Fin de semana en el paraíso 4

Fragmento

Capítulo 1

—Uy! ¡Mirá! ¡Algún tarado se equivocó y nos puso un cartel de venta! —dijo Luciano en cuanto el auto de su papá se estacionó frente a la casa de fin de semana en el country El Paraíso.

Carla miró descreída. Su hermano menor era muy capaz de hacer ese tipo de bromas. Pero no, esta vez era cierto. El cartel, clavado en el jardín de adelante, decía con toda claridad: “PRUDENCIO ETCHEGARAY VENDE”. Y después una dirección, teléfono, página web en grandes letras negras.

—El que se equivocó fue Prudencio —se rió Carla—. ¡Qué nombre, pobre tipo!

Agustina, su mejor amiga, sentada entre los dos con Patán sobre la falda, como siempre, se estiró para ver.

—Van a tener que avisarle que la casa no se vende —comentó, empujando a Carla para que saliera del auto.

La mamá ya estaba abriendo la casa y el papá también se había bajado para sacar las cosas del baúl.

—¿Viste? —comentó la mamá desde la puerta, en un tono bastante distinto—. Pusieron el cartel.

—Sí, un tarado —dijo Carla, yendo hasta el baúl a buscar su bolso más los quinientos bolsitos y paquetes que estaba segura de que su mamá había traído.

—¿Tarado por qué? —preguntó el papá, distraído.

—¡Con ese nombre, pa…! ¿Quién puede llamarse Prudencio? Además, el idiota se confundió de casa. ¡Mirá si viene alguien a comprar la nuestra!

—Ojalá —dijo la mamá.

—¿Ojalá qué?

—Ojalá que venga alguien y se venda rápido.

—¡Ay, ma…! Dejá de decir tonterías —comentó Carla pasándole por delante con tres bolsas de súper en cada mano.

—No son tonterías, Car —dijo el papá entrando con la bolsa de palos de golf que pesaba un montón—. Tu mamá tiene razón. Ojalá podamos vender lo antes posible.

Un elefante entrando por la ventana no hubiera producido más asombro ni desconcierto. Los chicos se quedaron duros, con las bolsas a mitad de camino entre las manos y el piso y las bocas abiertas, sin que un solo sonido pudiera salir de ellas. Sólo el papá y la mamá se seguían moviendo para acomodar los bolsos y Patán que, ajeno a toda catástrofe, festejaba su libertad en el jardín.

—¿Co-co-co-cómo vender lo antes posible? —tartamudeó Carla.

—¿Vender qué? —preguntó Luciano, sin poder creer lo que ya había entendido.

—La casa, Luciano. No vamos a poner ese cartel para vender la tele —le contestó el papá.

—¡¿Pueden dejar de hacer cosas y contestarnos?! —casi gritó Carla.

Agustina suspiró. Otro fin de semana en medio de una pelea familiar.

—Les estamos contestando, Carlita —dijo la mamá—. ¿Qué quieren saber? ¿Si vamos a vender la casa? Sí, la vamos a vender.

—¡¿Cómo que la van a vender?! ¿Desde cuándo? ¿Por qué?

—Desde que lo decidimos —dijo el papá.

—¿Desde que lo decidieron? ¿Cuándo lo decidieron? ¿Por qué no nos dijeron nada?

—Porque queríamos darles una sorpresa.

El papá, sonriente, se acercó a la mamá y le pasó la mano por encima del hombro, contento con la noticia que acababan de dar.

—¡Guau! ¡Flor de sorpresa! —Carla estaba al borde del llanto—. ¿Se les ocurre vender todo y ni nos consultan? Nosotros no queremos que vendan la casa. ¿No es cierto, Luciano?

Luciano negó con la cabeza.

—Ni ahí —dijo.

—Es que esto es sólo la mitad de la sorpresa —siguió el papá y miró a la mamá como para animarla a hablar.

—La otra mitad —explicó la mamá, también sonriente— es que nos vamos a comprar una casa nueva en un barrio cerrado, más cerca de la Capital y… ¡nos vamos a ir a vivir ahí!

