El lobo estepario

Hermann Hesse

Fragmento

PRÓLOGO DEL EDITOR

Este libro contiene las anotaciones que dejó aquel hombre a quien, recurriendo a un término que él mismo había utilizado varias veces, llamábamos el “Lobo Estepario”. Dejemos de lado la cuestión acerca de si su manuscrito precisa un prólogo explicativo; en todo caso, soy yo quien tiene la necesidad de agregar algunas hojas a las suyas en las que intento describir cómo lo recuerdo. Es poco lo que sé de él y, sobre todo, su pasado y su origen me siguen resultando desconocidos. Sin embargo, conservo una impresión fuerte de su personalidad y debo decir que, a pesar de todo, siento simpatía por ella.

El Lobo Estepario era un hombre de unos cincuenta años de edad que apareció unos años atrás en la casa de mi tía buscando una habitación amueblada. Alquiló el altillo en el último piso y el pequeño dormitorio de al lado, volvió unos días después con dos valijas y una gran caja con libros y vivió nueve o diez meses con nosotros. Era muy silencioso e introvertido, y si no hubiera sido por la vecindad de nuestros dormitorios, que provocó algunos encuentros casuales en la escalera o en el corredor, es probable que jamás nos hubiésemos conocido, porque este hombre no era sociable. Era insociable en un grado que hasta ahora nunca vi en nadie, era realmente un Lobo Estepario —como se llamaba a sí mismo de a ratos—, un ser ajeno, salvaje y también tímido, incluso muy tímido, que provenía de un mundo diferente al mío. Pero la profundidad de la soledad a la que se había acostumbrado por causa de su disposición y de su destino y la conciencia con la que reconocía a esta soledad como su sino, eso recién lo supe a través de las anotaciones que dejó. Aunque de todas formas, gracias a algunos encuentros y conversaciones breves, lo pude conocer antes, un poco; considero que en el fondo la imagen que obtuve a través de sus anotaciones concuerda con la que —más pálida e incompleta, desde ya— había surgido de nuestra relación personal.

Por casualidad estuve presente en el momento en el que el Lobo Estepario entró por primera vez a nuestra casa. Llegó al mediodía, los platos todavía estaban sobre la mesa y a mí me quedaba media hora de tiempo libre antes de tener que volver a la oficina. No olvidé la impresión extraña y muy ambivalente que me produjo en el primer encuentro. Ingresó por la puerta de vidrio, luego de tocar el timbre, y en el pasillo en penumbras la tía le preguntó qué deseaba. Pero él, el Lobo Estepario, había levantado su cabeza angulosa, con pelo corto, olfateando a su alrededor con nariz nerviosa y, antes de responder o dar su nombre, dijo: “Oh, acá huele rico”. Sonrió y la buena de mi tía también sonrió, pero a mí ese saludo me pareció más bien raro y sentí algo en contra de él.

—Bueno —dijo—, vengo por la habitación que tiene para alquilar.

Sólo cuando los tres subimos la escalera que conducía al altillo pude observarlo mejor. No era muy grande, pero tenía el andar y la postura de las personas de gran tamaño; llevaba un sobretodo cómodo y, en general, estaba vestido de forma decente pero descuidada, correctamente afeitado, con el pelo bien corto que, aquí y allá, mostraba destellos grises. Al principio su modo de caminar no me gustó nada, tenía algo de trabajoso e indeciso que no coincidía con su perfil agudo y vehemente ni con el tono y el temperamento de sus palabras. Sólo más tarde noté y supe que estaba enfermo y que le costaba caminar. Con una sonrisa particular, que en esa época tampoco me agradaba, observó la escalera, las paredes y las ventanas, los armarios altos y antiguos; parecía que todo le gustaba y, a la vez, de alguna manera lo consideraba ridículo. De hecho, el hombre en sí daba la impresión de venir de otro mundo, tal vez de un país de ultramar, y que todo aquí le parecía bastante bonito pero un poco raro. No puedo decir que no haya sido cortés, incluso amable; estuvo de acuerdo de inmediato y sin ningún reparo con la casa, la habitación, el precio del alquiler y el desayuno. Y sin embargo, lo rodeaba una atmósfera extraña, a mi entender nada buena, hostil. Alquiló la habitación, también el dormitorio, se dejó instruir acerca de la calefacción, el agua, los servicios y las reglas de la casa, escuchó con atención y amabilidad, aceptó todo y ofreció enseguida un adelanto del pago. Pero igual, al hacerlo, no parecía estar del todo ahí; era como si no se reconociera a sí mismo ni se tomara en serio, como si alquilar un cuarto y hablar alemán con la gente fuera algo raro y nuevo porque él, en realidad y en su interior, se ocupaba de cosas totalmente diferentes. Más o menos ésa fue la impresión, y no hubiese sido buena de no haberse visto atravesada y corregida por todo tipo de características menores. Fue sobre todo la cara del hombre la que me gustó desde el principio; me gustó a pesar de esa expresión de extrañeza. Se trataba de una cara un poco peculiar, tal vez, y también un poco triste, pero era despierta, muy pensativa, trabajada y espiritual. Y para disponerme a un ánimo más amistoso, se sumaba el hecho de que su tipo de cortesía y amabilidad —a pesar de que parecía costarle esfuerzo— carecía de toda soberbia. Al contrario, había en él algo casi conmovedor, como suplicante, que pude explicar más tarde pero que enseguida me conquistó un poco.

Mi hora de almuerzo se pasó antes de que finalizaran la visita a las habitaciones y las demás conversaciones, y yo debía volver a mi ocupación. Me despedí y le dejé el hombre a la tía. A la noche, cuando regresé, me contó que había alquilado y que se mudaría en estos días; sólo había pedido que no anunciáramos su llegada a la policía, ya que era un hombre enfermizo, y formalidades como estar parado en las comisarías y esas cosas se le volvían insoportables. Todavía me acuerdo perfectamente cómo, en aquel momento, eso me hizo dudar y le advertí a mi tía que no hiciera caso del pedido. Me parecía que este recelo ante la policía coincidía demasiado bien con el aire poco confiable y extraño del hombre como para no llamar la atención de manera sospechosa. Le expliqué a mi tía que bajo ninguna condición podía aceptar esa solicitud de por sí insólita y que, bajo ciertas circunstancias, podría tener consecuencias muy desagradables para ella. Pero ya le había concedido el deseo y, de todas formas, ya se había dejado atrapar y maravillar por esa persona desconocida; es que ella nunca había aceptado inquilinos con los que no pudiera desarrollar una relación humana, amable, protectora o más bien maternal, cosa que algunos inquilinos anteriores supieron aprovechar con creces. Y durante las primeras semanas siguió siendo así: mientras yo encontraba cosas para criticar en el nuevo vecino, mi tía lo defendía con calidez.

Como la cuestión de no informar a la policía no me gustaba, quise averiguar, por lo menos, qué era lo que mi tía sabía acerca del desconocido, de su origen y de sus intenciones. Ella ya se había enterado de esto y aquello, a pesar de que después de mi partida al mediodía él sólo se había quedado un rato muy corto. Le había dicho que pensaba quedarse unos meses en nuestra ciudad, utilizar las bibliotecas y visitar los monumentos his

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos