La profesora de español

Inés Fernández Moreno

Fragmento

Los primeros meses en Benalmar, Luis y ella comparten un departamento con Alicia y Walter. Es luminoso y está frente al mar, pero los muebles son feos, de pino barato y de falso estilo provenzal, muebles transitorios para gente de vacaciones. Las paredes están pintadas de un amarillo hiriente y cubiertas de cuadros de todos los tamaños, grandes, medianos y minúsculos, como para aprovechar todas las superficies. A los pocos días de instalarse, deciden descolgarlos. Llenan dos valijas con acuarelas y óleos de cisnes y de barcas pesqueras, de flores y de frutos, de mares embravecidos y de plácidas puestas de sol. Ocultan los más grandes detrás del sofá y del armario. Después se paran los cuatro frente a la pared principal que ha quedado vacía y miran la forma arbitraria que dibujan los clavos.

—Parece una ballena —dice Alicia.

—Arrancar los clavos provocaría un desastre —dice Luis.

—Un manual de autoayuda —dice Walter— diría que no hay que oponer resistencia, sino ser plástico, adaptarse a lo dado. —Como ilustración, mueve los brazos y baila frente a la pared burlonamente.

Primero se ríen, pero después deciden seguir esa idea, dibujar una ballena y ponerla allí para llenar el hueco.

Unos días más tarde Alicia trae de la calle un cartón de embalaje, Walter dibuja un animal enorme y sonriente, con dientes de tiburón, escamas de pez y crestas de gallo en el lomo. Después lo recorta y les dice de qué colores pintar cada franja de escamas.

Todos los días, en momentos perdidos, cada uno de los cuatro pinta algunas escamas de la ballena. Isabel está encantada. Podría pasarse la vida pintando escamas, una celeste, otra naranja, otra verde. Día a día se perfecciona, aprende a tomar las curvas con habilidad, achatando el pincel contra el cartón, de manera que la pintura cubra con exactitud cada semicírculo del dibujo. Cuando terminemos de pintarla, piensa, empiezo a buscar trabajo. Se toma ese tiempo para mitigar el recuerdo de Buenos Aires. Para aventurarse en la ciudad nueva, dejarse consolar por el mar que ahora tiene tan cerca, que la sorprende en las esquinas, detrás de los árboles, asomándose a cualquier ventana. Su aparición, su rumor, su vastedad, le provocan cada vez el mismo vértigo.

De los dos cuartos del departamento, ella y Luis ocupan el más pequeño. Se chocan en las esquinas, aprietan su ropa en el armario único, guardan las valijas y cajas de zapatos debajo de la cama, comparten ese espacio exiguo en silencio: casi todo lo que tienen para decirse es doloroso.

Duerme mal. Se despierta sobresaltada y confusa, con la sensación de estar de vacaciones seguida de un golpe de conciencia, como un mazazo, que la deja el resto del día atontada, con las reacciones lentas, la voluntad entorpecida.

Conseguir cosas nimias como un adaptador o un sacacorchos se transforma en un objetivo arduo y cotidiano. Isabel recuerda todo lo que dejó en Buenos Aires, lo trabajoso que fue deshacerse de cosas que ahora, muy pronto, vuelve a necesitar. Vendió dos impresoras y ahora no tiene ninguna. Su ordenador portátil está inutilizado. No tiene mesita de luz, ni silla para apilar la ropa, deja el libro sobre los zapatos cuando se va a dormir y la ropa extendida a los pies de la cama.

Con Alicia caminan por el barrio, hacen las compras, se dan ánimos en el momento de pagar las cuentas: un euro, dos o diez, cada cifra, por pequeña que sea, multiplicada por tres pesos con setenta, las deja sin aliento. No multipliquemos más, dicen un día. Olvidémonos de los pesos. Y los rebautizan como australes, un nombre menos pesado, con su lejano soplo de esperanza y de poesía.

Mientras comparten el trabajo de la casa, miran televisión.

—El que descubra el acertijo —dice la presentadora— se llevará un ordenador.

—Justo lo que necesitamos —dice Alicia.

—Y el acertijo es: “Cuanto más grande es, menos se ve”.

—Algo de la naturaleza —dice Alicia—, como el cielo.

—O la lluvia.

Para responder hay que llamar a un número que ponen en pantalla.

La presentadora empieza a recibir respuestas.

—¿Un túnel? No, Juanjo. ¿Un tren? No, qué va. ¿El humo? Hmmm, tibio, pero no, Carmela, no es el humo.

—¡Venga! —exhorta la presentadora—. Os voy a agregar un premio para animaros: ¡un televisor de 30 pulgadas con DVD! “Cuanto más grande es, menos se ve”, ¿qué es?

—Lo bien que nos vendría —dice Alicia. —¿Será un globo?

—No creo.

—¿El pan?

—¿Qué tiene que ver el pan?

—Crece, por la levadura.

—Sí, pero se ve.

Arrecian los llamados y las respuestas en pantalla: la autovía, un árbol con muchas ramas, un pozo, una pared.

—Por dios, ¡pensar, pensar! Crece y no se ve —dice la presentadora un poco impaciente—. Os voy a dar un premio más: ¡un lavaplatos! El que me llama y me da la respuesta correcta se lleva ahora mismo el lavaplatos, el ordenador, el televisor con DVD y el horno a microondas.

La cámara muestra los premios, se detiene en cada uno de ellos con un destello de luz y sonido.

—Debe ser algo más abstracto —dice Isabel—, algo así como la belleza, la sabiduría. —Salta en el sillón, iluminada: —¡La humildad! Cuanto más crece, menos se ve, ya que es humilde.

—Puede ser —dice Alicia.

Y de pronto, casi convencida:

—Sí, la humildad.

Como no tienen teléfono, Alicia sale corriendo al teléfono público de la esquina, mientras ella queda frente a la pantalla controlando la situación.

Siguen transmitiendo respuestas cada vez más absurdas. Ella espera escuchar la voz de Alicia de un momento al otro. Pero el llamado de Alicia nunca llega. Llega en cambio Alicia, desalentada. Desde el teléfono público de la esquina no puede comunicarse con ese número.

Igual, vaya a saber si es la humildad, es un poco rebuscado.

Entretanto la presentadora se va irritando con el público porque nadie resuelve el acertijo y a ella le quedan muy pocos minutos. Va a tener que cerrar el programa, amenaza, dejando todos esos premios allí, desiertos, una montaña de premios, porque a esas alturas para aguijonear el ingenio de la gente, ha sumado un discman y una palmtop.

—A ver —dice—, les voy a dar una ayuda, es algo que sucede todos los días.

—Ves —dice Alicia—, no es la humildad. —¿Qué sucede todos los días?

—¿El paso del tiempo? No, Paco. ¿El sol? Hum… tibio. Las olas no, Juan.

—Ya sé —dice Alicia con la firmeza de una revelación—: La oscuridad.

—¡Siií! —grita ella—, sos un genio, ¡la oscuridad crece y cuanto más crece, menos se ve!

Alicia sale otra vez a la calle en busca de un teléfono.

Esta vez la espera es desesperada. El programa está por terminar. La respuesta que tienen es sin duda correcta y se van a perder el ordenador, el televisor con el DVD, el l

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos