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Viajes con mi tía

Fragmento

CAPÍTULO PRIMERO

Yo tenía más de cincuenta años cuando conocí a mi tía Augusta. Fue en el funeral de mi madre. Cuando murió, mi madre tenía casi ochenta y seis años y mi tía era unos once o doce años menor. Yo había dejado el banco dos años antes, con un buen retiro y una gratificación. Al hacerse cargo el Westminster de la institución, se decidió que mi sucursal era superflua. Todos pensaron que me alegraría por mi buena suerte, pero me resultó difícil llenar mi tiempo libre. No estoy casado, he vivido siempre con mucha tranquilidad y no tengo ningún pasatiempo que me absorba, salvo mi interés por las dalias. Por estos motivos me sentí gratamente estimulado ante el funeral de mi madre.

Hacía más de cuarenta años que mi padre había muerto. Era un contratista de obras de naturaleza letárgica que solía dormir la siesta en toda clase de lugares insólitos. Esto irritaba a mi madre, mujer enérgica que salía en su busca para molestarle. De niño, recuerdo haber entrado en el cuarto de baño –entonces vivíamos en Hinghgate– y encontrar a mi padre dormido en la bañera, con la ropa puesta. Soy bastante miope y pensé que mi madre habría estado limpiando un abrigo, hasta que mi padre susurró: «Cuando salgas, echa el cerrojo por dentro». Era demasiado perezoso para despertarse y estaba demasiado soñoliento para comprender que su petición era imposible de cumplir. En otra ocasión, cuando dirigía la construcción de un bloque de apartamentos en Lewisham, solía echarse sus buenas siestas en la cabina de una gigantesca grúa interrumpiendo las obras hasta que él despertaba. Mi madre, que desconocía el vértigo, trepaba hasta los andamios más altos con la esperanza de encontrarle, aunque lo más probable era que mi padre hubiese descubierto algún rincón en el aparcamiento subterráneo. Siempre los había considerado como una pareja razonablemente feliz y sus respectivos papeles de cazador y de presa se les ajustaban sin duda. En los primeros recuerdos sobre mi madre, ella ya había adquirido una permanente actitud alerta y andaba con un trotecillo cauteloso que la asemejaba a un perro de caza. Espero que se me excusen estos recuerdos del pasado: es natural que surjan por sí solos durante un funeral, cuando tiene uno tanto tiempo para pensar…

Aunque no eran muchos los asistentes a la ceremonia, la cual había tenido lugar en un célebre crematorio, había en la atmósfera una excitante agitación provocada por esas expectativas que nunca se sienten ante una tumba. ¿Se abriría el horno? ¿No se atascaría el ataúd en su camino a las llamas?

Detrás de mí oí una voz clara y frágil que decía:

–Una vez asistí a una cremación prematura.

Con cierta dificultad, reconocí a la anciana que había hablado, gracias a una fotografía del álbum familiar: era mi tía Augusta. Había llegado tarde, vestida como se hubiese vestido la difunta reina Mary, que Dios tenga en su gloria, si aún siguiese entre nosotros y se hubiera adaptado un poco a la moda actual. Me sorprendieron su brillante cabellera pelirroja, recogida en un moño monumental, y sus dos grandes dientes delanteros, que le daban un aire vital de Neanderthal. Alguien chistó y el sacerdote inició una plegaria que, según creo, había inventado él mismo.

Nunca la había oído en ningún otro funeral, aunque asistía a muchos en mis buenos tiempos: un director de sucursal tiene la obligación de presentar sus últimos respetos a todo antiguo cliente que no esté en «números rojos» como decimos los empleados de banca. Y por otro lado, siento una gran debilidad por los funerales. En ellos, por lo general, la gente ofrece su mejor imagen: seria, digna y optimista en cuanto al dilema de la inmortalidad personal.

El funeral de mi madre transcurrió sin problemas. Con buen sentido de la economía, retiraron las flores del ataúd, el cual se deslizó hasta desaparecer de nuestra vista cuando alguien apretó un botón. Después, en la turbia luz de la mañana, recibí un buen número de apretones de manos por parte de sobrinos, sobrinas y primos que no había visto durante años y a quienes no podía identificar. Me habían advertido que debía esperar las cenizas y así lo hice, mientras la chimenea del crematorio humeaba suavemente, en lo alto.

–Tú debes de ser Henry –dijo tía Augusta, observándome atentamente con sus ojos de un azul profundo como el mar.

–Sí. ¿Y tú eres tía Augusta?

–Hace mucho que no veía a tu madre –me dijo tía Augusta–. Espero que haya tenido una muerte apacible.

–Oh, sí, ya sabes… a su edad. Un paro cardíaco. Murió de vejez.