La alegría de la mamá rebotó contra la cara de desesperación de los chicos.

—Ya la señamos —dijo el papá, orgulloso.

—¿Y la casa de Buenos Aires?

—También la pusimos en venta. Con lo que saquemos de las dos, compramos una casa que les va a encantar. Más grande que esta, con pileta…

—Esta ya tiene pileta —dijo Luciano.

—Sí, claro. Pero esta queda muy lejos para venirse a vivir acá. Yo tengo como una hora y media de viaje para ir a trabajar —explicó el papá—. En cambio, en la nueva, estamos a cuarenta y cinco minutos del centro.

—¡Ah… buenísimo! —dijo Carla—. Voy a tener que viajar cuarenta y cinco minutos para llegar a la escuela.

—No, Carlita, no. No vas a tener que viajar nada, porque hay una escuela a dos cuadras. Una muy buena. ¡Y hasta van a poder ir en bici!

—¿Me estás diciendo que también me voy a tener que cambiar de escuela? —preguntó Carla sin poder creerlo.

—Sí, te va a encantar, vas a ver.

—¡No me va a encantar nada! —gritó Carla—. ¿Y mis amigos qué? ¿Y mis amigos del country qué? ¿Qué se supone que voy a hacer en un lugar donde no conozco a nadie?

—Amigos nuevos —dijo la mamá—. En seguida vas a tener un grupo nuevo.

—¡Yo no quiero un grupo nuevo ni una nueva casa ni otra escuela ni nada! Quiero vivir donde vivo y estar con mis amigos de siempre.

—Sí, yo también —dijo Luciano un poco más tímidamente.

—Pero chicos… —dijo la mamá—. ¿Por qué no esperan a ver la casa nueva antes de protestar? ¡Les va a encantar!

—¡No voy a ir a verla y tampoco me voy a ir a vivir ahí al medio del campo! —gritó Carla.

—No es el medio del campo, Carla —dijo el papá, que claramente estaba perdiendo la paciencia—. El lugar es muy lindo y tiene todo lo que necesitamos: gimnasios, escuelas, supermercado… Hasta un shopping tiene. Cuando lo conozcas, no vas a querer salir de ahí, vas a ver.

—¿Qué parte del no me quiero mudar no entendieron? —dijo Carla.

—Carla, ¿vos pensás que tu papá y yo vamos a elegir algo que a ustedes no les va a gustar?

—Sí —contestó Carla.

—Estás muy equivocada —dijo el papá—. Estuvimos dos meses buscando hasta encontrar algo que pudiera gustarles.

—Lo estamos haciendo por ustedes, Carlita. Ya vas a ver cómo lo van a disfrutar.

—Y si lo hacen por nosotros… ¿no se les ocurrió que podía haber sido interesante consultarnos antes? No lo hacen por nosotros, lo hacen por ustedes.

—Carla, a ver si nos entendemos —dijo el papá, ya decididamente enojado—: tu mamá y yo pensamos que esto iba a ser lo mejor para nuestra familia y especialmente para ustedes. Vamos a vivir en un lugar tranquilo, seguro, donde puedan salir a la calle sin peligro e ir solos adonde quieran. Estás hablando por hablar, sin saber ni siquiera de qué se trata. Así que dejemos esta conversación acá hasta que te tranquilices y se pueda hablar con vos de modo civilizado.

—¡Estoy tranquila! —volvió a gritar Carla, completamente nerviosa.

Agustina le apretó el brazo, pero Carla lo apartó con furia.

—¡Y no vamos a hablar, porque no quiero hablar más con ustedes! ¡Ni de este tema ni de ningún otro! ¡Los odio!

Carla salió corriendo escaleras arriba para encerrarse en su cuarto.

—Sí, yo también —dijo Luciano, bajito. Y por las dudas, para que no se la agarraran con él, también se fue de la cocina.

