Código Francisco

Marcelo Larraquy

Fragmento

Capítulo 1
La geopolítica de Francisco:
una nueva mirada para el mundo

Hubo un momento de su gobierno de la Santa Sede en que Francisco eligió su destino y cambió el Pontificado. Fue una bisagra. En septiembre de 2013, Estados Unidos amenazaba desde hacía varios meses con un bombardeo a Siria como respuesta al uso de armas químicas del gobierno de Bashar al-Assad contra los insurgentes sobre la zona oriental de Damasco. Francisco decidió escribir una carta al líder ruso Vladímir Putin. Quizás un Papa europeo, o más decididamente occidental, hubiese apelado a Alemania, Francia o Inglaterra para que persuadieran a Estados Unidos, su aliado en la OTAN, de evitar el ataque a Damasco y promover la paz en Medio Oriente. Pero el Papa sorprendió. En su carta a Putin, en ese momento a cargo de la titularidad del G20 que se reunía en San Petersburgo, reclamó a los líderes de las veinte economías más poderosas, que retienen el 90% del PBI mundial, que abandonaran cualquier “vana pretensión de una solución militar” y se empeñaran en “perseguir, con valentía y determinación, una solución pacífica a través del diálogo y la negociación entre las partes interesadas con el apoyo de la comunidad internacional”.

Putin la leyó frente al presidente de Estados Unidos, Barack Obama.

Con esta primera intervención en el escenario internacional, Francisco signó su Pontificado. Marcó el nuevo lugar de la Santa Sede en la geopolítica, junto a las potencias del mundo, y acompañó esa intención con una convocatoria de oración y ayuno global en favor de la paz. Dos días más tarde, la noche del 7 de septiembre de 2013 en Plaza San Pedro, el Papa repitió “Nunca más la guerra”.

Sus palabras resonaron como las de Pablo VI en las Naciones Unidas en 1964, en contra de la Guerra de Vietnam, o las de Juan Pablo II en vísperas de la Guerra del Golfo Pérsico en 1991 o, doce años más tarde, las de la invasión de Estados Unidos a Iraq.

La Guerra Fría había quedado atrás con el papado de Juan Pablo II, y Benedicto XVI había intervenido con una voz apagada, casi inaudible, en el nuevo escenario globalizado.

Después de la caída del Muro de Berlín y de la condena al capitalismo neoliberal en la década del noventa, en los últimos años de Juan Pablo II, la Iglesia, en la práctica, no fue gobernada por nadie. Un poco con humor, pero también con realismo, en el estado Vaticano se decía que estaban atravesando “el cuarto año del Pontificado de monseñor Stanislaw Dziwisz”, el secretario del Papa Wojtyla, quien gran parte del día dormía o descansaba por el tratamiento con barbitúricos contra el mal de Parkinson.

Aun ganado por la enfermedad y el padecimiento —reconocido como un martirio de su ministerio—, Juan Pablo II se manifestó en contra de la intervención militar unilateral de Estados Unidos en Iraq, por la inestabilidad que provocaba en Medio Oriente, además del odio que generaría contra los cristianos en la región. Pero la invasión ocurrió.

Benedicto XVI, por su naturaleza reflexiva, prefirió expresarse a través de encíclicas y libros, y enfrentó el secularismo cultural, el laicismo y el relativismo, por sus consecuencias sociales en la educación o la economía. Pero su concentración en Europa y un equipo de colaboradores directos sin formación en la diplomacia vaticana, hizo que su papado tuviera una influencia geopolítica menor.

Los problemas internos de la Iglesia que Ratzinger heredó de Juan Pablo II, y que la opinión pública de Occidente puntualizó con mayor énfasis —el “lavado de dinero”, la corrupción, el silencio sobre los abusos sexuales y la pedofilia, y las luchas de poder en el interior de la curia romana—, lo condujeron a defender la sacralidad de su papado, ofreciéndole a la Iglesia su producción teológica y pastoral, mientras los cardenales de la curia se enfrentaban entre sí y el gobierno pontificio se desmoronaba.

Ya sin fuerzas para luchar contra esos males, decidió renunciar para salvar el ministerio papal, y permitir que su heredero afrontara los desafíos.

Joseph Ratzinger abre las puertas
a la iglesia latinoamericana

Aunque tenía una formación intelectual eurocéntrica, Benedicto XVI había entendido que estaba surgiendo algo nuevo en América Latina. En el Cónclave de 2005, el cardenal argentino Jorge Bergoglio fue su competidor más severo. No podía prescindir de esa lectura: había un núcleo en la Iglesia que buscaba otro rumbo. Bergoglio había sido su contrafigura. Le reconocía su ascendiente en la iglesia latinoamericana, que a su vez influía en sectores de críticos del conservadorismo de la iglesia europea, y también en la asiática y la africana. Benedicto XVI respetó a la oposición que no lo apoyó. Joseph Ratzinger, como pontífice, no era el mismo que, como titular de la Congregación de la Doctrina de la Fe, transmitía con rigidez los preceptos de la Santa Sede y marcaba límites a los sacerdotes que adherían las corrientes teológicas liberacionistas en América Latina en la década del ochenta.1

El 13 de mayo de 2007, en la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe (CELAM), junto a los obispos del continente que se habían reunido en el santuario de Aparecida, San Pablo, Brasil, Ratzinger dio una pista en su discurso de apertura. Expresó que todo lo que prescinde de Dios no es real. Y agregó: “Solo quien reconoce a Dios conoce la realidad. Quien excluye a Dios de su horizonte falsifica el concepto de ‘realidad’. Dios es la realidad fundante”.

Parecía casi una precondición de Roma para los obispos latinoamericanos para abrirles las puertas de la Basílica San Pedro.

A diferencia de otros sacerdotes y obispos que realizaban análisis de la realidad con la mediación de las ciencias sociales, casi desprendidos de la propia Iglesia, el cardenal Bergoglio, titular de la comisión redactora del documento conclusivo de Aparecida, estaba en comunión con la lectura de Ratzinger. Resaltaba la perspectiva de la fe: “Ver, juzgar, actuar, y decidir, pero con la mirada del discípulo, con la mirada del que tiene a Dios en sí mismo”, explicaría más de una vez como pontífice.2

En su historia como jesuita, sus crisis con los intelectuales de la Compañía de Jesús se fundaron en esa tensión. La realidad, para el Provincial Bergoglio, no partía de las leyes científicas de las ciencias sociales, sino de Dios, y desde ahí, venía todo el resto. Dios era el centro. Sin Él, la Iglesia no tendría razón de ser. Aún más: cuando se refirió a la canonización del jesuita Pierre Favre, teólogo francés, compañero de Ignacio de Loyola, el Papa Francisco expresó que “solo si se está centrado en Dios es posible ir hacia las periferias del mundo”.3

La apertura voluntaria de Benedicto XVI a la nueva iglesia latinoamericana, que había puesto su semilla en Aparecida, era diferente a la de Jua

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