Sangre en el monte

Daniel Gutman

Fragmento

I

Algunos se inquietaron pero nadie se sorprendió aquella noche en Santa Lucía, cuando se vio a cuarenta o cincuenta militares rondando las calles de tierra del pueblo. Era el 20 de septiembre de 1974 y, desde que se sabía que guerrilleros acampaban en las sierras del Aconquija y solían bajar a las poblaciones de la zona, no era la primera vez que llegaba el Ejército.

Cincuenta kilómetros al sudoeste de San Miguel de Tucumán, en el comienzo de la ruta que sube serpenteando por los cerros hacia los Valles Calchaquíes, Santa Lucía tenía en esa época menos de setecientas casas. Por encima de todas ellas, en el centro mismo del pueblo, se erguía un colosal edificio de ladrillos a la vista con los vidrios de sus ventanas rotos y el techo de chapa oxidado: el ingenio azucarero, que desde 1882 le había dado trabajo a casi todos los habitantes del pueblo, había sido cerrado en 1968.

Desde entonces, Santa Lucía parecía un pueblo abandonado por la mano de Dios. Las casas estaban despintadas y la basura se acumulaba en las esquinas. Muchos de los habitantes se habían ido, corridos por el hambre, y los que se quedaron sobrevivían como peones rurales, como empleados públicos o como podían. La desocupación, dicen las publicaciones de la época, superaba el cincuenta por ciento.

El único policía que estaba esa noche de guardia se llamaba Hermenegildo Medina, aunque todos lo conocían como Polenta. El fue el primero en el pueblo que supo que los visitantes, aunque vestían uniformes verde oliva y llevaban armas, no eran militares.

Apenas salió de la comisaría a ver qué pasaba se encontró con un grupo de hombres que lo apuntaban con fusiles FAL y metralletas. Le sacaron su pistola, lo obligaron a entrar nuevamente y lo encerraron en el calabozo. Luego revisaron el lugar en busca de armas. Sólo encontraron un revólver calibre 38, veinticinco proyectiles y tres cargadores, que se llevaron junto a una máquina de escribir Olivetti, tres sellos y 24.000 pesos, recaudados por multas. Entonces pintaron en las paredes de la comisaría leyendas con aerosol que decían “¡Viva el socialismo!” y “¡Viva la lucha de los obreros tucumanos!”. Las firmaba la Compañía de Monte Ramón Rosa Jiménez, del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP).

Era viernes, cerca de las nueve de la noche. Habían pasado menos de tres meses desde la muerte del presidente Perón y la asunción de Isabel, en los que la violencia política se había descontrolado. Sólo en esa misma semana, la Triple A había asesinado al ex vicegobernador peronista de Córdoba, Atilio López, y Montoneros —que a comienzos de mes había anunciado su regreso a la clandestinidad— había secuestrado a los empresarios Juan y Jorge Born, en una operación que dejó dos personas muertas.

Los guerrilleros, con equipos de radio para comunicarse entre sí, se dispersaron rápidamente por el pueblo, con distintas tareas. Colocaron una ametralladora de pie frente a la iglesia y allí montaron un puesto de guardia; ocuparon la oficina de la Compañía Argentina de Teléfonos y la de Correos; fueron a la casa de doña Dora, la única en el pueblo donde había teléfono particular, y a la del Negro Salinas, a quien le exigieron las llaves de su camioneta y se la llevaron. A pocos kilómetros del pueblo, sobre la ruta 307, habían quedado otros dos grupos, que habían fijado retenes para impedir la llegada de autos, tanto desde el lado de Tafí del Valle como desde el lado de Acheral.

Algunos guerrilleros fueron entonces a la casa del policía Eudoro Ibarra, de treinta y nueve años, y otros, a la del cantinero del club de fútbol, Oscar Zaraspe, de veintinueve. Era el capítulo final de un drama que había comenzado casi dos años antes.

El domingo 15 de octubre de 1972 Ramón Rosa Jiménez salió de un bar de Santa Lucía tarde, cerca de las doce de la noche y, cuando iba a desatar su caballo, se cruzó con dos policías. Jiménez, un hachero que vivía en el campo, a pocos kilómetros del pueblo, era uno de los fundadores del ERP y estaba prófugo de la Justicia. En noviembre de 1970 había participado en el asalto al Banco Comercial del Norte, en San Miguel de Tucumán, en el que la organización había robado 5000 dólares destinados a financiar la todavía incipiente lucha armada. Luego había caído preso y en septiembre de 1971 había sido uno de los catorce guerrilleros fugados de Villa Urquiza, el penal más importante de Tucumán. Ese episodio conmocionó a la provincia, porque hubo cinco guardiacárceles muertos y tres heridos.

Jiménez llevaba esa noche un documento falso a nombre de Pedro Antonio Olmos, pero en el pueblo se sabía quién era. Lo conocían como El Zurdo. Hacía años que se lo veía con personas que no eran de la zona, a quienes llevaba a explorar el monte, que él conocía, según se decía, “yuyo por yuyo”. Algunos de esos visitantes eran rubios, altos y en Santa Lucía —donde muchos adultos eran analfabetos— llamaban la atención no sólo por su aspecto sino porque se notaba que eran gente instruida, tal vez universitarios.

Cuentan que casi no había una persona en el pueblo a la que Jiménez no se haya acercado, para conversar acerca de la necesidad de unirse y luchar contra los explotadores. Si varios jóvenes de la zona se habían incorporado al ERP, era en buena parte por su tenacidad. Ya antes de caer preso había estado durante mucho tiempo sin aparecer por el pueblo y muchos decían que se había ido a Cuba, a entrenarse para la guerrilla.

Esa noche Jiménez se insultó con los policías porque, según se cuenta, a uno de ellos lo confundió con Ibarra, con quien tenía antiguos rencores. El diario La Gaceta de Tucumán diría que Jiménez, borracho, le apoyó una pistola 45 a uno de los agentes, que enseguida el otro se le tiró encima, que los tres cayeron al piso y que entonces se escucharon un par de tiros, que hicieron que unas cuantas personas se acercaran al lugar para ver qué pasaba. Cuando llegaron, Jiménez estaba en el suelo, herido de bala.

Entre los que observaban, sin conmoverse, estaban Ibarra —ahora sí— y también Zaraspe, que era uno de los pocos en el pueblo que tenía auto. Cuando alguien le sugirió que fuera a buscar su Renault Gordini blanco para llevar al herido al hospital, Zaraspe tuvo una reacción destemplada.

“No voy a ensuciar el auto con este guerrillero. Yo a éste lo llevo arrastrando”, proclamó, para que toda Santa Lucía lo escuchara. Nadie se sorprendió porque todo el mundo conocía a Zaraspe —del colegio, de la banda de folclore o de la cantina del club— y se sabía que era un prepotente, un tipo con pretensiones de guapo.

¿Llegó Zaraspe a atar a su auto a uno de los fundadores del ERP y a arrastrarlo por las calles pobres y polvorientas de Santa Lucía? Algunos dicen que sí, pero la mayoría dice que no, que aquélla fue apenas una de sus bravuconadas, a las que en el pueblo estaban acostumbrados. Que finalmente, después de patearlo un poco, así herido como estaba, fueron a buscar al chofer de la ambulancia del pueblo, Lucho González, y que allí lo cargaron a Jiménez.

En lo que sí coinciden todos los testigos es en que la ambul

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos