Copyright © 2015 Blas Ruiz Grau. Todos los derechos reservados.
Copyright © 2015 Eusebio de Frutos sobre el diseño de portada
1.ª edición: julio, 2015
© Ediciones B, S. A., 2015
Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)
www.edicionesb.com
ISBN DIGITAL: 978-84-9069-142-7
Maquetación ebook: Caurina.com
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A Mari y a Leo.
No hay estrella que no pueda alcanzar si me la pedís.
Y si no, también.
Contenido
Portadilla
Créditos
Dedicatoria
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Epílogo
Acerca de Kryptos
Agradecimientos
GÉNESIS DE UN PSICÓPATA
28 de mayo de 1963
6 de Junio de 1971
25 de Octubre de 1984
30 de Enero de 1991
Prólogo
No suelo escribir prólogos. Odio escribir prólogos. No creo que los prólogos a una novela sean buenos. Normalmente solo sirven para estropearte el ritmo del relato con la voz de un escritor distinto. O, como poco, te recuerdan que estás leyendo un libro. Porque son autorreferentes y todas esas mierdas fractales. Por muy buenos que sean, siempre serán inferiores a la ficción que viene inmediatamente después.
Así que… ¡largo! ¡Pasa al siguiente capítulo!
¿Aún sigues aquí?
Parece que mi truco de gritar “¡FUEGO, FUEGO!” como maniobra evasiva no ha funcionado. Supongo que no queda más remedio que decir unas palabras, ponerme en pie, brindar por el autor, decir que es alto, guapo, que las mujeres le adoran y los hombres quieren ser como él, que su prosa es únicamente inferior a la de Cervantes, que esta historia es la octava maravilla del mundo, etc, etc, azúcar, azúcar, ganas de asesinar al prologuista, FIN.
Ya está, ya te he dado lo que esperabas. ¡Pasa al siguiente capítulo!
Y dale. ¿No te vas a ir nunca?
Ya veo. Un lector pertinaz. Has pagado tus buenos centimitos por el libro y quieres exprimir la experiencia al máximo. Bueno, pues en ese caso…
<CARRASPEO>
Este libro es bueno. Está escrito desde el corazón y con la colaboración de personas que saben escribir y que están destinadas a contar. No creo que aparezcan en los libros de Historia de la Literatura, y será bueno que así ocurra, porque son todos muy feos, muy especialmente Bruno, seguido de cerca por Blas. No queremos sobrecargar nuestro ya de por sí pobre sistema de salud con un montón de escolares traumatizados.
Lo que sí son Bruno, Gabri, César, Roberto y Blas son narradores. Narradores de los de antes. De los que a mi me gustan. De los que me hicieron mangar tantos y tantos paquetes de pilas en el super para poder alimentar la linterna con la que leo por la noche. Verne. Burroughs. Conan Doyle. Dumas. Scott. A hijos de puta como ellos les debo mi miopía (y al Día de Menéndez Pelayo unas diez mil pesetas en pilas AAA).
Estos son de la misma camada. De los que no te dejan dormir y te enganchan a cada página. Ahora vuelve la página y descubre por qué.
Juan Gómez-Jurado
Enero 2015
Capítulo 1
21-10-2014. Afueras de Brooklyn, Nueva York, 03:26
«Hay momentos en los que un hombre tiene que hacer lo que hay que hacer»
El niño le vio coger su Glock y salir. No le dijo nada. De hecho, nunca más volvió a hablar. Nunca.
Salió de su escondrijo sin dejar de mirar el cuerpo inerte que ahora reposaba en el suelo. Le repugnaba. Sintió el fuerte impulso de dedicarle otro disparo, pero la imagen que tenía enfrente le indicó que la faena estaba rematada.
Tenía la cabeza dividida en cuanto a emociones. Jamás había permitido que su consciencia entrara en juego cuando realizaba un trabajo, pero la mirada de ese niño de dos años lo había cambiado todo.
Todo.
Con él no pudo hacerlo. Se recordó a sí mismo hacía unos segundos con el arma reposando sobre su frente.
Por primera vez le tembló el pulso.
Esperó que fuera la última. Por su propio bien.
Al pasar por la habitación principal observó cómo sus ocupantes permanecían con los ojos cerrados. Tardarían en despertarse, la inhalación del compuesto CHc13 provocaba ese efecto en dosis adecuadas. Él era un experto en eso, no era la primera vez que había usado cloroformo para provocar la inconsciencia en una víctima.
La niña de ocho años también descansaba con placidez tras la inhalación.
Ese gesto tan simple haría que en su macabra lista mortal hubiera menos nombres anotados y aun así había realizado su trabajo a la perfección.
Nunca supo que el niño jamás recuperaría el habla después de lo que observó, pero estaba seguro que igualmente no podría decir mucho a quien le preguntase. Nadie era más cuidadoso que él en sus trabajos.
Nadie.
Aunque algo parecía haber fallado, faltaba una persona en la vivienda. Su cama estaba hecha, quizá estuviera en casa de una amiga.
Tenía que averiguarlo y en este caso, sí debería deshacerse de ella. En ese caso no había duda.
Aunque pensó que en realidad ya no daba tiempo a nada, las horas se iban consumiendo como un cigarrillo encendido.
Al menos había conseguido su objetivo principal.
Aquello no pesaba nada. Era uno de esos odiosos cacharritos con el símbolo de la manzana mordida en versión pequeña. En ocasiones le daban ganas de escupir cuando veía pasar un joven lleno de acné con un teléfono móvil con el mismo símbolo. Eso costaba más que todo el dinero junto que vio a lo largo de su infancia. Pero ahora se alegraba que no fuera una pesada torre convencional. Así su movilidad era mayor.
Dejó el resto de periféricos. No eran de utilidad en este caso.
Con extremo cuidado regresó sobre sus pasos y salió del inmueble. Repasó mentalmente una vez más si había dejado el más mínimo rastro que lo pudiera incriminar. Supo que no.
Nadie sabría qué hacía esa persona tirada en el suelo. Su pistola estaba limpia, jamás podrían relacionarla con él.
Su hombre lo esperaba en el coche oculto en el callejón oscuro con el motor en marcha. A su mente vino cómo ambos habían modificado el motor para hacerlo apenas audible mientras estuviera encendido. Era primordial que nadie supiera que estaba ahí. Mucho menos que pudiera verles huir. Este tenía órdenes precisas de que, si algo fallaba, podía escapar de allí sin represalias futuras.
Pero era imposible que nada saliera mal.
O eso pensaba.
Dentro del armario en el que solían guardar la ropa sucia, con todos los músculos de ambos cuerpos tensos tras la detonación, una mano cubría la boca de la que debía haber sido la víctima principal.
Podía sentir los latidos del corazón de su captora. Aquella mujer tenía una fuerza sobrehumana y le era imposible mover un solo músculo.
Respiraban acompasadas, como si ambas bailaran al unísono, como si fueran una sola.
No entendía nada de lo que estaba sucediendo, aunque acabaría descubriendo que, a pesar de que su mundo jamás volvería a ser el mismo, le debía la vida a esa joven.
Tan solo necesitó unos segundos para entender el porqué de esa situación. Ya lo había temido hacía unas horas. Había estado auto-convenciéndose de que aquello era imposible que sucediera.
Ahora sabía que sí.
Capítulo 2
Catorce horas antes
Utah Data Center (NSA), 12:25
El programador corría nervioso hacia el despacho de su jefe. Normalmente, cuando lo hacía, el motivo era justo el contrario por el que lo estaba haciendo en aquellos momentos. Aquello debía de tratarse de un error.
Pero vaya error.
Cuando estuvo frente a la puerta, tocó con sus nudillos. A pesar de lo urgente de la situación, sabía cómo se las gastaba el inquilino del despacho.
—Pase —ordenó una voz poco amistosa desde el interior.
Abrió la puerta con cuidado, no quería enfadar más a su mandamás. Sobre todo sabiendo que cuando le diera la noticia que traía, se lo iban a llevar los demonios.
El chico miró a su jefe, estaba al borde del ataque. No podía ocultarlo.