–¿Vejez? Era apenas doce años mayor que yo –dijo tía Augusta en tono acusador.

Dimos un breve paseo por el jardín del crematorio. El jardín de un crematorio se parece a un jardín de verdad casi tanto como un campo de golf a un paisaje genuino. El césped es demasiado uniforme y los árboles se yerguen con excesiva rigidez, como en un desfile. Además, las urnas recuerdan las cajitas con arena donde se colocan las pelotas de golf.

–Dime, ¿sigues en el banco? –preguntó tía Augusta.

–No; me retiré hace dos años.

–¿Te retiraste? ¡Un hombre joven como tú! Dios santo, ¿qué haces con tu tiempo?

–Cultivo dalias, tía Augusta.

Se volvió con aire mayestático, como sacudiendo un imaginario polisón.

–¡Dalias! ¡Qué habría dicho tu padre!

–Sé que no le interesaban las flores. Siempre pensó que un jardín era un espacio desperdiciado. Habría calculado cuántos dormitorios podrían caber en el lugar, uno sobre otro. Le gustaba mucho dormir…

–Si necesitaba dormitorios, no era sólo para dormir –dijo mi tía con una rudeza que me sorprendió.

–Dormía en los sitios más insólitos. Recuerdo que una vez lo descubrí en el cuarto de baño…

–En los dormitorios hacía otras cosas, además de dormir… –insistió mi tía–. Tú eres la prueba.

Empecé a entender por qué mis padres veían tan poco a tía Augusta. Tenía un temperamento que mi madre no debía de aprobar. Mi madre no era en modo alguno una puritana, pero exigía que todo se hiciera o dijera en el momento adecuado. Durante las comidas, había que hablar de comida. Quizá del precio de los alimentos. Si íbamos al teatro, en los intermedios hablábamos de la obra, o de otras obras. Durante el desayuno, hablábamos de las noticias. Si la conversación se desviaba, era muy hábil para guiarla de nuevo al cauce requerido. Solía decir esta frase: «Querido, éste no es el momento…». Me sorprendí pensando, con la misma falta de ambages de tía Augusta, que quizás hablara del amor en los dormitorios. Por eso mi madre no podía soportar que mi padre durmiera en lugares extraños. Y cuando empecé a interesarme en las dalias, solía advertirme que no pensara en ellas durante las horas de banco.

Cuando mi tía y yo terminamos nuestro paseo, las cenizas ya estaban listas. Había elegido una urna muy clásica, de acero negro. Me hubiera gustado cerciorarme de que no había error, pero me las entregaron en un paquete muy bien hecho, envueltas en papel de embalar y con sellos de papel rojo que me recordaron un regalo de Navidad.

–¿Qué harás con eso? –preguntó tía Augusta.

–Pensaba ponerla sobre un pequeño pedestal, entre mis dalias.

–Parecerá un pequeño desierto, durante el invierno…

–No se me había ocurrido. Puedo llevarla adentro, durante esa estación.

–Afuera y adentro… Me parece que mi hermana no descansará en paz.

–Lo pensaré de nuevo.

–No te has casado, ¿verdad?

–No.

–¿Tienes hijos?

–No, desde luego.

–¿Y quién heredará de mi hermana? Yo moriré antes que tú, sin duda.

–No se puede pensar en todo al mismo tiempo.

–Podrías dejarla aquí –dijo tía Augusta.

–Pensé que quedaría bien entre las dalias –dije con obstinación: me había pasado todo el día anterior dibujando un pedestal sencillo y de buen gusto.

À chacun son goût –dijo mi tía, con tan buen acento francés que me sorprendió: nunca había considerado muy cosmopolita a mi familia.

Preparé mi despedida frente a la puerta del crematorio y dije, pensando en el jardín que me esperaba:

–Bueno, tía Augusta, hacía tantos años que no nos veíamos… Espero que…

Había dejado la segadora de césped afuera y sin cubrir, y las nubes grises que corrían por el cielo insinuaban la posibilidad de lluvia.

–Me gustaría mucho que algún día fueras a Southwood a tomar una taza de té conmigo.

–En este momento preferiría algo más fuerte y más tranquilizador. No es cosa de todos los días esto de ver a una hermana entregada a las llamas. Como la Pucelle.

–No te entiendo…

–Juana de Arco.

–En casa tengo un poco de jerez, pero queda bastante lejos y quizá…

–Mi apartamento está al norte del río –dijo tía Augusta con resolución– y tengo allí todo lo que se necesita.

Sin esperar mi consentimiento llamó un taxi. Ése fue el primer día que pasamos juntos y, ahora que lo pienso, quizás el más memorable de todos los que íbamos a pasar.

