Mitologías

Manuel Vicent

Fragmento

Indice

Índice

Portadilla

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El cuerpo de Lee Miller, objeto encontrado

Las amantes del pintor Modigliani

Billie Holiday, ante su primera canción

Todas las lágrimas de Dora Maar

Paul Cézanne: retrato del artista fracasado

El corazón convulso de Pablo Neruda

Seis balas para Andy Warhol

Van Meegeren: la vanidad del falsificador

Anthony Blunt, el traidor más elegante

Ezra Pound: santo laico, poeta loco

Arthur Rimbaud: Yo es otro

El triple salto mortal de Suzanne Valadon

Paul Gauguin: sólo hay que atreverse

La milagrosa boda de Maurice Utrillo

Zenobia Camprubí: una heroína en la sombra

Wittgenstein: Decid a los amigos que he sido feliz

Pavese: la muerte tiene ojos color avellana

John Huston: escapar y no volver nunca a casa

Kahnweiler: una mina de oro en París

Alma Mahler, un óleo expresionista de Kokoschka

Hedy Lamarr: el éxtasis y la aguja

Montgomery Clift: combate contra la máscara

J. D. Salinger: cómo se engendra un monstruo

Frank Sinatra: por el camino más corto

Billy Wilder: todo el universo en una frase feliz

Yves Montand: dinamitero con un cigarrillo en los labios

George Grosz: el niño en la cámara de los horrores

Louis Althusser: no todos los filósofos matan a su mujer

Sobre el autor

Créditos

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Éste es el caso de una mujer muy bella, que fue modelo, musa, fotógrafa y reportera de guerra, cuyo espléndido cuerpo no cesó de ser devorado por algunos hombres privilegiados de su tiempo mientras a su vez ella los destruía con su inocencia diabólica. Desde que a los ocho años fuera violada por un amigo de su familia, Lee Miller no logró distinguir el sexo del amor, pese a que sus padres la llevaran a un psiquiatra para que se lo explicara. De aquella violación salió con una gonorrea severa y los gritos de la niña, cuando la madre la curaba con irrigaciones dolorosas, llegaban a la calle por la ventana del cuarto de baño. Después fue una de esas adolescentes que tampoco consiguen explicarse por qué la belleza de la carne femenina se convierte a veces en un infierno en el que se abrasaban los vecinos de escalera, los tenderos del barrio y los profesores en el aula, y también su propio padre, fotógrafo aficionado, que la sorbió desnuda con su cámara en todas las posiciones imaginables sin detenerse en los límites del incesto. En efecto, Lee Miller fue una gran reportera de guerra, entre todas las de su oficio la que más de cerca desafió a los hierros en el desembarco de Normandía, y si lo hizo con un desparpajo suicida fue, tal vez, porque su cuerpo había sido desde niña su primer campo de batalla.

Había nacido en Poughkeepsie, Nueva York, en 1907, y con todo el esplendor juvenil de sus dieciocho años, después de ser expulsada del colegio y con un cuaderno de poemas en el bolsillo, esta rubia norteamericana realizó un primer viaje a París dispuesta a no perderse ninguna sensación. Desde el primer momento supo que en el futuro aquel lugar sería su verdadera patria. De vuelta a casa, primero fue modelo de la revista Vogue en Nueva York, en cuyas calles la había descubierto el fotógrafo Edward Steichen, quien, después de poseerla, le enseñó las primeras artes con la cámara. Pero fue en 1929 cuando Lee Miller, de regreso a París, cayó como un artefacto explosivo en medio de la dorada bohemia de Montparnasse y en esta primera descubierta fue pasando de unos brazos a otros bajo múltiples sábanas hasta que el fotógrafo norteamericano Man Ray capturó a esta salvaje y la hizo suya a cambio de enseñarle todos los últimos secretos de la fotografía. El cuerpo de Lee Miller se convirtió en un objeto de creación para la cámara de Man Ray. El artista lo desmembró en diversas partes y cada una de ellas se convirtió en un icono. Los labios de Lee Miller, un ojo, sus piernas, su espalda, sus glúteos, su cuello, su torso, su rostro, captados por separado, al sacarlos de contexto, según la teoría estética de Duchamp, se convirtieron en objetos encontrados, en ready-mades, un concepto que cambió la forma del arte de todo el siglo XX hasta nuestros días. Pero al tiempo que el cuerpo de Lee Miller se desestructuraba, su alma adquiría una esencia perversa para el galante que tratara de explorarla más adentro de la carne. Jean Cocteau, que la admiraba y no la deseaba, la convirtió en estatua. Del lecho de Man Ray pasó al de Picasso y no hubo artista que la mereciera que no la probara a cambio de ser muy pronto abandonado.

En el París de entreguerras, aparte de aristócratas rusos que servían de acicalados porteros en los cabarets, siempre se paseaba por La Coupole algún príncipe árabe cazador de corzas. En este caso se llamaba Aziz Eloui Bey y era egipcio, y sus orejas eran dos fuentes inagotables de monedas de oro. Lee Miller fue una de sus capturas y ella le siguió hasta El Cairo excitada por el exotismo en boga, pero en Egipto no había más que momias. Se aburría. Atada por el matrimonio con el árabe, Lee Miller sólo tenía el desierto como escapatoria para dar pábulo a su imaginación, pero desde la infinita arena recordaba las fiestas de París, los viajes a la isla de Santa Margarita o a Antibes, donde era la reina de la tropa dorada que formaban Picabia, el coleccionista, pintor y crítico de arte Roland Penrose, el propio Picasso que la había inmortalizado en sus cuadros. Linos y franelas blancas bajo los pinos, sillones donde se extasiaban juntos los cuerpos desnudos de bailarinas, escritores, pintores, entre el alcohol y las drogas mórficas cuando la cota más alta de la fascinación consistía en saber estar ebrio en los límites de la vanguardia y no despeñarse. En uno de sus encuentros en la Costa Azul, el esteta inglés Roland Penrose y Lee Miller se hicieron amantes y se establecieron en

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