El malestar de la política

Juan José Sebreli

Fragmento

INTRODUCCIÓN

La palabra, herramienta imprescindible para pensar y comunicar ideas y conceptos, adquiere relevancia cuando se hace política, sobre todo democrática, ya que ésta se vale de la discusión y el diálogo para resolver los conflictos y evitar la violencia, aunque no siempre se logre por esa vía. La democracia griega y la república romana fueron sociedades signadas por la oratoria. El político en la antigua Grecia era antes que nada un orador y un experto en retórica. Una de las instituciones representativas de las democracias modernas se llama precisamente parlamento, denostado por los antiliberales porque consideran al debate pura charlatanería. Asimismo la libertad de palabra es reivindicada como uno de los derechos humanos y de su vigencia depende el Estado de derecho.

La necesidad de la palabra, y aun de símbolos, en la democracia no significa que siempre tengan una connotación positiva: también sirve a los demagogos, aunque en este caso el discurso —hoy se lo llama “relato”— es usado para deformar la realidad y ocultar la verdad. Si el demagogo tiene éxito, consigue que las masas adictas vivan en la alucinación de un mundo imaginario, fantástico, ajeno a los hechos reales. En esas particulares circunstancias muchas veces los intelectuales y los artistas, expertos en la instrumentación del discurso y del símbolo, son requeridos por los políticos con la finalidad de utilizar su experiencia. La palabra es acompañada por las imágenes: tanto la religión como la política se valieron, desde los inicios, de las medallas, los retratos o las estatuas de los personajes carismáticos. La aparición de los medios audiovisuales convirtió a la política en espectáculo: Hitler o Perón difundieron multitudinariamente su mensaje a través de la radio y de los noticiosos cinematográficos; la televisión llegó hasta los espacios más herméticos, la nobleza inglesa se convirtió en ícono mediático con Lady Di y la Iglesia católica, con el papa Wojtyla.

Las palabras, decía Eric Hobsbawm1, son testigos que, a menudo, hablan más fuerte que los documentos. El surgimiento de nuevos términos, la desaparición de otros o los renovados significados de voces antiguas, marcan el espíritu de un periodo histórico.

El lenguaje de la política suele ser impreciso y ambiguo, de ahí el riesgo de su transformación, por pereza mental o por motivos utilitarios, en etiquetas o fórmulas estereotipadas, en eslóganes publicitarios o simples estribillos que no dicen nada. Es habitual que el periodista, el profesor, el comunicador o formador de opinión, no menos que el hombre común, recurra a vocablos cuyo verdadero significado desconoce y, con frecuencia, los desvirtúe para persuadir a los interlocutores por su resonancia emotiva, o bien los inserte en las discusiones como metáforas, epítetos o meros insultos para descalificar al contrincante. Los políticos los usan porque, interesados en vencer antes que en convencer, prefieren el golpe emocional al razonamiento. El término “fascista” es usado para denigrar posiciones o personajes sin preocuparse si corresponden y, a veces, para señalar la maldad o la fealdad de algo aunque no tenga relación con la política.

La otra cara del mal empleo del lenguaje proviene del grupo de los académicos, entre ellos los cientistas políticos que utilizan la jerga hermética de los papers universitarios con abundancia de neologismos, hasta convertirlos a veces en idiolectos sólo comprensibles para sus discípulos o seguidores. El caso extremo es el de los posestructuralistas que reducen la política sólo a lenguaje dirigido con exclusividad a una elite de iniciados.

Los significados de las palabras se van transformando inevitablemente con el transcurso del tiempo y los cambios históricos; las más usuales como “democracia”, “aristocracia”, “dictadura” se remontan a la antigüedad clásica donde el sentido refería a un contexto social distinto al actual. Pero aun en la misma época una palabra adquiere desigual sentido en función del sujeto que la usa o las circunstancias a las que alude.

La neutralidad parecería ser ajena al vocabulario de la política porque ni su configuración como ciencia pretendió garantizar esa cualidad, por el contrario, aumentó la oscuridad de su discurso. Es cierto que la terminología técnica, apta para expertos, es un distintivo de las ciencias empíricas; a diferencia de éstas, que utilizan términos aceptados por la comunidad científica, en las ciencias políticas, como en todas las ciencias sociales, cada teoría tiene sus propios códigos idiomáticos ajenos a quienes no las comparten. Según Thomas Kuhn diríamos que no son todavía “ciencias normalizadas”.

Tampoco el lenguaje científico está exento de discrepancias, tal como lo muestran conflictos que no conciernen a la ciencia en sí misma, sino a las intromisiones indebidas de la política y de las religiones.

Por otra parte, las ciencias naturales atañen a expertos y nada más; en cambio la política es, a la vez, una preocupación de especialistas y de profanos. Los primeros deberían orientar y educar a los legos, pero no siempre cumplen su función con acierto y la responsabilidad no es sólo de ellos. Sucede a menudo que los políticos profesionales y los conductores de la opinión pública carecen del recurso del lenguaje desapasionado y técnico del científico, se sirven de la prosa del habla común y, además, están predispuestos a la demagogia y a la retórica vacía. A diferencia de una teoría científica, cualquier idea política, aun la más carente de credibilidad, es susceptible de atraer a un público dispuesto a admitirla porque habla de temas de interés general, y su éxito sobre otras mejor elaboradas reside en la simplicidad con que aborda problemas que son de ardua resolución: el maniqueísmo es más perceptible que el matiz. Aristóteles decía que la capacidad de dudar es rara y sólo se da en personas educadas. Todavía en las sociedades avanzadas, los hombres, aun los educados, están más predispuestos a la credulidad que a la duda.

El conflicto del lenguaje de la política es serio, pero el camino no puede ser el propuesto por el círculo de Viena y la filosofía analítica: éstos distorsionan el problema al reducir toda la cuestión al análisis del lenguaje, en la creencia de que el pensamiento surge de aquel, cuando en realidad sucede lo contrario: el pensamiento sobrepasa al lenguaje como lo prueba la exigencia de inventar nuevas palabras para señalar ideas o hechos inéditos. Esas escuelas no arrojan solución adecuada y sobreviven los inconvenientes, en particular frente a la necesidad de redefinir términos como populismo, fascismo, democracia y liberalismo referidos a fenómenos políticos, de por sí muy complejos, que admiten diversas explicaciones y cuyo significado ha fluctuado a lo largo del tiempo. Es preciso, en las teorías políticas, poner atención en el valor de las palabras pues éstas suelen traicionar el pensamiento y llevarlo a errores conceptuales que se trasladan a la praxis política.

El personaje literario Humpty Dumpty2 decía: “Cuando uso una palabra significa sólo lo que yo decido que signifique, ni más ni menos”. Su i

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