CAPÍTULO II

No me había equivocado en mi pronóstico meteorológico. De las nubes grises pronto empezó a caer lluvia y yo me sumí en mis preocupaciones personales. En las calles brillantes, la gente abría los paraguas y se refugiaba en los umbrales de Burton, las United Dairies, las Mac Fisheries o el ABC. Por algún motivo, la lluvia al caer sobre los barrios me hace pensar en los domingos.

–¿En qué piensas? –preguntó tía Augusta.

–Qué tonto he sido. He dejado afuera, en el jardín, la segadora de césped, sin cubrirla siquiera…

Mi tía no pareció conmoverse.

–Pues deja de pensar en tu segadora. Es curioso que sólo nos encontremos en las ceremonias religiosas. La última vez que te vi fue durante tu bautismo. No me invitaron, pero de todos modos fui. Como el hada perversa –agregó, con una risa cascada.

–¿Por qué no te invitaron?

–Sabía demasiado. Sobre ellos dos. Recuerdo que tú estabas muy quieto. No te desgañitaste. ¿Estará ese hombre ahí, todavía? No confunda el Place con el Square –añadió, dirigiéndose al conductor–, el Crescent o los Gardens. Yo vivo en el Place.

–No sabía que tuvierais diferencias… Tu fotografía seguía en el álbum familiar.

–Sólo para salvar las apariencias.

Lanzó un suspiro que levantó una nubecilla de polvo perfumado:

–Tu madre era una mujer muy santa. Se merecía un ataúd blanco. La Pucelle –repitió.

–No veo la semejanza. Pucelle significa… bueno, por decirlo claramente, yo estoy aquí, tía Augusta.

–Sí. Pero tú eres hijo de tu padre, no de tu madre.

Esa mañana, la idea del funeral me había animado y hasta alegrado. De no haber sido el funeral de mi madre, lo habría tomado como un cambio favorable en la rutina cotidiana de mi jubilación. Además, me había ayudado a recordar con agrado los últimos días en el banco, cuando acudía para dar el postrero adiós a tantos clientes admirables. Pero nunca habría previsto un cambio tan radical como el que mi tía acababa de anunciar con absoluta naturalidad. Se dice que un susto puede curar el hipo y también provocarlo. Hipé una pregunta incoherente.

–He dicho que tu madre oficial era una santa. ¿Entiendes? Tu verdadera madre no quiso casarse con tu padre, que estaba ansioso (si en este caso puedo usar un término tan enérgico) por hacer las cosas bien. De modo que mi hermana la encubrió casándose con él. Tu padre era fácil de convencer. Después, mi hermana fue rellenándose progresivamente con almohadones de mayor tamaño durante meses. Nadie sospechó nada. Hasta llevaba los almohadones en la cama. Y cuando tu padre intentó una vez hacer el amor con ella (después de la boda pero antes de que tú nacieras), se sintió tan ofendida que aun después de tu nacimiento siguió negando a su marido lo que la Iglesia llama sus derechos. Y de todos modos, él no era hombre para exigirlos.

Me recosté, hipando, en el asiento del taxi. No habría podido hablar, aunque lo hubiese intentado. Recordé aquellas persecuciones por los andamios. ¿Las habrían provocado los celos de mi madre o el temor de verse obligada a pasar otros tantos meses rellena con un juego de almohadones?

–No, ésos son los Gardens –dijo mi tía al conductor del taxi–. Se lo he advertido: vivo en el Place.

–¿Giro a la izquierda, señora?

–No, a la derecha. A la izquierda está el Crescent. No te lo deberías tomar así, Henry –agregó tía Augusta, volviéndose hacia mí–. Mi hermana… tu madrastra (quizá deberíamos llamarla así) era una persona muy noble, a decir verdad.

–¿Y mi… hip… padre?

–Una buena pieza. Como casi todos los hombres. Quizá sea ésa su mejor cualidad. Espero que tú también tengas algo de eso, Henry.

–No creo… hip… lo mismo.

–Lo veremos con el tiempo. Eres el hijo de tu padre. El mejor modo de curarte ese hipo es beber por el lado contrario de un vaso. Puedes imitar el vaso con la mano. El líquido no es parte esencial de la cura.

Aspiré un trago largo y, después de exhalar el aire, pregunté:

–¿Quién es mi madre, tía Augusta?

Pero mi tía ya se había apartado del tema y hablaba con el conductor.

–No, no, hombre. Éste es el Crescent.

–Usted dijo a la derecha, señora.

–Discúlpeme, entonces; el error ha sido mío. Nunca estoy muy segura de cuál es la izquierda y cuál la derecha. En cambio, siempre recuerdo cuál es babor, a causa del color: el rojo significa izquierda. Debió usted girar a babor, no a estribor.

–Qué se ha creído usted: yo no soy un marinero, señora.

–No se preocupe. Volvamos y empecemos de nuevo el camino. Asumo toda la responsabilidad.

Llegamos frente a un bar.

–Si al menos me hubiese dicho que era el Crown and Anchor, señora… –exclamó el conductor.

–Henry, si pudieras olvidar tu hipo por un momento… –dijo mi tía.

–¿Hip? –pregunté.

–El taxímetro marca seis con seis –dijo el conductor.

–Entonces dejemos que marque siete chelines –contestó tía Augusta–. Henry, quizá debería advertirte que para mí un ataúd blanco sería totalmente inadecuado.

–Pero-tú-nunca-te-casaste –dije con rapidez, para adelantarme al hipo.

–Durante los últimos sesenta años, y aún más, casi siempre he tenido un amigo –dijo tía Augusta–. Los años, Henry, pueden modificar un poco nuestras emociones –agregó, quizá al ver mi aire de incredulidad–, pero no las destruyen.

Ni siquiera esas palabras me prepararon convenientemente para lo que después descubrí. Desde luego, la vida en el banco me había enseñado a no sorprenderme ni siquiera ante la petición de un crédito alarmante; y siempre me había impuesto la norma de no exigir ni escuchar explicaciones. El nuevo crédito se concedía o se negaba según el crédito anterior del cliente. Si el lector piensa que mi carácter es algo estático, debe tener en cuenta el largo condicionamiento de mi carrera en el banco, antes de retirarme. Pero por lo que iba a descubrir, mi tía no había sido condicionada por nada, y no parecía dispuesta a añadir más explicaciones a las que ya me había dado.

CAPÍTULO III

El Crown and Anchor estaba construido como un banco de estilo georgiano. Por las ventanas vi a unos hombres de bigotes exagerados y chaquetas de tweed abiertas por detrás, como las de los jinetes, reunidos en torno a una muchacha con pantalones de montar. No pertenecían al tipo de individuo a quien yo habría concedido mucho crédito y dudo que alguno de ellos, salvo la muchacha, hubiese montado alguna vez a caballo. Todos ellos bebían cerveza y tuve la impresión de que gastaban todo el dinero que ahorraban en sastres y peluqueros, más que en la equitación. Una larga experiencia con mis clientes me ha hecho preferir un andrajoso bebedor de whisky a un elegante aficionado a la cerveza.

Entramos por una puerta lateral. El apartamento de mi tía estaba en el segundo piso; en el primero había un pequeño sofá que, según me enteré luego, mi tía había comprado para poder descansar un rato durante las subidas. Era típico de su generosa naturaleza eso de comprar un sofá que apenas cabía en el pasillo, en vez de una silla para una sola persona.

–Siempre descanso un rato aquí. Ven, siéntate conmigo, Henry. La escalera es empinada, aunque quizá no te lo parezca, a tu edad.

Me miró con aire crítico:

–Por cierto, has cambiado mucho desde la última vez que te vi, aunque no tenías mucho más pelo…

–Lo tenía, pero lo perdí –expliqué.

–Yo conservo el mío. Todavía puedo sentarme encima de él. –Para mi sorpresa, agregó–: Rapunzel, Rapunzel, suéltate el pelo… Pero no como para dejarlo caer desde un segundo piso.

–¿No te molesta el ruido del bar?

–Oh, no. Y el bar es muy útil, si me quedo de repente sin bebida. No tengo más que hacer bajar a Wordsworth.

–¿Quién es Wordsworth?

–Lo llamo Wordsworth porque no me resigno a llamarlo Zachary. Durante generaciones, todos los hijos mayores se han llamado Zachary en su familia… ¡Es por Zachary Macaulay, que hizo tanto por ellos en Clapham! Elegí el sobrenombre por el obispo, no por el poeta.

–¿Es tu mayordomo?

–Digamos que atiende a mis necesidades… Una persona muy fuerte, amable y simpática. Pero no le permitas que te pida CTC. Ya recibe lo suficiente de mí.

–¿Qué es CTC?

–Así se llamaban las propinas o los regalos en Sierra Leona cuando él era chico, durante la guerra. Las iniciales pertenecían a los cigarrillos Cape to Cairo que todos los marineros regalaban generosamente.

La conversación de mi tía era demasiado rápida para mi capacidad de entender, de modo que no estaba bien preparado para el altísimo negro algo entrado en años que abrió la puerta respondiendo a la llamada de mi tía. Llevaba un delantal de carnicero a rayas.

–¡Vaya, Wordsworth, has lavado las tazas del desayuno sin esperarme! –exclamó mi tía en tono coqueto.

El negro se quedó mirándome y me pregunté si antes de dejarme pasar no esperaría su CTC.

–Mi sobrino, Wordsworth –dijo mi tía.

–¿Es eso verdad, mujer?

–Por supuesto. ¡Oh, Wordsworth, Wordsworth! –agregó, con tierna burla.

El negro nos hizo pasar. Como el día era oscuro, las luces estaban encendidas en el salón, y durante un instante me encandilaron los reflejos despedidos por los adornos de cristal que centelleaban por todas partes. En un armario había ángeles con túnicas a rayas, como caramelos de menta; en un nicho, una madona de rostro y aureola dorados, y con manto azul; en un aparador, sobre un pie dorado, un copón azul marino, lo bastante grande como para contener al menos cuatro botellas de vino, rodeado de un enrejado dorado sobre el cual crecían hiedra verde y rosas amarillas. En los estantes había cigüeñas malvas y cisnes rojos y peces azules. Muchachas negras con vestidos rojos sostenían velas verdes. Y sobre todo el conjunto brillaba una araña que parecía cubierta por un baño de azúcar, con capullos celestes, rosas y amarillos.

–En una época, Venecia significó mucho para mí –explicó innecesariamente mi tía.

No pretendo ser juez en esa materia, pero pensé para mis adentros que la decoración era exagerada y no del mejor gusto.

–Qué artesanía tan maravillosa –dijo mi tía–. Wordsworth, sé amable y sírvenos dos whiskis. Augusta se siente un poquito triste después de esa ceremonia tan, tan triste…

Le hablaba como si fuera un niño… o un amante. Pero me costaba admitir ese tipo de relación.

–¿Fue todo bien? –preguntó Wordsworth–. ¿No se metió en líos?

–No hubo contratiempos –dijo mi tía–. Oh, santo Dios, Henry, ¿no te has olvidado el paquete?

–No, no. Aquí lo tengo.

–Quizá sería mejor que Wordsworth lo pusiera en la nevera.

–No es necesario, tía Augusta. Las cenizas no se echan a perder.

–No, claro que no. Qué tonta soy. Pero de todos modos, deja que Wordsworth las lleve a la cocina. No necesitamos tener todo el rato el recuerdo de mi pobre hermana frente a nosotros. Ahora te enseñaré mi cuarto. Allí tengo más tesoros de Venecia.

Y los tenía, en verdad. Resplandecían sobre su tocador: espejos y potes de polvos y ceniceros y recipientes para imperdibles.

–Iluminan el día más negro –dijo mi tía–. Me siento muy ligada a Venecia –explicó– porque allí empezaron mi carrera y mis viajes. Siempre me ha gustado viajar. Me apena mucho tener que restringirlos.

–Los años se nos vienen encima antes de que nos demos cuenta –dije.

–¿Los años? No me refería a mi edad. Espero no parecer tan decrépita, Henry. Pero me gusta tener un compañero. Y Wordsworth está muy ocupado, ahora, porque se prepara para entrar en la Facultad de Economía de Londres. Éste es el cuarto de Wordsworth –agregó, abriendo la puerta de una habitación contigua.

Estaba atestada de figuras de cristal: personajes de Disney y, peor aún, todos los ratones, gatos y liebres sonrientes de los dibujos animados norteamericanos de tercer orden, elaborados con el mismo esmero que la araña.

–De Venecia, también. Bien hechos, pero no tan bonitos. Sin embargo, me parecen adecuados para el cuarto de un hombre.

–¿Le gustan a él?

–Pasa muy poco tiempo aquí –dijo mi tía–, a causa de sus estudios y todo lo demás…

–No me gustaría verlos cada mañana, al despertarme –dije.

–Wordsworth se despierta muy pocas veces aquí.

Mi tía y yo volvimos al salón, donde Wordsworth había dejado tres vasos venecianos con bordes dorados y una jarra de agua de colores mezclados, como el mármol. La botella de Black Label parecía normal y fuera de lugar, como el único hombre de esmoquin en un baile de disfraces, comparación que acudió enseguida a mi mente porque muchas veces me he encontrado en esa incómoda situación, ya que tengo firmes objeciones en contra de los disfraces.

–El maldito teléfono habló todo el tiempo mientras usted no estaba. Les dije que usted se había ido a un funeral muy elegante.

–Qué cómodo es poder decir la verdad –dijo mi tía–. ¿No dejaron mensajes?

–Oh, el pobre viejo Wordsworth no entiende una maldita palabra. Les dije que no hablo inglés. Cortaron volando.