Agustina sonrió al papá y a la mamá, que ni la registraron y, literalmente, huyó detrás de Carla. Cuando subía la escalera, escuchó que el papá decía:

—Tengo cancha a las once. Vuelvo a almorzar.

—Sí, pero yo no voy a estar —alcanzó a decirle la mamá antes de que cerrara la puerta—. Voy a almorzar con las chicas al club-house. Están como locas esperando que les cuente todo.

La puerta de calle se cerró, la puerta de la habitación de Luciano se cerró y la de la habitación de Carla se cerró.

Lo último que escuchó Agustina fue un aullido y la voz del papá.

—¿Será posible que este perro siempre tenga que estar en el paso?

Se acababa de tropezar con Patán, que, ajeno a lo que pasaba, dormía tranquilamente en la puerta de la cocina.

PENSAMIENTO DE PERRO

Cuidado con el perro. Debiera tener un cartel luminoso colgando que dijera “cuidado con el perro”. O una alarma tal vez o, aunque sea, una campanita colgando, como las vacas. ¡¿Es que no me ven?! ¿Qué tengo… tamaño de hormiga? ¿Cuál es el problema de mirar para abajo de vez en cuando, sobre todo cuando saben que yo siempre me tiro a dormir acá? Sobre todo cuando saben que “tienen” un perro: YO. No está bueno que te despierten con una patada y encima, después, te insulten. ¡Guau! Yo también puedo insultar si quiero. Y especialmente cuando me despiertan.

Patán dio una vuelta sobre sí mismo y volvió a acomodarse en el felpudo. La camioneta arrancó haciendo chirriar las ruedas y todo quedó en silencio.

Capítulo 2

Después de golpear durante cinco minutos, Agustina logró que Carla le abriera la puerta.

—No quiero hablar —fue lo único que le dijo y volvió a tirarse panza abajo en la cama.

—Yo tampoco —le contestó Agustina, sabiendo que lo mejor era seguirle la corriente hasta que se le pasara.

Haciéndose la indiferente, empezó a sacar la ropa del bolso. Era una lástima que ya fuera otoño y que no se pudiera usar más la pileta. Ella y Carla habían hecho planes para este fin de semana. Planes que incluían a Diego y a Gonzalo, aunque nunca les habían preguntado qué les parecía.

Hacía dos meses que no se encontraban con los chicos. Bueno, que no se encontraban los cuatro juntos, porque Agustina y Gonzalo, como habían empezado a salir y además iban a la misma escuela, se veían todos los días. Pero Carla no había tenido tanta suerte. La última vez, Diego estuvo a punto de tirársele todo el tiempo, pero parecía que no encontraba el momento propicio, ocupado como estaba con el campeonato de fútbol. Después, para desesperación de Carla, Diego no había vuelto más al country. Como la casa era de sus abuelos, él venía solo de tanto en tanto… y siempre con Gonzalo. Cada jueves, los cuatro habían chateado y enviado montones de mensajes para organizar el fin de semana, y nunca se había dado. Una vez al abuelo le agarró una gripe; otra vez, Diego tenía que levantar las notas y no lo dejaban; otra vez la que no pudo ir fue Carla por el cumpleaños de su tía (¡y Diego sí!, ¡cómo odió a su tía!); otro fin de semana llovió, y así el tiempo fue pasando. Las chicas no podían creer que finalmente lo hubieran logrado.

Habían dedicado el viernes a planificar todo: habían traído películas, habían pensado salir en bici (si es que podían arreglarlas); sabían que una banda iba a tocar en el clubhouse, lo que prometía una noche de baile (y habían traído la ropa adecuada) y hasta habían decidido anotarse en las clases de tenis para que Agustina aprendiera a jugar. No tenían duda de que a los chicos sus planes les iban a parecer magníficos. También se habían asegurado de que ese fin de semana no hubiera ningún campeonato de fútbol, o sea que los chicos iban a estar a su entera disposición. Hasta habían planeado los momentos oportunos para que Carla y Diego se quedaran solos, a ver si esta vez se producía el milagro.

