Índice
Portadilla
Índice
Prefacio
Nacen un príncipe y un mendigo
Los primeros años de Tom
Tom se encuentra con el príncipe
Empiezan los apuros del príncipe
Tom hace de gran señor
Tom recibe instrucciones
La primera comida regia de Tom
La cuestión del sello
La procesión cívica del río
El príncipe, aperreado
En el Ayuntamiento
El príncipe y su libertador
La desaparición del príncipe
Le roi est mort! Vive le roi!
Tom hace de rey
La comida de gala
Fu-Fu Primero
El príncipe, en compañía de los vagabundos
El príncipe y las campesinas
El príncipe y el ermitaño
Hendon viene a liberarlo
Una víctima de la traición
El príncipe, preso
La fuga
Hendon Hall
Repudiado
En la cárcel
El sacrificio
A Londres
Los progresos de Tom
El Cortejo del Reconocimiento
El día de la coronación
Eduardo reina
Justicia y retribución
Nota general
Notas
Créditos
Grupo Santillana
Prefacio
Doblemente bendita es la clemencia;
es bendición para quien la ejercita,
y es bendición para quien la recibe.
Grande entre lo más grande, y al monarca
siéntale aún mejor que su corona.
El mercader de Venecia
Voy a escribir un relato tal y como me lo contó una persona que se lo oyó contar a su padre, quien, a su vez, se lo oyó al padre suyo, y éste lo supo de la misma manera de boca del suyo, y así sucesivamente, caminando siempre atrás por espacio de más de trescientos años, durante los cuales fueron los padres transmitiéndolo a sus hijos, y así ha llegado hasta nosotros. Quizá sea verdad histórica, quizá no pase de ser una leyenda, una tradición. Puede que haya ocurrido, puede que no haya ocurrido; pero pudo ocurrir. Es posible que, en tiempos antiguos, los hombres sabios y doctos diesen por bueno el hecho, y es posible que únicamente les gustase a los hombres iletrados y sencillos, y que éstos le prestasen fe.
En uno de los manuscritos nacionales conservados por el gobierno inglés, HUGH LATIMER, obispo de Worcester, escribía a lord Cromwell, con motivo del nacimiento del príncipe de Gales:
Ilustre señor: Salutem in Christo Jesu. Creo que no hubo intervicinos, en el nacimiento de san Juan Bautista, alegría y regocijo mayores que los que ha habido en esta región con motivo del nacimiento de nuestro príncipe, que durante tanto tiempo esperábamos con ansiedad. El portador de la presente, maestro France, puede contároslo. Que Dios nos conceda su Gracia para rendir el testimonio de nuestra gratitud a Dios Nuestro Señor, Dios de Inglaterra, porque se ha mostrado verdaderamente como Dios de Inglaterra, o más bien un Dios inglés, si nos ponemos a pensar y a meditar en su manera de proceder con nosotros de tiempo en tiempo. Él ha curado todos nuestros males con su excesiva Bondad, dejándonos más que obligados a servirle, a buscar su Gloria, a promover su Palabra, aunque el demonio y todos los demonios se pongan enfrente de nosotros. He aquí cumplidas nuestras más locas esperanzas y deseos; recemos ahora por su conservación. Yo, por mi parte, hago votos porque Su Alteza tenga, desde el comienzo de su vida, gobernantes, instructores y funcionarios de recto criterio, neoptimum ingenium, non optima educatione depravetur.
Pero ¡qué torpísimo soy! ¡Cuántas veces la devoción da pruebas de poca discreción! ¡Que el Dios de Inglaterra os guíe en todos vuestros actos!
El 19 de octubre.
Vuestro, H. L. B. de Worcester, hoy en Hartlebury.
Si excitaseis al portador a ser más entusiástico sobre el abuso de imágenes, o más emprendedor para promover la verdad, quizá lo conseguiríais. No como cosa mía, sino como que sale de vos mismo, etcétera.
(Dirigido.) Al muy ilustre lord del Sello Privado, su muy bondadoso señor.
Nacen un príncipe y un mendigo
En la vieja ciudad de Londres, y en cierto día del segundo cuarto del siglo XVI, le nació un hijo a una familia pobre, apellidada Canty, que no deseaba tenerlo. El mismo día le nació otro niño inglés a un familia rica, apellidada Tudor, que lo deseaba. Lo deseaba también Inglaterra toda. Inglaterra lo había deseado ardientemente mucho tiempo, había hecho votos por tenerlo, y se lo había pedido a Dios con oraciones; y ahora que le llegaba por fin, su pueblo estaba casi loco de regocijo. Personas que eran simples conocidos se abrazaban, se besaban mutuamente y lloraban. No hubo nadie que no hiciese fiesta: altos y bajos, ricos y pobres banqueteaban, danzaban, cantaban y se ponían alegrillos; eso duró días y noches enteras. Londres era de día digno de verse, con alegres banderas ondeando en todos los balcones y tejados, mientras recorrían las calles magníficos cortejos. Y durante la noche volvía a ser digno de verse, con sus grandes hogueras en todas las esquinas, y en torno de ellas, la multitud entregándose a la más bulliciosa algazara. No se hablaba en toda Inglaterra de otra cosa que del recién nacido, Eduardo Tudor, príncipe de Ga