Blancanieves y la leyenda del cazador

Amini, Hossein

Fragmento

Indice

Índice

Cubierta

Portadilla

Índice

Introducción

Primera parte

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Segunda parte

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Créditos

Grupo Santillana

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Era el invierno más frío que el reino había soportado jamás. La escarcha cubría las lápidas del cementerio y en el jardín del castillo los rosales crecían casi desnudos, con las hojas marchitas y de color pardo. El rey Magnus se encontraba en los límites del bosque junto al duque Hammond, a la espera del ejército enemigo. El rey podía ver cómo su aliento se condensaba en continuas nubes que se expandían lentamente frente a su rostro, para luego desvanecerse en el gélido aire de la mañana. Notaba las manos entumecidas, pero no sentía el peso de la armadura sobre la espalda, ni la presión en el cuello de la cota de malla, cuyo frío metal le irritaba la piel. No le preocupaban los enemigos situados al otro lado del campo de batalla, y tampoco tenía miedo.

En su interior, ya estaba muerto.

Pero tras él se encontraba su ejército. Un caballo relinchó entre la niebla. Ha pasado casi un año, pensó. Ella murió hace casi un año. Aquel día el rey había sostenido entre sus manos la cabeza de la reina, mientras la vida abandonaba su mirada. ¿Qué haría a partir de entonces?, se preguntó. ¿Cómo podría vivir sin ella? Se sentó en sus aposentos con su hija pequeña aferrada a las rodillas, pero la pena era una carga demasiado pesada. Le resultaba imposible escuchar lo que ella decía. «Sí, Blancanieves —dijo el rey con actitud ausente, mientras la niña le acribillaba a preguntas—. Está bien, cariño, lo sé».

Contempló al ejército enemigo en el extremo opuesto del campo de batalla. Eran guerreros de sombras, un clan oscuro reunido por una inexplicable fuerza mágica. Surgían entre la bruma matinal como siluetas fantasmagóricas —anónimas y sin rostro—, ataviados con armaduras de color negro mate. En ocasiones, resultaba difícil distinguir dónde finalizaba el bosque y empezaban ellos.

El duque Hammond se volvió hacia el rey con el ceño fruncido y gesto de preocupación.

—¿De dónde demonios ha salido ese ejército? —preguntó.

El rey Magnus apretó la mandíbula y sacudió la cabeza, tratando de deshacerse del letargo en el que había permanecido durante meses. Tenía un reino que proteger, en ese momento y siempre.

—¡De un infierno al que no tardarán en regresar! —bramó y alzó la espada para ordenar a sus tropas que atacaran.

Se lanzaron al galope hacia el ejército enemigo, con las espadas apuntando a las gargantas de aquellos guerreros. Estos no tardaron en estar encima de ellos. Las armaduras de ambos bandos eran similares, pero tras las que vestían los enemigos de Magnus se escondían negras sombras que ondeaban y formaban volutas como el humo. Un guerrero sin rostro se abalanzó sobre el rey, con la espada desenvainada. El monarca volteó su arma y la figura se hizo añicos como el cristal, despidiendo miles de fragmentos negros en todas direcciones. Magnus alzó la vista, sorprendido. A su alrededor, sus hombres atacaban a las sombras y, uno tras otro, los guerreros se deshacían entre la bruma de la mañana. Los brillantes fragmentos caían al suelo y desaparecían sobre la tierra dura y cubierta de escarcha. En unos minutos, el campo de batalla quedó vacío. Los soldados del rey mantuvieron sus posiciones, sin lograr escuchar nada más que el sonido de su respiración. Parecía como si el ejército enemigo nunca hubiera existido.

El rey y el duque Hammond intercambiaron una mirada confusa. A través de la niebla, el rey distinguió una pequeña estructura de madera entre los árboles. Se dirigió hacia ella y, cuando se encontraba a solo unos metros de distancia, descubrió que se trataba de un carro de prisioneros. Desmontó del caballo, miró en su interior y vio a una mujer acurrucada en un rincón. Se podía distinguir que tenía el pelo rubio a pesar de que un velo ocultara su rostro.

Había sido capturada por aquel ejército —¿quién sabe qué le habrían hecho?—. Se contaba que las fuerzas oscuras habían asesinado y mutilado a cientos de prisioneros, incluidos niños. Sin vacilar, el rey descargó su espada sobre el candado y lo hizo pedazos.

—Sois libre. No debéis albergar ningún temor hacia mí —dijo Magnus, tendiendo su mano para que la joven la tomara—. ¿Cuál es vuestro nombre, mi señora?

La mujer se volvió lentamente, hacia la luz, y su pequeño cuerpo quedó visible. Descansó su delicada mano sobre la del rey y se alzó el velo. El rey Magnus clavó la mirada en aquel hermoso rostro con forma de corazón. Tenía los labios carnosos, los ojos azules y los párpados gruesos, y dos delgadas trenzas doradas evitaban que el cabello le cayera sobre sus marcados pómulos. No tendría más de veinte años.

—Me llamo Ravenna, mi señor —respondió ella con suavidad.

El rey permaneció en silencio. Todo en ella —la

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