Mi tía sirvió una cantidad de whisky mucho mayor de la que estoy habituado a beber.

–Un poco más de agua, por favor, tía Augusta.

–Ahora puedo decir cuánto me tranquiliza que no haya habido el menor tropiezo. Una vez asistí a un funeral muy importante… La mujer de un escritor famoso, que no había sido el más fiel de los maridos. Fue poco después de la primera guerra mundial. Yo vivía en Brighton por esa época y estaba muy interesada en los fabianos.1Tu padre me había enseñado mucho acerca de ellos, cuando yo era una muchacha. Llegué temprano como espectadora. Estaba inclinada sobre la barandilla de la comunión (si es que se llama así, en la capilla de un crematorio), tratando de descifrar los nombres de las coronas. Estaba sola en el lugar, con el ataúd y las flores. Wordsworth me perdonará que cuente esta historia con tanto detalle: ya la ha oído antes. Tu vaso… Déjame ponerte más…

–No, no, tía Augusta, ya he bebido más de la cuenta.

–Bueno, supongo que hurgué demasiado. Debí de apretar un botón por accidente. El ataúd empezó a deslizarse, las compuertas se abrieron. Pude sentir el calor del horno y oí el crepitar de las llamas. El ataúd entró, las puertas se cerraron, y en ese preciso instante apareció el grueso de la concurrencia: Bernard Shaw y su mujer, H. G. Wells, E. Nesbit (su apellido de soltera), el doctor Havelock Ellis, Ramsay MacDonald y el viudo, mientras el sacerdote (ecuménico, desde luego) entraba por otra puerta, al otro lado de la barandilla. Alguien empezó a tocar un himno humanista de Edward Carpenter: Cosmos, oh, Cosmos, ¿hemos de invocarte, Cosmos? Pero no había ataúd.

–¿Qué hiciste entonces, tía Augusta?

–Me tapé la cara con el pañuelo y simulé llorar. Pero, ¿sabes?, creo que nadie advirtió la falta del ataúd, salvo, supongo, el sacerdote, que no abrió la boca. El viudo no se dio cuenta; pero tampoco había reparado en su mujer, cuando estaba viva, durante años enteros. El doctor Havelock Ellis pronunció un discurso conmovedor (o al menos, así me lo pareció entonces: al fin yo no me había decidido por el catolicismo, aunque estuve a punto de hacerlo) sobre la dignidad de una ceremonia fúnebre sin embelecos ni retórica. Para ser exacto, pudo decir también sin cadáver. Todos quedaron muy satisfechos. Ya podrás comprender ahora por qué esta mañana me cuidé mucho de toquetear nada…

Miré a mi tía con el rabillo del ojo, por encima del vaso de whisky. No sabía qué decir. «Muy triste» parecía ridículo. Y me preguntaba si ese funeral habría ocurrido de veras alguna vez, aunque en los meses que siguieron hube de comprobar que las historias de mi tía eran esencialmente ciertas: sólo agregaba algunos detalles para enriquecer el cuadro. Wordsworth encontró las palabras adecuadas:

–Siempre hay que tener mucho, mucho cuidado en un funeral –dijo–. Mi primera mujer era de Mendeland; allí abren a los muertos y les sacan el bazo. Si el bazo es demasiado grande, entonces el muerto es brujo y todos se burlan de la familia y salen volando del funeral. Eso le ocurrió al papá de mi mujer. Murió de malaria, pero la gente ignorante no sabe que la malaria agranda el bazo. Así que mi mujer y su mamá salieron de Mendeland y fueron a Freetown. No querían que los vecinos se burlaran de ellas.

–Debe de haber muchos brujos en Mendeland –dijo mi tía.

–Sí, claro que sí. Muchos demasiados.

–Creo que ya es hora de irme, tía Augusta –dije–. No puedo dejar de pensar en la segadora de césped. Se oxidará por completo, con esta lluvia…

–¿Echarás de menos a tu madre, Henry?

–Oh, sí, sí… –dije.

No había pensado en eso, tan ocupado había estado con las disposiciones para el funeral, las entrevistas con el abogado de mi madre, el gerente de su banco y un agente de bienes raíces, encargado de vender una casita que tenía en North London. Para un hombre soltero, es difícil saber cómo librarse de todos los artilugios femeninos. Los muebles pueden subastarse, pero ¿qué hacer con la anticuada ropa interior de una anciana, con los potes medio vacíos de cremas igualmente anticuadas? Se lo pregunté a mi tía.

–Me temo que nunca he compartido los gustos de tu madre en materia de elegancia, o siquiera de cremas. En tu lugar, yo se las daría a su criada, a condición de que se lo lleve todo, todo…

–Estoy muy contento por haberte conocido, tía Augusta. Eres mi único pariente cercano, ahora.

