El país que nos habla

Ivonne Bordelois

Fragmento

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Prólogo

El ensayo es un género querible para los argentinos. Enarbola a la vez la duda y la osadía, pasiones predilectas de nuestra idiosincrasia. No compromete tanto como una propuesta filosófica ni enajena tanto como el hábito de una novela, espacio en el que los personajes amenazan con sustituir al autor. Tampoco ofrece los riesgos y las exigencias de la verdadera poesía. Es personal sin ser íntimo, público sin llegar a la proclama partidista. En el ajetreo permanente de la conciencia ciudadana, tan expuesta en la actualidad a un fatigante sensacionalismo, el ensayo construye una morada de reflexión bienvenida donde conviven la experiencia y la esperanza. Con ecuanimidad, da lugar a esos dos imperiosos deseos indeclinables: el poder expresar nuestra pasión, el permitirnos la refrescante gratuidad de la meditación.

Desde Civilización y barbarie, de Domingo Faustino Sarmiento, hasta la Radiografía de la pampa, de Ezequiel Martínez Estrada, pasando por El idioma de los argentinos, de Jorge Luis Borges, nuestros ensayistas mayores han recorrido los grandes temas de la conciencia nacional: la dialéctica entre ciudad y campo, los debates entre violencia y democracia, la polémica entre los diversos lenguajes que nos exaltan o nos aquejan. Tampoco han faltado los vigías de la identidad, como Mallea o Murena.

Los escritores argentinos que ejercieron su talento en el ensayo han mostrado frecuentemente una quisquillosa sensibilidad en cuanto a la propiedad de su lenguaje, en los dos sentidos del término. Las memorables polémicas de Sarmiento con Andrés Bello y de Borges con Américo Castro lo demuestran fehacientemente. Pero en los tiempos que corren, nuestro lenguaje no se enfrenta, como entonces, a adversarios personales. Tampoco se enfrenta con el autoritarismo de las Academias, que tanto irritaba a los capitanes de la generación de Echeverría. La amenaza contra el lenguaje de los argentinos es hoy apenas una partícula de la afrenta permanente que sufre el lenguaje como signo de la especie en todo el territorio de la humanidad.

No es la tradición ni la identidad del español en la Argentina lo que está en causa en estos momentos. Lo que está en causa en todos los rincones del planeta es la sobrevivencia de la palabra humana: la palabra bantú, la palabra guaraní, la palabra china, la palabra iraquí, la palabra vasca, la palabra francesa, la palabra catalana. Lo que está en causa es la subsistencia de la mera palabra, la que todos los días debe levantarse y lavarse la cara ante las innumerables toneladas de basura que le arroja la televisión chatarra, la prensa cipaya, la radio obscena, la música ensordecedora, la propaganda letal. Los medios son los artífices ciegos y eficaces de un mundo en que un lenguaje sordo y pertrechado de frases hechas y mentiras nos quiere obligar a ser esclavos del trabajo a destajo, autómatas de la información planificada y consumidores incondicionales de bienes superfluos.

Resulta interesante preguntarnos, de hecho, qué es lo que encierra la abreviatura que hace que los medios de información y de comunicación pasen a ser llamados, simplemente, “medios”. Acaso en la conciencia colectiva, subterráneamente, se advierte que los medios no están al servicio de la información o la comunicación, como se los concibió en un principio, sino sencillamente al servicio de la sumisión y la ceguera que exigen los poderes comerciales y políticos que nos avasallan. Es en este sentido que George Steiner ha podido hablar de nuestros derechos amenazados por la devaluación narcótica de una cultura de lo secundario. El aparato mediático distribuye diariamente las toneladas de opio que son necesarias para el enceguecimiento creciente que percibimos en los avatares de la economía y de la guerra dominantes en el espacio internacional.

La universalidad de este flagelo no impide que avistemos sus consecuencias concretas en nuestras circunstancias actuales, porque es necesario reconocer la eficacia de estos poderes nocturnos en nuestro paisaje cotidiano para poder desenmascararlos cotidianamente. Asoman en la propaganda, en los textos escolares, en los discursos políticos, en el nivel descendente de la conversación familiar, en las letras de las canciones que mutilan la fantasía de los adolescentes. Y no requieren gestos proféticos o apocalípticos para enfrentarlos, sino una paciencia tenaz que se alimente de la confianza y la alegría que emanan de los enormes poderes del lenguaje.

Este ensayo está destinado entonces a hacer valer nuestra palabra contra el aturdimiento devastador que trata de imponerse a nosotros día a día. Nuevamente recurrimos a Steiner, que nos devuelve a la intimidad de la palabra compartida en la lectura: “Sabemos ya, por Pascal y por Montaigne, que el objetivo de toda educación consiste en no tener miedo de permanecer sentado en una habitación silenciosa”.

El objetivo de toda política educativa y de toda política a secas debe consistir en remplazar el poderío devastador de los medios por una valiente claridad, en nuestros corazones, acerca de los fines que nos impulsan: la restitución de una Argentina posible, a través de un lenguaje que finalmente, plenamente, nos represente.

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I
La trama primaria

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