra vez a la sombra del paredón naranja del cementerio, tratamos de amigarnos, pero es como si se hubiera roto un vidrio. Todo lo que le comentamos a Pato suena falso o chupamedias y encima él nos —16—

contesta de favor, así que dejamos de hablarle. Conversamos entre nosotros sin mirarlo siquiera, y en un momento en que se agacha para atarse los cordones lo dejamos atrás.

Le pido fuego a la señora del puesto de flores, que tiene nada más que claveles, y nos tiramos a fumar en la barranca de abajo del paredón del asilo de ancianos, donde los rayos del mediodía caen como una lámpara de un millón de vatios. Nos sacamos los blazers y los suéters porque hace mucho calor. Yo me quedo en jumper y camisa de manga corta, y ayudo a Lucio a desanudarse la corbata y arremangarse la camisa de manga larga. Estamos tirados boca abajo uno al lado del otro con las caras tan cerca que casi no nos vemos. Sin decirnos nada nos miramos fijo, con la pupila de uno clavada en la pupila del otro, veinte minutos seguidos sin pestañear y sin movernos, hasta que de repente cierro los ojos y lo beso. El beso dura tres o cuatro besos, todos encadenados sin despegar los labios ni para respirar. Lucio me abre la boca con la punta de la lengua hasta que nos chocamos los dientes y siento que algo de la parte de adentro mío está adentro de la parte de adentro de él. No me animo a abrir los ojos para no cortar el hechizo. Nos besamos un rato largo, a pleno sol, muertos de calor en los uniformes de sarga gris, con todo el pelo del flequillo pegado en la frente y a medio metro de la cagada de un perro que había comido algo inmundo. Hasta que un señor nos chista en inglés get up! y nos incorporamos de golpe, acalorados y somnolientos, acomodándonos la ropa y el pelo como si nos acabáramos de despertar después de un viaje.

—17—

Pato aparece de repente, como salido de la fuente que se apoya contra el muro. Le pega una piña en el bíceps a Lucio y le dice: me fui a misa, man.

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