–¿Quién sabe? –dijo tía Augusta–. Tu padre tuvo rachas de gran actividad.

–Mi pobre madrastra… Nunca podré pensar en ella sino como mi verdadera madre.

–Es mejor así.

–En los edificios nuevos, todavía en construcción, mi padre siempre amueblaba con mucho esmero el piso de muestra. Siempre he pensado que pasaba algunas tardes en uno de esos pisos, durmiendo. Supongo que habrá sido en uno de ellos donde fui…

Por respeto a mi tía, contuve la palabra «concebido».

–Es mejor no pensar en eso –respondió ella.

–¿Vendrás a casa algún día, para ver las dalias, no es cierto? Están en su mejor momento.

–Desde luego, Henry. Ahora que he vuelto a encontrarte, no te dejaré escapar. ¿Te gusta viajar?

–Nunca he tenido oportunidad.

–Como Wordsworth está ahora tan ocupado, quizá tú y yo podríamos hacer un viajecito o dos…

–Con mucho gusto, tía Augusta.

No se me ocurrió que mi tía pensara en otro sitio más que en la costa.

–Te llamaré por teléfono –dijo mi tía.

Wordsworth me acompañó hasta la puerta. Sólo cuando estuve en la calle y pasé frente al Crown and Anchor recordé que había olvidado mi pequeño paquete. Y no me habría acordado para nada si a través de la vidriera no hubiese oído que la muchacha de los pantalones de montar decía con irritación: «Peter no sabe hablar más que de criquet. Todo el verano con lo mismo. Siempre con esas cenizas2 de mierda…».

No me gusta oír semejantes expresiones en labios de una muchacha bonita; pero sus palabras me recordaron súbitamente que había olvidado todo cuanto quedaba de mi madre en la cocina de mi tía Augusta. Volví a la puerta del edificio. Había una hilera de timbres con una especie de micrófono sobre ellos. Apreté el timbre que correspondía y oí la voz de Wordsworth.

–¿Quién es? –Henry Pulling –dije.

–No conozco a nadie con ese nombre.

–Acabo de salir de ahí. Soy el sobrino de tía Augusta, ¿recuerda?

–Ah, ese tipo… –dijo la voz.

–Olvidé un paquete en la cocina.

–¿Quiere recuperarlo?

–Sí, por favor, si no es demasiada molestia…

A veces me parece que la comunicación humana exige un derroche de tiempo. Con qué brevedad y precisión parece hablar siempre la gente en el escenario o en la pantalla, mientras en la vida real tropezamos de frase en frase, con repeticiones incesantes.

–¿Un paquete envuelto en papel de embalar? –preguntó la voz de Wordsworth.

–Sí.

–¿Y quiere que lo baje ahora mismo?

–Si no es demasiada…

–¡Es un terrible latazo! Espere ahí.

Estaba dispuesto a mostrarme muy frío con él cuando bajara con el paquete, pero abrió la puerta de la calle con una sonrisa amistosa.

–Gracias por la enorme molestia que se ha tomado –dije con aire distante.

Advertí que el paquete ya no estaba sellado.

–¿Alguien ha abierto eso?

–Quería ver qué había.

–Debería haberme preguntado…

–¡Vamos, hombre! –exclamó–. ¿Enfadado con Wordsworth?

–No me gusta el modo en que me ha hablado hace un rato.

–Hombre, culpa del micrófono ese… Me gusta hacerle decir groserías. Yo arriba, y aquí abajo mi voz grita en la calle. Y nadie ve que es el pobre Wordsworth. Es una especie de poder, hombre. Como la zarza ardiente cuando habló al viejo Moisés. Un día vino el párroco de St. George, en la plaza. Y dice con su vocecita de clérigo: «Señorita Bertram, ¿podría subir para charlar un rato con usted sobre nuestra tómbola?». «Sí, hombre –digo–, ¿tiene puesto el cuello duro?»3 «¡Desde luego! –dice él–. Pero ¿quién habla?» «Hombre –digo yo–, mejor será que se ponga también un bozal, antes de subir.»

–¿Y qué dijo entonces?

–Se fue y no volvió más. Cuando se lo conté, su tía se murió de risa. Pero no quise ofenderlo. Ese micrófono del diablo tentó al pobre Wordsworth.

–¿Es verdad que se prepara usted para ingresar en la Facultad de Economía de Londres?

–Oh, es un chiste de su tía. Yo trabajaba en el Grenada Palace. Con uniforme. Parecía un general. A ella le gustó mi uniforme. Se paró y dijo: «¿Es usted el emperador Jones?». «No, señora –digo–, soy el viejo Wordsworth». Dice: «Oh, criatura dichosa, joven pastor de ovejas, hazme oír tu voz». «Escríbame eso –digo–. Suena bien. Me gusta.» Lo digo muchas veces. Ahora lo sé bien, como un himno.

Yo estaba un poco asombrado ante su elocuencia.

–Bueno, Wordsworth –dije–, gracias por todo. Espero que algún día le volveré a ver.

–¿Es muy importante el paquete?

–Sí, creo que sí.

–Entonces creo que le debe algo al viejo Words worth –dijo.

–¿Qué?

–Un CTC.

Recordé la advertencia de mi tía y me fui enseguida.

Tal como había imaginado, mi segadora de césped nueva estaba mojada. Lo primero que hice fue secarla cuidadosamente y aceitar las hojas. Después comí un par de huevos pasados por agua y bebí una taza de té. Tenía mucho en que pensar. ¿Podía dar crédito a la historia de mi tía? Y en ese caso, ¿quién era mi madre? Procuré recordar a las amigas de mi madre de su misma edad. Pero ¿de qué servía eso? La amistad se habría roto antes de hacer yo. Y si en verdad sólo había sido mi madrastra, ¿tenía sentido colocar sus cenizas entre mis dalias? Mientras lavaba la vajilla de mi almuerzo, sentí la terrible tentación de vaciar también la urna en el fregadero. Serviría muy bien para los dulces caseros que me prometía hacer el año próximo –un hombre retirado debe tener sus pasatiempos, si no quiere envejecer demasiado rápidamente– y la urna habría quedado muy bien en la mesa de té. Era un poco sombría, pero una urna sombría iba muy bien con la jalea de ciruelas o la mermelada de moras y manzanas. Fue una tentación muy fuerte, pero recordé lo buena que mi madrastra había sido conmigo, cuando era niño, a pesar de su severidad. Y ¿cómo podía asegurar que mi tía había dicho la verdad? De modo que salí al jardín y elegí un sitio entre las dalias para hacer construir el pedestal.

Notas:

1. Fabianos: miembros o simpatizantes de la Fabian Society, organización creada en Inglaterra en 1884 para difundir gradualmente los principios socialistas. (N. del T.)

2. Ashes [‘cenizas’]: símbolo de la supremacía por que luchan, en los partidos de criquet, los equipos australianos e ingleses. (N. del T.)

3. En inglés, dog collar [‘collar de perro’]. (N. del T.)

CAPÍTULO IV

Estaba arrancando la maleza de entre las dalias, las Bellezas polares, las Capitanas azules, las Réquiem, cuando empezó a sonar el teléfono. Como no era habitual que el ruido del teléfono perturbara la paz de mi pequeño jardín, supuse que sería una llamada equivocada. Tenía muy pocos amigos, aunque antes de retirarme alardeaba de mis muchas relaciones. Eran clientes a quienes había atendido durante veinte años y que me habían conocido en la misma sucursal como empleado, cajero y director, pero seguían siendo relaciones. Es raro que un miembro del personal sea ascendido a director en la misma sucursal donde debe ejercer su autoridad, pero en mi caso hubo circunstancias especiales. Había actuado como director durante casi un año, a causa de la enfermedad de mi predecesor, y uno de mis clientes –con una cuenta muy importante– se encaprichó conmigo. Amenazó con anular su cuenta si yo no permanecía en el cargo. Se llamaba sir Alfred Keene; había amasado una fortuna con el cemento y el hecho de que mi padre hubiera sido constructor suscitaba el interés de ambos. Me invitaba a comer por lo menos tres veces al año y siempre me consultaba acerca de sus inversiones, aunque nunca seguía mi consejo. Decía que eso lo ayudaba a decidirse. Tenía una hija soltera llamada Bárbara, muy aficionada a hacer encaje de aguja que, según creo, debía de regalar a las tómbolas de la iglesia. Siempre era muy amable conmigo y mi madre me sugería que la cortejara, porque sin duda heredaría el dinero de sir Alfred. Pero el motivo me parecía muy poco honrado y por lo demás nunca me habían interesado mucho las mujeres. El banco era entonces mi vida entera. Y ahora tenía mis dalias.

Por desgracia, sir Alfred murió poco antes de mi retiro y la señorita Keene se fue a vivir a Sudáfrica. Desde luego, me hice cargo de todos los problemas monetarios: era yo quien escribía al Banco de Inglaterra para solicitar tal o cual transferencia o quien les recordaba sin cesar que no había recibido contestación a mis cartas del día 9 del mes pasado. Durante su última noche en Inglaterra, antes de tomar el barco en Southampton, me invitó a cenar. Fue una velada muy

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