Audiencia con el diablo

Víctor Hugo Morales

Fragmento

Prólogo

En marzo de 2014, un día en que el otoño chileno penetró el verano como si fuese un espía que viene a recoger algunos datos, asumió la presidenta Michelle Bachelet. En el aire amarillo de una jornada que prometía ser inolvidable, la gran mujer chilena de este siglo desplegó en sus pómulos rosados la energía que de ella espera América Latina para decir que su país lanzaba una lucha sin cuartel contra la desigualdad. Viéndola en el marco de una ventana de La Moneda, se sentía la melancolía de una mandataria que quiere arrancar a Chile de los elogios de los medios neoliberales que la sitúan como ejemplo de lo que debe hacerse con la economía de un país. Y Bachelet abrió sus brazos como indicando la distancia que existe entre crecimiento y distribución, y el índice de su mano izquierda, apuntando al mar como se señala un punto cardinal, dejó en claro que el norte de su gestión es la lucha contra la dolorosa asimetría del reparto de ganancias que padece su país.

La desigualdad en América Latina abre la brecha más profunda entre ricos y pobres en el mundo entero y se sostiene, como la mentira de los cuatro gigantes que sostenían la tierra, en el poder mediático que supo convertirla en un hecho natural, convalidado por sus víctimas. En Chile es El Mercurio, pero “lo Magnetto” se extiende por la América verde, vegetal, cobre y mineral sin que una sola de sus grandes ciudades deje de pagar el diezmo a los mandamases del periodismo. Los hay donde se pose la mirada de los desposeídos del continente. El diablo no es Héctor Magnetto sino el conjunto de diarios y canales que cubrieron el mapa como una enredadera.

En todo caso, es un símbolo, un estandarte en la tarea de influir en la cultura de la aceptación de la injusticia como un hecho natural, propio de lo humano. Disgregan a la sociedad con la constancia de un avaro que abraza sus cofres, y hacen de las mayorías impávidos testigos de la proclama desfachatada de que lo injusto y lo desigual es una consecuencia inevitable de las relaciones humanas. Para acumular cientos de canales de televisión, diarios y emisoras de radio, logrados con la sutileza de los Al Capone, y que millones de personas lo consientan como si fuera lógico, hay que instalar la cultura de la desigualdad. Y blindarlo con la seguridad jurídica. Entonces, así estaban las cosas cuando llegamos a la discusión. Los empresarios de los medios se ofrecen mutua protección internacional para que la infamia sea consentida cuando, aun si fuera legítimo el avance de sus negocios, sería objetable por las asimetrías que impulsa. Sin embargo, ya fue asumido como algo que viene del fondo de los tiempos y es impensable remontarse a los años noventa. O, más precisamente, en la Argentina, al 12 de junio de 1989, cuando Magnetto, el mismo día que el presidente Alfonsín declinaba el poder socavado por las corporaciones, entre las que Clarín era la punta de lanza, delineaba el futuro del país. A solas, reunido en La Rioja con el electo presidente Menem, orquestó el futuro de la Argentina que haría del Estado un esqueleto, entronizando las privatizaciones. De las cuales la primera fue para el propio Magnetto, cuando se sirvió de la mesa de los manjares el Canal 13 de televisión.

Y sin esquivar las metáforas, el 8 de julio, cuando asumía Menem, en el naciente invierno de catorce años que padeció el país, entró con su tropa, aun solapadamente, a las instalaciones de Canal 13 para iniciar la tarea de despejar el camino a una compra repugnante firmada sobre la estafa de cientos de trabajadores despedidos. Por eso tienen que actuar sin pausas sobre la impavidez de los pueblos, que permanecen como si vieran la caída de una persona desde el décimo piso sin atinar a nada para impedirlo.

El poder defiende al poder, dentro y fuera de los países. En la tapa de los diarios, en cada artículo, en los zócalos colorinches de sus noticieros, en los libros que hacen escribir a sus esbirros y que ellos mismos divulgan en sus librerías, también invadidas, y en la cultura de la desemejanza entre las naciones y entre los habitantes de cada una, allí está la fundamentación de sus derechos adquiridos e innegociables.

Sólo ante la potencia de sus megáfonos puede entenderse la justificación de un mundo que asiente que el uno por ciento rico se apropie del ochenta por ciento de lo que el mundo, si hay un dios, puso a disposición de todos. ¿Cómo podría entenderse, de no mediar la penetración cultural, que sea posible la aquiescencia para las leyes del mercado? ¿Legalizar la victoria del más alto, del más blanco, del más fuerte o del que llegó primero?

No es infrecuente que los diarios de derecha contengan notas sobre los ricos del mundo y los exhiban en las tapas de sus revistas como los grandes atletas de los negocios y las riquezas, sonrientes frente a sus yates.

Quizás haya quienes piensen que es una manifestación ingenua de quienes son reconocidos como jugadores de póquer de las grandes ligas. Es un gesto inteligente, sin embargo. Nos acostumbramos a verlos con naturalidad y un dejo de admiración y envidia. Ellos saben que están a considerable distancia de nosotros, y que nos entretiene mucho más ver si el vecino nos cachetea con un auto nuevo que ocuparnos de sus insultantes riquezas. Parece innato que el hombre de la tapa reconozca que tiene dos mil millones. Y que sostenga que es necesario pagarle menos a su obrero para que el país sea competitivo. Cuando un trabajador cuesta menos en dólares, el hombre del yate salta de dos a tres mil millones y el empleado, de quinientos a doscientos dólares mensuales. El uno por ciento necesita siempre más riquezas porque debe pagar muy bien a quienes se animen a publicar, a culturizar que la desigualdad es una aspiración de los dioses.

Es ahí cuando lo Magnetto entra en la cancha, como cómplice necesario. Hay que instalarse en la cabeza de la gente para que se aplauda esa locura. Y provocar el rechazo de sus cautivos seguidores hacia los que los enfrenten, hacia los que denuncien la estafa.

En los bares, por las tardes, los clientes beben su café estirando el cuello para apreciar, allí arriba, en las pantallas de televisión, los zócalos colorinches y las sonrisas de los presentadores refugiados en el cinismo. Se observa que la atención del espectador es más profunda que aquella de los tiempos de la escuela. Es que está aprendiendo de nuevo a través del grandioso espectáculo de la desinformación. Una lección simple, de pocas palabras, que no exige aquella abstracción tan esquiva de cuando uno era un niño y hacía un esfuerzo mayor por entender. Es un alumno pasivo, al que la mirada de una serpiente hipnotiza como si fuera el animalito al que ha de devorar. Lo vio en la tele, está informado. Puede irse a casa ya tranquilo de saber cómo va el país, ese país de mierda, de corruptos y ladrones que le roban su felicidad. Magnetto se lo cuenta.

Puede apreciarse con facilidad que la diferencia entre las personas es el volumen y calidad de la información a la que acceden, muy por encima de sus convicciones. Hubo un episodio paradigmático de esta afirmación cuando el Estado recuperó la empresa petrolera del país. Entonces se acordó un pago de varios miles de millones

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