Título original:
The Templar Salvation
Traducción: Cristina Martín
1.ª edición: enero 2012
© 2010 by Raymond Khoury
© Ediciones B, S. A., 2012
Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)
www.edicionesb.com
ISBN EPUB: 978-84-15389-36-1
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Para mi padre,
la persona más bondadosa que he conocido
Portadilla
Créditos
Dedicatoria
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Capítulo 56
Capítulo 57
Capítulo 58
Capítulo 59
Capítulo 60
Capítulo 61
Capítulo 62
Capítulo 63
Capítulo 64
Capítulo 65
Capítulo 66
Capítulo 67
Agradecimientos
Prólogo
Constantinopla
Julio de 1203
—Quedaos agachado y guardad silencio —susurró el del pelo gris al tiempo que ayudaba al caballero a subir a la pasarela—. Las murallas están repletas de guardias, y este asedio los tiene muy nerviosos.
Everardo de Tiro miró a derecha y a izquierda, escrutando la oscuridad, por si descubría alguna amenaza. No había nadie alrededor. Las torres que se alzaban a uno y otro lado estaban lejos, las parpadeantes antorchas de los centinelas nocturnos apenas resultaban visibles en aquella noche sin luna. El Guardián había escogido bien el punto de entrada. Si actuaban deprisa, había bastantes posibilidades de que consiguieran escalar el resto de las fortificaciones y penetrar en la ciudad sin que nadie lo advirtiese.
Claro que volver a salir sanos y salvos... era otra cosa muy distinta.
Dio tres tirones a la cuerda para hacer una señal a los cinco caballeros hermanos que aguardaban abajo, en las sombras de la gran muralla exterior. Uno por uno fueron subiendo por los nudos de la maroma, y el último se encargó de recogerla. A continuación, con las espadas desenvainadas y fuertemente asidas con sus encallecidas manos, se deslizaron por el adarve en silencio, en fila de a uno, detrás de su anfitrión. Desenrollaron la cuerda, esta vez por la cara interior de la muralla. Unos minutos después todos habían tocado suelo firme y caminaban detrás de un hombre que ninguno de ellos conocía, adentrándose poco a poco en una ciudad que jamás habían pisado.
Caminaban agachados, sin saber hacia dónde los conducía el Guardián, preocupados de que los descubrieran. Llevaban sobrevestes negras y debajo, túnicas oscuras, en lugar de los tradicionales mantos de color blanco con la distintiva cruz roja. No había necesidad de proclamar su verdadera identidad, viajando a través de territorio enemigo, y menos todavía al entrar de manera furtiva en una ciudad sitiada por cruzados del papa Inocencio. Al fin y al cabo, ellos mismos eran cruzados. Para los habitantes de Constantinopla, los templarios eran hombres del Papa. Eran el enemigo. Y Everardo era plenamente consciente del sórdido destino que aguardaba a los caballeros que caían prisioneros detrás de las líneas enemigas.
Pero el monje guerrero no consideraba que los bizantinos fueran enemigos suyos, y no había venido por peti