—¿Qué coño ocurre? —Preguntó el que estaba sentado tras la imponente mesa de cedro.
—Señor, verá, ha ocurrido algo.
—¿Alguna amenaza grave?
El programador tragó saliva.
—¡Hable! —Gritó dando un puñetazo en la mesa que hizo que la pantalla de su PC se elevara casi dos centímetros.
—Señor… ese es el problema. No lo sabemos.
—¿Cómo? ¡Está acabando con mi puta paciencia!
—A… ver… —balbuceó— Hemos encontrado un mensaje oculto en un mail, en un archivo multimedia…
—Nada nuevo —le interrumpió aquel hombre que vestía con un exquisito traje de Armani.
—No lo sería si PurpleRain no llevara ya con él treinta y dos minutos.
El hombre palideció. Aquello que estaba escuchando no podía ser real.
—¿Y ha intentado…?
—Dos veces, señor. La primera la hemos interrumpido a los veintidós minutos. He pensado en un fallo de PurpleRain, pero lo he descartado de inmediato. Ha tardado cuatro minutos con aquel mensaje ultra cifrado de los norcoreanos. Sigue funcionando como el primer día.
El director de la NSA dio media vuelta, necesitaba que la luz le golpeara en la cara para saber si estaba despierto o no. Una vez lo hubo comprobado, para su desgracia, no le quedó más remedio que dirigirse a su mesa y agarrar el teléfono de conexión segura.
Marcó la primera tecla y esperó.
—Póngame con el Presidente… Sí, sé que está reunido con el Secretario General de la ONU, ¡póngame con el puto Presidente!
El Capitolio (Washington DC). 17:42
Habían recibido varias amenazas de bomba durante la última semana, unas cuantas más de lo habitual. Decidieron no darle demasiada importancia pues ese tipo de broma macabra estaba casi a la orden del día en El Capitolio de Washington DC.
Los graciosos acababan recibiendo una carta de la NSA en su domicilio que ya tenían redactada y guardada para estos casos en la que se advertía de lo grave del delito que estaban cometiendo. Para eso, la seguridad del propio emblemático edificio disponía de uno de los más avanzados sistemas de identificación. Este mostraba nombre, apellido y dirección exacta, además de una imagen en pantalla vía satélite del domicilio de la persona que realizaba esa llamada.
Pero en este caso era distinto y era lo que preocupaba a Lewis Smith, jefe de la policía capitolina y máximo responsable de que todo siempre estuviera en orden.
Todo aparecía en blanco, el sistema era incapaz de identificar la llamada, ni siquiera el satélite.
Había dos posibilidades: Que todo se hubiera jodido o que, en realidad, aquello fuera más serio de lo que parecía.
Su instinto hizo que se decantara por la segunda, ayudado sin duda por el hecho de que el que había realizado la llamada sabía que se encontraban en una sesión extraordinaria, lejos de las horas habituales. Seleccionó la cámara deseada e hizo que su imagen se viera en la pantalla más grande.
Todo parecía transcurrir con la más absoluta tranquilidad.
El interlocutor le había dado un plazo ridículo que hacía que la amenaza se tornara más seria que el resto. Normalmente solía ser de más o menos una hora (en algunos casos media) para hacer explosión el artefacto. De esa forma habría tiempo suficiente para generar bastante caos. Cosa que nunca sucedía pues no hacían caso de esos avisos. Pero en este caso todo cambiaba. Tres minutos y habría cinco explosiones.
Cinco.
Lewis se levantó de su asiento y comenzó a correr tan pronto como sus piernas reaccionaron.
Salió de la sala ante la mirada atónita de los allí presentes y se dirigió directamente hacia el punto en el que, supuestamente, ocurriría todo. Ya casi no tenía tiempo. Intentando localizar la llamada ya había perdido casi un minuto y quince segundos. Mientras lo asimiló, buscó la cámara y dio él mismo credibilidad a la amenaza, había pasado otro minuto. Le quedaban cuarenta y cinco segundos.
Tardó otros quince en llegar hasta la puerta que daba acceso. Dos guardias de seguridad velaban que nadie que no estuviera acreditado pudiera acceder a su interior. Ante la cara que mostraba su jefe, no dudaron en apartarse y dejarlo pasar.
Abrió la puerta de un empujón e irrumpió dentro.
Los senadores giraron sus cabezas de manera brusca hacia la puerta por la que había accedido Lewis. Muchos entendieron que algo grave debía estar pasando si el jefe de la policía propia del Capitolio había realizado esa aparición.
De pronto sucedió.
Cinco explosiones resonaron en el interior de aquella estancia. Lewis se tiró al suelo de forma instintiva con las manos en los oídos.
No había pasado ni veinte segundos cuando separó las manos de su cabeza y la levantó muy despacio. Aquello no había sido como su mente había imaginado, la magnitud de las mismas distaban mucho de como imaginaría que iban a ser.
Se incorporó lentamente y comprobó cómo cinco columnas de humo salían de cinco asientos de senadores.
—¡Un médico, rápido! —La voz del senador Chadbury sonó por encima de todas las que mostraban la confusión del momento.
Lewis corrió tras esa petición se auxilio. Su instinto le hizo ir en dirección a la humareda más cercana.
Cuando llegó comprobó cómo, todavía sentado en su asiento a pesar de la explosión, el senador por Texas, Brett Dickinson, estaba herido. Tras una primera comprobación observó que la peor parte había ido a parar hacia sus oídos, que emanaban un fino hilo de sangre.
Pero parecía que no revestía una gravedad extrema.
Eso lo confundió todavía más.
¿Acaso los explosivos habían fallado en un último momento?
Esa pregunta tardaría un rato en contestarse. Lo primero era saber cómo se encontraba el resto de senadores.
—¿Algún herido de gravedad? —Vociferó.
—El senador Adams sangra un poco, pero nada grave, parece —sonó una voz del centro de los asientos.
—Igual el senador McGrady —se dijo desde otro lugar.
—Aquí tenemos al senador Pérez con heridas superficiales, nada más, el senador Wolf, que se sienta al lado también tiene algo, pero nada que no tenga solución —comentó la voz del anciano senador Thommas.
—Al senador Reigner le sangran los oídos y está algo aturdido, pero se recuperará —añadió otra voz.
«Todos están relativamente bien», pensó Lewis. «¿Qué coño ha pasado aquí?»
Acto seguido entraron en la sala varios policías capitolinos alertados por el sonido de los estallidos. Todos tenían cara de no entender nada, aunque su rostro también mostraba la seguridad de estar preparados para lo que fuera que hubiera pasado. Estaban entrenados para ello.
Uno de los suboficiales se dirigió a su jefe.
Este último no dio oportunidad para preguntar siquiera qué había pasado.
—Quiero cinco grupos de tres hombres para, por un lado socorrer a los senadores heridos y por otro lado ver qué coño ha pasado con las putas bombas. Localícenlas y desalojen los alrededores para que los artificieros trabajen con ellas. Quizá no hayan explotado del todo, o haya más. Péinenlo todo con extremo cuidado. Un grupo de diez hombres ayudará a desalojar el resto de la sala, no quiero un puto senador aquí dentro. Me da igual quién sea y cómo se ponga. Todos fuera.
—Entendido, señor —respondió obediente.
Lewis se giró y extrajo su walkie del bolsillo, avisó a la centralita para que llamaran al grupo de artificieros y acudieran lo más raudo posible. Acto seguido observó cómo sus hombres ya estaban en lo que él había ordenado. La eficiencia con la que realizaron el trabajo era digna del grupo que había compuesto. En apenas dos minutos todo estaba desalojado y los agentes ya se afanaban en encontrar más artefactos con sumo cuidado.
Uno de los agentes apareció por la espalda de Smith.
—Señor, mire lo que hemos hallado bajo la mesa central.
Lewis se giró de inmediato y comprobó cómo su hombre portaba un teléfono móvil en su mano. No tenía aspecto de ser de los última generación. Tenía teclas y una pantalla extremadamente pequeña.
Lewis buscó en su espalda los guantes de cuero, los llevaba colgados de su cinturón multiusos. Se los enfundó. Agarró el aparato para observarlo.
Estaba encendido, mostraba un color amarillento en su display.
La pantalla mostraba un mensaje claro y conciso.
«Boom».
Con los ojos bien abiertos y casi sin poder apenas pestañear, además de tener las piernas temblorosas ante el cariz que estaba tomando la situación, tocó una de las teclas del dispositivo, la central.
Un nuevo mensaje apareció en pantalla.
«Mira el último día en las cámaras».
Lewis salió corriendo, sin ni siquiera esperar a nuevos resultados dentro de la sala.
Entró como una exhalación en la sala de control de cámaras. Agarró el ratón que controlaba el sistema y buscó el día anterior en el cuadro de fechas. Lo seleccionó.
Como no había habido actividad en la sala del senado, pudo permitirse el lujo de darle al botón de avance rápido. Una persona entró cuando el reloj ya mostraba la tarde anterior. Era del personal de limpieza. A continuación entró otra con el mismo cometido. Lewis paró el avance rápido. Las personas se dirigieron, una a limpiar la primera fila de mesas, la otra a fregar el suelo de la parte posterior, muy alejado de la zona donde habían ocurrido las explosiones. No parecía sospechoso.
Volvió a darle al avance rápido para ver si veía algo que disparara sus alarmas.
Los trabajadores seguían a lo suyo.
De repente hubo algo que le llamó la atención. El primer trabajador había vuelto a la primera mesa, pero no sólo eso, el segundo había vuelto también al punto en el que había comenzado a fregar. Ambos comenzaron de nuevo el mismo recorrido que antes. Le dio otra vez al botón. La situación se volvió a repetir.
Entonces lo comprendió.
—Hijos de puta… —dijo para sí mismo con voz temblorosa, sin salir de su asombro.
Aquello era un video repetido en bucle.
Ese mismo video haría que los que se encargaban de la seguridad en aquellos momentos ni se fijaran pues simplemente aparecían limpiando. Casi con total certeza estarían colocando las bombas mientras la imagen se repetía una y otra vez.
Genial y macabro al mismo tiempo.
«¿Pero cómo coño han conseguido meterse en nuestro sistema? Es infranqueable.»
Además, seguía sin poder entender por qué se habían tomado tanta molestia en preparar un plan perfecto para provocar uno de los peores atentados contra el poder de la nación y que había resultado ser poco más que una broma.
Hasta que el teléfono móvil, que descansaba encima de su mesa, le mostró la respuesta.
Sin previo aviso comenzó a sonar una melodía algo rudimentaria que emulaba las notas del himno de los Estados Unidos: The Star-Spangled Banner. Acto seguido, un no menos rudimentario emoticono mostraba una explosión para después mostrar un número cinco en pantalla. El número desapareció para dar paso a las palabras «Washington DC». A continuación la pantalla se tornó negra y unos números aparecieron.
Lewis agarró el terminal y comenzó a correr como un loco por los pasillos del Capitolio. Salió por la puerta de servicio ya que no olvidaba una de las máximas con las que había sido instruido: Ante todo, normalidad de cara al pueblo. Ni saludó a los guardias que estaban apostados en la puerta. Estos lo miraban estupefactos. Nunca lo habían visto así.
Ya no le importaba lo que hubiera ocurrido en su interior, ya no le importaba nada. Aquello había sido un simple aviso que demostraba que quien quiera que fuese que había montado ese caos, lo tenía todo controlado.
Lo realmente importante parecía ser que venía tras los números mostrados en el display.
Lo miró de nuevo antes de arrancar su coche y pisar el acelerador como en su vida.
«23:57:12»
Y aquello seguía contando hacia atrás.
Capítulo 3
Afueras de Brooklyn. 20:32 (21 horas, 27 minutos, 15 segundos para la explosión)
Danielle (o Dannie como era conocida en el instituto), estaba sentada en el único sitio en el que podía sentirse ella misma: Su habitación.
Fuera de ese mundo vivía una mentira. Era Dannie, la que por donde pasaba, todos besaban el s