Todo planificado y ahora, Carla estaba mufada. Lo que parecía que iba a ser el fin de semana ideal, ya había empezado para atrás.

Agustina la miró disimuladamente para ver cómo iba el enojo. Seguía tirada en la cama, pero al menos ya no pateaba el colchón con furia.

—Mirá, me traje esto para ir al recital —intentó Agustina, sacando un vestido cortito de su bolso y poniéndoselo sobre el cuerpo para que Carla lo viera.

—Copado —dijo Carla, casi sin mirarla.

—Ni lo viste, nena.

—Sí, lo vi. Está bueno. Igual, no tengo ganas de ir al recital. Debe ser cualquiera.

—¡Pero me dijiste que la banda estaba buena! —protestó Agus.

—Eso dice Julieta. Yo no los escuché. Capaz que ni vamos.

Agustina colgó el vestido en el ropero. ¡Uy! ¡Cuánta paciencia iba a necesitar!

—¿Vamos a buscar a los chicos? —preguntó—. Ya deben haber llegado.

—No.

—¿Te pensás quedar ahí tirada todo el fin de semana?

—insistió Agustina.

—Sí.

Agustina suspiró.

—Bueno, como quieras —dijo.

Fue hacia la puerta, suponiendo que la amenaza de irse sola podía dar resultado. Pero Carla no se movió.

Agustina se arrepintió, volvió y se sentó en la cama junto a ella

—Dale, Car… —dijo pasándole la mano por el pelo.

Carla apartó la cabeza.

—¿Qué ganás quedándote acá? Capaz que este es uno de los últimos fines de semana que podemos venir a El Paraíso. Además… está “Dieguito”…

—¿Y para qué me sirve “que esté Dieguito”, me querés decir? —reaccionó Carla sentándose en la cama—. No lo voy a poder ver nunca más, ¿no te das cuenta?

—Lo podés ver en Buenos Aires…

—Sí, claro. ¿No escuchaste que me voy a ir a vivir a no sé dónde? No voy a ver más a Diego, ni a vos, ni voy a poder seguir en teatro ni nada de nada. Sólo voy a poder ir al shopping, como dice mi papá.

Agustina se quedó callada. Era cierto que el panorama era espantoso.

—Bueno, todavía no sabés. Capaz que el lugar es copado. Capaz que está lleno de Diegos…

—Yo no quiero otros Diegos… Quiero a este Diego. Y no va a estar copado nada.

—Car… ¿vos no creés que si hablás con tus papás a lo mejor los podés convencer?

—No, no creo. Ya los conocés.

Sí, los conocía. No se le ocurría mucho para decir. Subió los pies a la cama y, doblando las rodillas, les pasó los brazos alrededor y se quedó pensativa mirando el piso. Se había dado cuenta de que lo que estaba pasando era terrible para Carla, pero también para ella. No más country con Gonzalo, no más salidas con Carla, nunca más los cuatro juntos.

—No me resigno a pensar que no se pueda hacer nada —dijo.

—Bueno, resignate, porque no se puede —le contestó Carla con mala onda.

—Tendríamos que preguntarles a los chicos.

—¿Qué cosa?

—No sé… si tienen alguna buena idea. Condorito tiene muchas buenas ideas —se sonrió.

Condorito era el sobrenombre de Gonzalo. Pocas veces lo llamaba así. Carla se rió. Por fin.

—Más que ideas, debería tener plata para comprar la casa.

—Eso no creo. Igual, pensá: capaz que, cuando no tengas casa, los abuelos de Diego nos invitan a venir a la suya.

—Sí, refácil. ¿Y a mí quién me trae?

—No sé… tu papá. Eso se vería. Podemos pedirle a Diego que les pregunte a los abuelos. Total…

—Pero no es lo mismo, Agus… ¿No te das cuenta? Estaría bueno venir de vez en cuando, pero no va a ser igual.

—No, va a ser mejor, porque vamos a estar todo el fin de semana juntos en la misma casa.

—Agus, la única solución es que mis viejos no vendan l

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