El tata Dios

Juan José Santos

Fragmento

Tandil, enero de 1872

Al despuntar el año 1872 la población del apacible pueblo de Tandil, y luego la del país entero, fue sacudida por la noticia de unos acontecimientos de extrema violencia, que pasarán a la historia como “las matanzas del Tata Dios”, en los que varias decenas de inmigrantes europeos fueron asesinados por un grupo de enfurecidos pobladores criollos.

El pueblo de la piedra

Por entonces, hacía tiempo que Tandil había dejado de ser un puesto militar en la avanzada de la ocupación blanca del territorio bonaerense. Aunque en la memoria de los habitantes perduraba el recuerdo de los terribles malones que invadieron la frontera en el año 1855, con su secuela de muertes, saqueos y despoblamiento, la amenaza indígena formaba parte del pasado. La línea de frontera se extendía bastante más al sur y al oeste, con lo cual el pueblo se había convertido en centro de intercambio mercantil para el conjunto de las poblaciones del sudoeste provincial. Pocos años atrás, en épocas de buen clima, el servicio de diligencias demoraba algo menos de dos semanas en recorrer las sesenta leguas que separaban al pueblo de la ciudad de Buenos Aires pero desde 1871, con la llegada del Ferrocarril Sud a Ranchos, el tiempo de viaje se redujo considerablemente y en tres jornadas los viajeros podían completar esa travesía.

El pueblo estaba situado al pie de una sierra y cerca de un arroyo cuyas aguas ponían en movimiento los varios molinos que procesaban los trigos cosechados en las chacras y quintas de los alrededores. Se trataba de una agricultura en pequeña escala que producía también verduras y papas para el mercado local. La actividad predominante era la ganadería, en la que el ovino había comenzado a desplazar al vacuno. Aunque el proceso de fragmentación de la propiedad se había acentuado desde la caída de Rosas, los registros impositivos de aquellos años indican la presencia de familias —Gómez, Vela, Miguens, Casares, Arana, Saavedra, Iraola— que eran poseedoras de verdaderos emporios territoriales.

Algo más de dos mil personas habitaban el recinto urbano. Muchos de ellos eran españoles, italianos, franceses y daneses que arribaban en números significativos desde comienzos de la década de 1860. El pueblo ya mostraba algunos progresos. En las inmediaciones de la plaza principal, las calles ya disponían de alumbrado público y las viviendas eran bajas y no pocas de ellas de material. Algunas poseían azotea y otras, techos de zinc o paja. El lujo no era excesivo aunque los visitantes contaban con comodidades inexistentes en localidades vecinas, como pudo comprobar el francés Henri Armaignac, que llegó al pueblo por esos años. Poseía tres modestos pero respetables hoteles, médico, boticario, un buen número de comercios, herrerías, carpinterías y talleres de fabricación de carruajes, en su mayor parte pertenecientes a inmigrantes italianos, españoles y daneses.

Tandil, cabecera del partido del mismo nombre, como sus similares bonaerenses, tenía en funciones un juez de paz designado por el gobernador de Buenos Aires y una Corporación Municipal cuyos cuatro integrantes eran elegidos mediante el voto de los vecinos. La creación de las municipalidades amplió la participación de los vecinos en los asuntos comunales. Junto a propietarios criollos como Ramón y Ciriaco Gómez, Moisés Jurado, Juan A. Figueroa y Carlos Díaz, entre otros, inmigrantes como el danés Juan Fugl, el gallego Ramón Santamarina, los franceses Julián Arabehety y Juan M. Dhers desempeñaron un papel destacado en el estrecho círculo de notables responsable de la administración local. Todos ellos animaron las diversas iniciativas tendientes al adelanto del pueblo, como el arreglo de las calles, la reglamentación del abastecimiento de carne, la construcción de un templo o la distribución de solares.

El fomento de la educación estuvo entre las principales preocupaciones de los vecinos. La primera escuela, con apenas doce alumnos, comenzó sus clases en 1854. En 1869, según el censo nacional de población, un centenar de niños y niñas recibían instrucción en forma privada o en escuelas públicas. Junto al municipio y los establecimientos de enseñanza la acción sacerdotal completaba lo que por entonces se consideraban los principales agentes de civilización.

El presbítero José M. Rodríguez, natural de España, asumió el curato de Tandil en 1863. A partir de su llegada los servicios religiosos comenzaron a administrarse con mayor regularidad. Demostró mayores talentos que los anteriores sacerdotes para manejarse en la compleja trama pueblerina y su ministerio se prolongó hasta 1875. La experiencia de sus predecesores no había sido muy feliz. También provenientes de Europa, acabaron por renunciar hartos de lidiar con la permanente intromisión de las autoridades locales en la administración eclesiástica y la imposibilidad de desarrollar una acción pastoral en medio de una población que juzgaban de moral extremadamente relajada y hasta licenciosa.

A unos tres kilómetros del pueblo, la piedra movediza se erigía en uno de los picos más altos de las sierras. El gigantesco bloque de granito que, en perpetua oscilación, amenazaba desbarrancarse era el orgullo de los tandilenses. Se habían acostumbrado a las visitas de forasteros que desde lejanas distancias llegaban hasta allí exclusivamente para contemplar aquella maravilla de la naturaleza. La famosa piedra se había convertido a tal punto en parte de la identidad local que había sido escogida como imagen para el sello que se utilizaba en toda documentación oficial despachada por las autoridades. Era con seguridad lo único de interés de este remoto pueblo y lo que otorgaba cierto renombre a una localidad que en su corta existencia —había sido fundada en 1823— no había sido escenario de ningún acontecimiento destacado.

Así fue hasta las primeras horas de aquel 1º de enero de 1872, cuando la tranquila vida de ese poblado fue conmovida por un suceso trágico, sin precedentes ni ejemplos en la historia de la Argentina posterior. El hecho revivió los terrores del año 1855 y con el tiempo se transformó en el episodio más notable de todos los relatos que se ocuparon de dar cuenta de la historia de la localidad.

Un comienzo de año sangriento

Cerca de las cuatro de la mañana de aquel día, el sueño del juez de paz de Tandil, José A. Figueroa, se vio interrumpido imprevistamente. Como todos los tandilenses, seguramente se reponía de los festejos con los que se dio la bienvenida al año 1872. Los festejos iban a continuar en la jornada que se iniciaba pero las obligaciones de su cargo no le permitirían participar de ellos por completo. Como máxima autoridad del partido, le correspondía implementar las medidas tendientes a asegurar el pacífico desarrollo de las elecciones fijadas para aquel día. Aquellos comicios de diputados nacionales por Buenos Aires se realizaban en un marco de absoluta apatía, por

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