Fabulario

Hermann Hesse

Fragmento

TRES LEYENDAS DE LA TEBAIDA
(1907-1909)

I
EL DEMONIO DE LOS CAMPOS

Cuando en Egipto el paganismo en decadencia cedía cada vez más ante el avance del nuevo credo, al tiempo que en ciudades y poblados florecían con creciente vigor las numerosas comunidades cristianas, los demonios locales tuvieron que ir retirándose a los desiertos tebaicos. Esos desiertos estaban entonces completamente deshabitados, porque los piadosos penitentes y los anacoretas no se habían atrevido todavía a internarse en aquellas yermas y peligrosas regiones y, aunque enteramente apartados del mundo, se habían recluido, a lo más, en pequeños cortijos situados siempre en las proximidades de alguna ciudad o aldea. De suerte que permanecían abiertos a los demonios y a sus acompañantes todos aquellos extensos páramos habitados sólo por animales salvajes y toda clase de reptiles. Y en común con ellos tuvieron que vivir –desalojados de sus antiguos lugares y empujados hacia el desierto por los santos y ermitaños– los demonios, tanto los inferiores como los superiores, y todas las criaturas y animales del paganismo. Había entre éstos, sátiros y faunos, a los que se llamaba entonces demonios de los campos o ídolos de los bosques, unicornios y centauros, dríadas y toda suerte de genios; a Satanás se le había concedido poder sobre todos ellos y además se tenía por cosa cierta que, debido por una parte a su origen pagano y por otra a sus formas a medias animalescas, Dios los rechazaba y no les haría participar de la bienaventuranza.

Sin embargo esas criaturas, a medias humanas a medias animales, y esos ídolos caídos, no eran todos de naturaleza maligna; muchos de ellos, en efecto, se sujetaban al dominio de Lucifer de muy mala gana; otros, claro está, lo obedecían gustosamente y hasta llegaron a asumir, en su rabia reconcentrada, un modo de ser perfectamente diabólico, porque, a decir verdad, no lograban comprender la razón por la que habían sido arrancados de su inocente y feliz existencia anterior para ser arrojados a las filas de los despreciados, de los perseguidos, de los malos. De acuerdo con las noticias que tenemos sobre la vida de Pablo, el bienaventurado monje del desierto, y según lo que nos informa Atanasio acerca del santo padre Antonio, parece que los centauros, o sea los hombres caballos, eran hostiles y de naturaleza maligna y que en cambio los sátiros o demonios de los campos eran hasta cierto punto pacíficos y mansos. Lo cierto es que en todo caso quedó consignado que durante el prodigioso viaje a través de los desiertos que hiciera San Antonio para llegarse hasta el lugar en que vivía el padre Pablo, se le aparecieron al santo un hombre caballo y un demonio de los campos, el primero de los cuales se comportó con él malévola y brutalmente, en tanto que el sátiro, dirigiéndole la palabra con mansedumbre, manifestó anhelos de salvarse. Y precisamente a aquel sátiro o demonio de los campos se refiere esta leyenda.

Con muchos otros de su especie, el demonio de los campos de nuestra historia había seguido al desierto a las huestes de espíritus malignos, y vagaba lleno de tristeza en aquellas áridas soledades. Como antes había vivido en una hermosa y fértil comarca, llena de bosques, en compañía sólo de sus semejantes y de algunas encantadoras dríadas, se dolía no poco de tener que habitar en sitio tan salvaje y convivir en la sociedad de diablos y de espíritus del mal.

Durante el día prefería apartarse de los demás; andaba lentamente por entre las rocas y recorría las arenas del páramo; soñaba con aquellos lugares frescos y soleados de su alegre y dichosa vida anterior y pasaba largas horas adormecido a la sombra de alguna de las rarísimas palmeras. Solía sentarse al atardecer en un sombrío y abrupto valle rocoso por donde corría un débil arroyuelo y allí tocaba, en una flauta de caña, tristes y melancólicas tonadas que improvisaba en el momento. Cuando sonaban esos quejumbrosos acentos, los faunos que los oían a lo lejos pensaban con pena en los hermosos tiempos idos. Muchos suspiraban, lastimeros, y se quejaban amargamente. Otros, no sabiendo hacer nada mejor para olvidar los bienes perdidos, se ponían a bailar danzas retozonas al son de silbidos y voces. Pero los diablos propiamente tales, cuando veían allí sentado a aquel pequeño y solitario demonio de los campos, tocando su flauta, se divertían a su costa, lo remedaban en mofa y lo hacían objeto de mil burlas.

Mas, después de haber meditado a solas durante largo tiempo sobre la causa de su desgracia, sobre los placeres paradisíacos que antes había gustado y sobre la despreciable y triste vida que llevaba ahora en el desierto, y después de haberse consumido solo entre suspiros de pesadumbre, nuestro demonio comenzó poco a poco a hablar de todo eso con sus hermanos. Al cabo de cierto tiempo, los más serios de entre los demonios del campo formaban ya un pequeño grupo cuya común preocupación estribaba en descubrir las causas de la degradación que sufrían y en considerar las posibilidades de retornar al feliz estado de que antes gozaban.

Todos ellos sabían muy bien que habían sido puestos bajo el poder del diablo y que formaban parte de sus ejércitos, porque en el mundo reinaba un nuevo Dios. Muy poco era, empero, lo que sabían sobre ese nuevo Dios. En cambio, conocían harto bien la naturaleza del mando y el modo de ser de su propio príncipe. Y lo que conocían de éste no les gustaba nada. Desde luego que era muy poderoso y capaz de muchos encantamientos, como lo demostraba el hecho de que ellos mismos estuvieran sometidos a sus hechizos, pero el mando de ese príncipe era tiránico y terrible.

Ahora bien, sin embargo no dejaban de ver que el propio diablo, tan poderoso, estaba desterrado y había tenido que retirarse a aquellos desiertos de piedra deshabitados. Ello significaba que el nuevo Dios tenía que ser aún más poderoso. Y entonces aquellos pobres diablos de los campos pensaron que bien podían suponer que sería mucho mejor para ellos ponerse bajo el mando de Dios y dejar de servir a Lucifer. De acuerdo con este pensamiento resolvieron informarse lo mejor posible y tratar de obtener noticias a fin de que, en el caso de que aquel Dios les gustara, pudieran llegar hasta él.

Y aquella pequeña comunidad de demonios de los campos, dirigida por el sátiro tocador de flauta, vivió un tiempo alimentando débiles y tímidas esperanzas. Aún no sabían cuán grande era el poder que Satanás ejercía sobre ellos. Pero pronto iban a experimentarlo.

Aproximadamente en esa misma época, los piadosos anacoretas comenzaron a dar sus primeros pasos en los hasta entonces inexplorados desiertos de la Tebaida. Ya hacía algunos años que el padre Pablo se había aventurado a internarse en esas soledades. Según la leyenda sacra, el padre Pablo llevó durante muchas décadas una vida de expiación en una estrecha cueva y se alimentó sólo del agua de una fuente cercana, de los frutos de una palmera y de medio pan que todos los días le llevaba un cuervo a través de los aires.

Un día el demonio de los campos llegó a saber de este Pablo de Tebaida y, como sentía cierta simpatía y atracción por los hombres, se puso a espiar y observar con much

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos