Aquí vivieron

Manuel Mujica Lainez

Fragmento

I
LUMBI
1583

Había caminado la noche entera sin darse descanso. Al alba, se tumbó entre unos pajonales frente al río. Estaba en la región que empezaba a llamarse Montes Grandes, por sus arboledas. Durmió horas y horas hasta que la despertaron, con el alto sol, los pájaros que cantaban y reñían en la barranca.

Lumbi estiró su largo cuerpo y, alzándose sobre un codo, se contempló durante buen espacio, como absorta. Era, a los trece años, una de las benguelas de mayor hermosura: tan negra que su carne brillaba como si tuviera lustre o como si la hubieran encendido por dentro. Rompía su pulimentada desnudez un collar de dientes de cocodrilo, que le había dado su padre, reyezuelo de Angola, cuando los portugueses la arrancaron de su cabaña. En la cintura, mal anudado, llevaba un trozo breve de piel de antílope. Tanto deslumbraba su belleza, que se dijera que por un momento tuvo conciencia de su gracia elástica, y olvidó su desventura. Se pasó una mano, suavemente, sobre los pechos nacientes, agudos, y se desperezó. Luego se puso de pie de un salto, echó hacia adelante la cabeza pequeña, de pelo corto y duro, y asomó entre las pajas bravas sus ojillos vivaces, su nariz chata, su ancha boca de hambre y de sensualidad.

El Río de la Plata moría sobre los juncos, a los que imprimía un soñoliento vaivén en la tarde de marzo. Detrás, la barranca ascendía con ceibos y chañares. En la cumbre escasa se erguía un tala, entre cuyo ramaje los zorzales se hostigaban con gritos destemplados.

Lumbi pensó que había conseguido eludir a los perseguidores y sonrió de placer. El sofocante encierro en la bodega del navío había estado a punto de enloquecerla. Vientos contrarios obligaron al capitán a prolongar el viaje y buscar refugio en el Mar de Solís, pero quería regresar al Brasil cuanto antes, con lo que conservaba de su carga preciosa. De los trescientos negros y negras que embarcó en Angola, a latigazos, sólo cuarenta y tres habían llegado a América. El resto había muerto en la travesía, por falta de agua, por malos tratos, por melancolía, por la enfermedad que llamaban “sirigonza”. Lumbi los había visto caer uno a uno, con los labios partidos, en la cárcel oculta en el vientre del barco. A ella la salvó su juventud, su agilidad de pantera para saltar más alto y atrapar al vuelo el botijo de agua, su afán de aferrarse a la vida. Si se lo hubieran dicho no lo hubiera creído. Tampoco lo hubiera comprendido su pobre inteligencia, guiada apenas por cuatro o cinco ideas simples que todo lo atribuían a fuerzas secretas. Estaba segura de que había sobrevivido gracias a su amuleto de dientes de cocodrilo, aquel que su padre le ciñó presuroso cuando la arrebataron.

Ahora, después de tan terrible secuestro, la niña se entregaba plenamente al goce de sentir la brisa ligera, oreándola, envolviéndola como una túnica invisible. Alzó los brazos como si en verdad fuera a revestir esa tela impalpable que temblaba entre los árboles y las matas amarillas. ¡Qué distinto esto de la lúgubre jaula del navío, donde era imposible moverse en el abarrotamiento de carne llagada! Después de tantos días de estupor y de miedo, Lumbi tenía la impresión de que había reconquistado su cuerpo fino. Por eso lo acariciaba, por eso alargaba, orgullosa, las piernas nervudas de corredora de la selva. Merced a ellas y a sus brazos tensos, a sus músculos perfectos bajo la piel de aceituna negra, estaba allí, al pie de esa barranca de los Montes Grandes.

La noche anterior, el capitán portugués había ordenado que enderezaran la proa hacia la aldea de Buenos Aires, fundada tres años atrás en la boca del río. La oscuridad sin una estrella, los bancos arenosos, la pérdida de la brújula —que esperaba reemplazar en el puerto— les habían enviado río arriba, hacia el delta. El negrero borracho juraba por todos los dioses, como hombre del Renacimiento. De la bodega subía el clamor de los esclavos. Cantaban una melopea bantú, adormecedora, gutural. A ella se mezclaban las voces desfallecidas de los enfermos. El capitán temió que murieran si no les concedía un respiro. Ya había dejado en el océano las tres cuartas partes. ¿Cómo iba a explicar tantas desgracias a los hidalgos lusitanos, por cuya cuenta realizaba viaje de tal riesgo? ¿Cómo decirles las tempestades, el extravío de la aguja y del rumbo, la escasez del agua, las muertes? Juraba y maldecía. La sangre le hervía cuando imaginaba que en ese mismo instante sus amos remotos saldrían para ensayar halcones, a orillas del Miño, o andarían en juegos de amor. ¡Así se fueran todos al infierno, con sus meretrices, sus palacios y sus voces afeminadas!

Dio la orden de que arrastraran a cubierta los cuarenta y tres despojos que pronto vendería en el Janeiro. En el montón miserable que gemía con una tozudez animal y que, cegado por las farolas trémulas, agitaba los grillos, tropezaba y se daba de bruces contra los mástiles, el viejo contrabandista advirtió a Lumbi. La luz de una linterna, derramada sobre sus hombros y sus pechos, fulguraba en el blancor de los dientes. El negrero se relamió. No la había visto hasta entonces, perdida en la marea tostada y crespa que bullía cerca de la quilla de su barco. Ahora la deseaba. ¿Acaso no había merecido una diversión tan modesta, después de los infortunios de la travesía? Ya podían reír los floridos caballeros del Miño...

La hizo conducir a su cámara, sin hierros. Lumbi se dejó hacer. Ni una palabra dijo, ni una queja. En el filo de la noche, cuando el marino saciado dormía como Holofernes, la negra le mató con su propio cuchillo. Fue un solo tajo seguro, de nieta, de bisnieta de cazadores africanos. Luego se escurrió entre las sombras, silenciosa, aceitada, oprimiendo el collar brujo, y se lanzó al río. Le tiraron con arcabuces, con ballestas, pero la noche la protegió. Nadaba como un pez hacia la costa a medias entrevista, cortando el tranquilo olear. Detrás, en la nave cada vez más lejana, las imprecaciones de la tripulación que brincaba con los farolicos por el puente, apuntando a diestro y a siniestro, se sumaban al himno de los negros que, misteriosamente, se habían enterado de la muerte de su verdugo. Los estampidos se fueron espaciando. A bordo, los portugueses peleaban ya por quién debía asumir el mando, y se golpeaban con las ballestas incrustadas de marfil y de hueso o se amagaban unas puñaladas feroces. No tenían tiempo para ocuparse de una benguela fugitiva.

Cuando llegó a la playa de toscas, apenas se concedió reposo. Jadeando, se echó a correr. Juncos y espinas le desgarraban la cara, las manos. Había andado a ciegas, como azotada por invisibles rebenques. El mundo se presentaba a su espíritu supersticioso encarnado en un enorme hipopótamo de Angola pronto a devorarla. Así vagó hasta el amanecer. Así alcanzó el bajo de los Montes Grandes, donde la abandonaron las fuerzas.

¡Qué delicia, entonces, sentir que con la luz renacían sus esperanzas! ¡Qué delicia palpar la soledad del paisaje extraño! Lumbi no se cansaba de recorrerlo con los ojos. No había aquí acantilados abruptos, como en ciertas regiones de su país natal. La tierra no penetraba en el agua en son de conquista, armada de rocas, a modo de u

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