Flores para un adiós

Sara Isabella Bonfante

Fragmento

flores_para_un_adios-2

Proemio

Estábamos en la fila de migraciones del aeropuerto de Ezeiza. Llevábamos en nuestras manos los pasaportes junto a los pasajes, listos para realizar los trámites, y así iniciar el periplo de nuestro viaje. Adelante iba una mujer con rasgos fisonómicos como los de cualquier mujer de esta época, mujer a la que no se le puede definir la edad; vestía de modo elegante y olía a perfume importado. No llevaba apuro: no parecía ansiosa. Nosotros, en cambio, estábamos inquietos: queríamos subir y ocupar nuestros asientos.

El viaje sería largo; sin embargo, nos hallábamos dispuestos a comer todo lo que pudiésemos, ya que en los trayectos de muchas horas —algo así como trece hasta arribar a Roma—, además de comer, ver películas, escuchar música o leer, nada puede uno hacer.

En los aeropuertos la gente se muestra ansiosa y, por lo general, camina de un lado a otro, compra en el free shop y carga con objetos innecesarios, pero la mujer que estaba delante de nosotros llevaba solo su cartera y una notebook.

Cuando la fila avanzó y le tocó el turno a ella, escuché que la empleada le decía que esperara un momento, que debía realizar una comprobación en el sistema; volvió a preguntarle su nombre y corroboró algo varias veces. La empleada hizo un gesto de preocupación y en voz alta le dijo: “¿¡Se puede hacer a un lado y esperar, por favor!?”.

La mujer obedeció. Se retiró unos pasos y nos llamaron; como no pudimos dejar de escuchar porque la curiosidad nos había asaltado, miramos hacia el costado, hacia donde la habían confinado. La acompañaban unos policías, que le realizaban preguntas, preguntas que no pudimos escuchar con nitidez. La mujer efectuaba gestos de negación con la cabeza mientras la increpaban.

Cuando terminamos de realizar el trámite y nos dirigimos a la puerta cuatro, ya habían anunciado el vuelo 673 con destino al aeropuerto de Fiumicino. La fila era muy larga; tardamos alrededor de una hora hasta que subimos y nos acomodamos en nuestros asientos. Nos tocó la fila del medio del avión, fila que tiene cinco butacas. La mía estaba junto al pasillo; a mi lado quedaba una libre. Los demás se sentaron en el medio.

Esta línea aérea es puntual, para el caso en que no hubiese ningún contratiempo con los operadores de la torre de control (y era uno de esos días). Estábamos todos sentados; pasaron veinticinco minutos, y nada: el avión no decolaba. Los otros pasajeros preguntaban qué pasaba, y las azafatas no contestaban: estaban ocupadas en cerrar los portaequipajes y caminaban controlando los asientos.

Por fin, cuarenta y cinco minutos pasados de la hora de la partida, ante nuestras preguntas insistentes, las azafatas contestaron que ya decolaba; justo en ese momento entró apurada la mujer que habíamos dejado en la fila. Se sentó en la butaca que había quedado libre. No bien se acomodó y cuando giró el rostro hacia mí, pude ver que sus ojos estaban rojos; hurgó en su cartera, sacó un frasco con un líquido blanco y tomó un trago, que a mí me pareció largo.

Pronto comenzaron a servir el almuerzo; en todo ese tiempo la mujer se mantuvo escribiendo en su computadora. Ella no probó un solo bocado, a pesar de que, cuando habían pasado preguntando si queríamos comer carne o pollo, había elegido pollo. Pero su bandeja quedó intacta. Cada tanto sacaba de la cartera el frasco y bebía ese líquido.

El vuelo tenía una escala técnica en San Paulo, donde nos hicieron bajar porque tenían que cargar combustible y limpiar el avión. Al menos eso fue lo que anunció el comandante de la tripulación. Pasamos a una sala de la cual no podíamos salir porque la escala duraría solamente treinta y cinco minutos.

En el tiempo en que duró la espera, unos pasajeros aprovecharon para fumar y otros, para ir al toilette: nosotros nos quedamos conversando. La mujer se sentó en un sofá y no se levantó. Parecía preocupada y triste. A mí me carcomía la curiosidad por saber qué le había ocurrido en Ezeiza, pero no me animé a acercarme para preguntárselo.

Cuando trascurrió el tiempo estimado, anunciaron por los altavoces que debíamos abordar el avión. Todos hicimos la fila y subimos dispuestos a tener un viaje placentero; yo, por mi parte, pensaba ver la película y luego estirarme a dormir todo lo que me permitiera la estrechez del asiento.

Por fin el avión carreteó, pero luego frenó y volvió hacia la manga; pude verlo por una ventanilla y me sorprendió la maniobra. Pronto anunciaron que el avión había sufrido un desperfecto de poca importancia. El argumento no me convenció y me puse bastante nervioso. Los pasajeros empezaron a levantarse; caminaban, iban al baño. Unos pedían agua a las azafatas y otros, whisky. Nosotros tratamos de mantener la calma; mis compañeros de viaje, los directivos del club, me propusieron ir a la cabina para pedir mayor información, pero preferí no enterarme del desperfecto. Si llegaba a suceder algo grave (tan grave como que se cayera el avión), ya estaba jugado allí arriba. Así que me dije: “Mejor no pensar”.

La mujer del incidente inicial seguía escribiendo y no parecía alterarse con ese inconveniente. Yo la miraba de soslayo, pero ella no se percataba de nada, como si estuviese ausente de todo lo que ocurría allí dentro.

La espera fue de tres horas; la mayoría de los pasajeros, aunque no lo dijesen, pensarían igual que yo: “Estamos en las manos de Dios, de Alá…”. Nosotros nos dedicamos a hablar de las reuniones que teníamos programadas para la venta de jugadores y evitábamos cualquier referencia al desperfecto.

Aplaudimos cuando nos avisaron que se había solucionado el inconveniente; el avión comenzó a carretear y, aliviado, me dije: “Ojalá que lleguemos”. La mujer seguía escribiendo y tomaba cada tanto largos tragos de ese frasco blanco (sí, creo que era de color blanco, aunque empiezo a dudar: el miedo que tuve no me permite hoy asegurarlo).

El resto del viaje fue muy bueno. Cuando el avión entraba en pozos de aire y perdía altitud, suspirábamos y nos aferrábamos a los asientos. La mujer no se inmutaba. Yo seguía intrigado: ¿por qué la habían separado de la fila?, ¿qué problema habría tenido con la policía? Cuando bajamos en el aeropuerto de Fiumicino, la perdí de vista. La intriga aún me persigue. Quizás alguna vez logre averiguar algo.

flores_para_un_adios-3

Camelias

—¡Te despertaste!

—Sí, dormí muy bien.

—A ver si hoy podemos hablar un poco. Te pasaste un día entero durmiendo.

—Por supuesto; ya estoy repuesta, pero no me hables del viaje. Otro día te cuento. Carmela, ¿no trabajás?

—Sabiendo que venías, me pedí las vacaciones.

—¿Qué temperatura hace? Para vestirme…

—Marisa, el clima en Roma es muy caluroso en verano: ponete algo cómodo. No hagas como cuando estábamos en el colegio; siempre salías como para ir a una fiesta. ¿Te acordás? Aquel día de campo (bah, de río), en que a la monja se le ocurrió dar ese paseo por el Paraná con los viejos de la comisión de padres.

—Sí, ¡cómo no me

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos