Cantata de los diablos

Marcos Aguinis

Fragmento

CAPÍTULO II

A mitad de camino entre los océanos Pacífico y Atlántico, sobre el área occidental de la pampa medanosa, muchos se empeñan en destruir su aislamiento. Es sabido, Héctor, cómo estiran un brazo hacia el ayer y otro hacia el mañana, cómo fantasean epopeyas. De una epopeya quisieron hacerte el héroe, ¿te acordás? Los habitantes de Leubucó se amontonaron a tu alrededor como la arena empujada por las manos del viento. Te sentiste protegido, amado, ahogado... Qué tiempos, ¿no?

El proceso empezó cuando entregaste el manuscrito de tu novela al estruendoso Bartolomé López Plaza. O quizás antes, cuando lo descubrió tu padre. Lo cierto es que se produjeron estampidos en serie. De súbito tu nombre se encontró fijado a un meteorito con estructura de un cobarde barrilete. Alegría, ficción y abismo mezclados con promiscuidad. Brotaron llamas en la solitaria Leubucó y mucha gente aportó tizones. Fue notable. Acudieron a contemplar el incendio desde Mendoza, Rosario, Villa María, Río Cuarto, Córdoba, Buenos Aires. Una exageración. Esa mañana arribaron escritores (o escritorzuelos), periodistas (¡bueh!...) e incluso un diplomático (tercer secretario de embajada, pero diplomático al fin). Las beatas afirmaron que se produjo un temblor en el cementerio. Participa el otro mundo.

En el Palacio Ranquel los empleados no podían terminar los arreglos, como si una legión invisible los deteriorase a medida que iban concluyéndolos. Ingresó en el salón principal un muchacho con el enorme ramo de flores que debía instalarse en el estrado, sobre la mesa cubierta con un paño escarlata. Los altavoces gruñían durante las pruebas y entre diez hombres trataron de calzar en la parte posterior del escenario la monumental reproducción de la tapa de tu libro que había realizado el maestro Dante Cicognatti.

Favoreció a este acontecimiento un precedente inolvidable: aquella Fiesta de la Poesía ideada y enaltecida por Azucena Irrázuriz, ocho años antes, con el patrocinio de la Independencia. Ahora presentaban tu novela, antes habían presentado tu poesía. Eventos corrientes en Buenos Aires, Héctor, pero excepcionales en Leubucó, la inconsolable heredera del sepultado imperio ranquel.

¿Debo evocar primero aquella Fiesta de la Poesía? ¡Claro que sí! Fue ocho años antes, no lo olvido. No sólo marcó tu pubertad, sino que inundó de fiebre los médanos de la región. ¿Ahora te da vergüenza? ¡Por favor, Héctor! Tenías apenas diez chúcaros años. Azucena Irrázuriz había ingresado en el aula con vigoroso taconeo, dispuesta a sorprender con la noticia. Fue recibida por gritos y flechas de papel que cruzaban el aire como balas. Extendió sus nerviosas manos para aplacar el desorden. ¡Silencio, escuchen!, imploró. Algunos lanzaron el último proyectil antes de esconder su brazo. ¡Tengo que contarles algo importante! Murmullos de réplica: Se suspenden las clases... Nos vamos de picnic... Se murió el director... Diga pronto... Callate y dejala hablar...

—¡Un alumno de este grado obtuvo el primer premio de poesía! —el rostro de Azucena resplandeció como una manzana tocada por el sol.

Ocurría que la Independencia, al establecerse en Leubucó, había lanzado un concurso. La convocatoria entusiasmó a muchos padres y docentes porque ofrecía una electrizante recompensa. Pero no entusiasmó al tuyo, Héctor, porque era un hombre práctico y descreído. La empresa tiene proyección internacional, don Lorenzo; ¿no lo sabe?... Y a mí qué: la mafia también es internacional... ¿No le interesa el premio?: dos semanas en Buenos Aires con toda la familia, íntegramente pago, una bicoca, señor... Eso es alimento para giles; a mí no me joden con premios que nunca llegan.

La maestra adelantó un paso, se despegó del sol y desapareció la manzana. Pero su voz se impuso al pronunciar fuerte tu nombre: ¡Héctor Célico! Así nomás. Y tus mejillas ardieron de inmediato. No lo esperabas (claro que lo esperabas). Tus compañeros iniciaron el festejo: ¡Ah, loco!... ¿Cuándo te vas a Buenos Aires?... ¿Dónde copiaste?... ¡Muy bien, varón!... ¿Tu viejo coimeó al jurado?

Te pusiste de pie con la conciencia de saberte mirado por causa de unas estrofas compuestas con deleite. Era la primera vez que te contemplaban por esa causa y las miradas tenían sabor a caricias. Tus compañeros empezaron a aplaudir. Increíble. Como si fueras un prócer, igual que en aquel homenaje a San Martín, cuando un orador se puso a aullar sobre la tarima hasta conseguir explosiones frenéticas, parecidas a las que en ese minuto te dedicaban a vos.

El estruendo se mantuvo mientras Azucena Irrázuriz movía sus manos como aletas de un ventilador. Te hizo señas para que avanzaras. Tus vecinos te empujaron. Recorriste el camino que lleva al estrado donde cada alumno repite con éxito la lección o se queda enrollando los dedos estúpidamente hasta que lo mandan de vuelta al banco. La frutal maestra apoyó su mano sobre tu contraído hombro. Tus labios parecían pintados con tiza.

—Héctor —voz conocida y dulce, como su aroma de almidón—: tus versos me han gustado mucho; merecen el premio. ¡Te felicito! —sus dedos apretaron tu carne; se aproximó a tu costado, percibiste el profundo hueco de su cintura y la nerviosa convexidad de su cadera—. Me han comunicado que la fecha en que te entregarán el galardón coincide con otro aniversario de Gustavo Adolfo Bécquer.

¿Quién es Véquer?... ¡Un poeta, bestia!... ¡Tu madre!

—Será un gran acontecimiento.

Explique, explique...

—Será algo así como una... una... ¡una gran Fiesta de la Poesía! ¿Se dan cuenta?

¿Con música y todo?... Juegos y un payaso... ¡Que regalen Coca-Cola!

Azucena flotaba. Su pecho respiraba la batahola como si fuera el aire del campo en primavera. En ese instante, Héctor, podrías haberle dicho a tu papá:

—¿Viste? escribir poesía no es perder el tiempo.

—¿Estás seguro? Los poetas se mueren de hambre, son tarados de nacimiento o se vuelven locos.

—Pero me gusta escribir, papá.

—Hablaremos después.

La maestra dijo:

—Solicitaré al director que en esa Fiesta se tapicen con versos de ustedes las paredes del teatro, versos que escribirán a partir de esta semana; los mejores serán recitados por ustedes mismos. ¡Una maravilla, chicos!

A mí no me salen las poesías... A mí no me gusta recitar: es de maricas... Qué te hacés...

—Cada uno escribirá algo nuevo —insistió Azucena—. “Hacer las cosas mal, pero hacerlas”. Yo los ayudaré.

Mejor nos ayuda en los exámenes... Yo prefiero la prosa... ¿Y vos, nena?... No tendrá gracia con ayuda... ¡Callate, querés!

—¡Silencio! —Azucena desprendió el brazo de tu hombro y endureció su apetitoso cuerpo para enfrentar a la horda. Sus ojos estrangularon el aula para detener el estrépito. Aún cayeron cascotes:

Explique... Está bien... Que no sea mucho trabajo... Que otro escriba, yo recito... ¡Qué vas a recitar, qué vas!... Andate a la mierda... ¡Shttt!

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